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Authors: Jack Vance

El ciclo de Tschai (78 page)

BOOK: El ciclo de Tschai
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Pasó el tiempo; cuánto era algo que Reith se sentía incapaz de calcular. El lago se convirtió en un río, que a su vez se convirtió en un canal subterráneo de veinte o veinticinco metros de ancho. La barcaza avanzaba sin producir el menor sonido, propulsada, imaginó Reith, por campos eléctricos que envolvían la quilla. Delante de ellos brillaba una débil lucecita azul que servía como indicación para el sensor de rumbo de la barcaza; cuando rebasaban una de esas luces azules, otra parecida brillaba siempre más adelante. A largos intervalos, la barcaza pasaba junto a solitarios muelles, tras los que se abrían incógnitos pasadizos que conducían a lugares desconocidos.

Reith comió y durmió; perdió la cuenta de cuántas veces. Su cosmos era la barcaza, la oscuridad, la invisible agua, la presencia de Zap 210. Sin nada ante él excepto tiempo y aburrimiento, Reith se dedicó a la tarea de explorar la personalidad de la muchacha. Zap 210, por su parte, trataba a Reith con suspicacia, como si rechazara incluso la intimidad de la conversación: una pudibundez y una escrupulosa reserva peculiares en una persona que, por todo lo que sabía, no poseía ni siquiera un conocimiento distorsionado de los procesos sexuales normales. La obra del instinto primordial, meditó Reith. Pero, en conciencia, ¿cómo podía dejarla a sus propios medios en la superficie en una condición tal de inocencia? Por otra parte, la perspectiva de explicarle la biología humana a Zap 210 no era nada cómoda.

La propia Zap 210 no parecía sentirse hastiada en ningún momento del paso del tiempo; dormía o permanecía sentada en la oscuridad como si contemplara el paso de maravillosos panoramas de gran fascinación. Vejado por su autosuficiencia, Reith se le unía ocasionalmente, fingiendo no prestar atención a su ligero movimiento de retroceso. La conversación con Zap 210 no era nunca gratificante. Tenía una serie de inalterables prejuicios acerca de la superficie: temía al cielo, al viento, al espacio del horizonte, a la pálida luz cobriza del sol. Sus anticipaciones eran melancólicas: preveía la muerte bajo la maza de algún aullante bárbaro. Reith intentaba modificar esas visones, pero no encontraba más que desconfianza.

—¿Crees que ignoramos lo que es la superficie? —preguntó ella con una tranquila ironía—. Los
zuzhma kastchai
saben más que nadie; lo saben todo. El conocimiento es su existencia. Ellos son la vida cerebral de Tschai; Tschai es el cuerpo y los huesos, y los
zuzhma kastchai
son el cerebro.

—Y los Pnumekin: ¿dónde encajan en el cuadro?

—¿Las «personas»? Hace mucho tiempo, los
zuzhma kastchai
brindaron refugio a algunos hombres de la superficie, con algunas hembras y algunas mujeres-madres. Las «personas» probaron su diligencia puliendo piedras y perfeccionando cristales. Los
zuzhma kastchai
proporcionaron la paz, y así ha sido a lo largo de las eras.

—¿Y de dónde vinieron originalmente los hombres, sabes eso?

Zap 210 demostró no estar interesada.

—De los
ghian
, ¿de dónde sí no?

—¿No te han enseñado acerca del sol y las estrellas y los demás mundos del espacio?

—Enseñan lo que nosotros más deseamos saber, que es el decoro y la buena conducta. —Suspiró ligeramente—. Todo esto ha quedado tras de mí, ha desaparecido; ¡cómo se maravillarán los demás ahora respecto a mi!

Por todo lo que Reith podía comprender, la principal emoción que embargaba a Zap 210 parecía ser su indecorosa conducta.

La barcaza seguía su camino. Los resplandores azules aparecían al frente, se acercaban a ellos y pasaban, y nuevos resplandores brillaban en la distancia. Reith empezó a sentirse intranquilo y agitado. La oscuridad era casi completa, disipada solamente por la vaga luz de la proa. La voz femenina de Zap 210, también no más que una silueta nebulosa, empezó a actuar sobre su imaginación; algunas de sus características adoptaron la semblanza de provocaciones eróticas. Solamente gracias a un consciente esfuerzo racional consiguió mantener su impersonalidad. ¿Cómo, se preguntó a sí mismo, podía provocar o incitar a aquella chiquilla, cuando era totalmente inconsciente de las relaciones hombre-mujer? Cualquier incitación de su subconsciente debía parecerle una peculiar perversión, la forma más exagerada de «conducta indecorosa». Recordó su vitalidad cuando se había aferrado a él en el agua; pensó en el aspecto de su empapado cuerpo; empezó a preguntarse si sus instintos no estarían más despiertos que su razón. Zap 210, si sentía algo más que melancolía y negros presentimientos, no lo evidenciaba, excepto por una cierta mejor disposición a hablar. Habló durante horas, en tono bajo y monocorde, de todo lo que sabía. Había vivido una vida notablemente monótona, pensó Reith, sin experimentar jamás la alegría, la excitación, la frivolidad. Se preguntó cuáles serían sus sueños a imaginaciones, pero de eso ella no dijo nada. Reconoció diferencias en las personalidades de sus compañeros: sutiles variaciones del decoro y la discreción que según ella tenían la misma importancia que los más vehementes rasgos de la personalidad en la superficie. Era consciente de las diferencias biológicas entre macho y hembra, pero al parecer nunca se había preguntado sobre su justificación. Todo muy extraño, meditó Reith. Los Abrigos parecían ser una incubadora para todo tipo de neurosis. Reith no se atrevió a hacer preguntas; cada vez que la conversación rozaba esos temas, ella se volvía instantáneamente taciturna. ¿Acaso los Pnume habían extirpado los impulsos sexuales de los Pnumekin? ¿Administraban depresivos, medicamentos, hormonas, para eliminar la trastornante tendencia a reproducirse en exceso? Reith hizo algunas cautelosas indagaciones, a las que Zap 210 dio unas respuestas tan irrelevantes e incongruentes que Reith tuvo el convencimiento de que no sabía de qué estaba hablando. De tanto en tanto, admitió Zap 210, algunas personas hallaban los Abrigos demasiado tranquilos; entonces eran enviadas a la superficie, al resplandor, los vientos, las noches vacías con todo el universo expuesto sobre sus cabezas, y no se les permitía regresar nunca abajo.

—Me pregunto por qué ya no siento miedo —dijo—. ¿Es posible que siempre haya tenido tendencias Gzhindra? He oído decir que tanto espacio crea una distracción; no desearía verme afectada por ello.

—Todavía no estamos en la superficie —dijo Reith, a lo que Zap 210 se alzó débilmente de hombros, como si el asunto no fuera de gran importancia.

Respecto a los mecanismos reproductores de los Pnume, no sabía demasiado; no estaba segura de si los Pnume consideraban o no el asunto como un secreto, aunque sospechaba que sí. En cuanto al número relativo de Pnume y Pnumekin, tampoco estaba segura.

—Probablemente haya más
zuzhma kastchai
. Pero a muchos de ellos no se les ve nunca; se mantienen confinados en los Lugares Profundos, donde se guardan las cosas preciosas.

—¿Qué cosas preciosas?

Zap 210 fue nuevamente vaga.

—La historia de Tschai se remonta hacia atrás mucho más Allá del pensamiento; sus registros alcanzan también hasta tan lejos. Los
zuzhma kastchai
son meticulosos; conocen todo lo que ha ocurrido. Consideran a Tschai como un gran conservatorio, donde cada cosa, cada árbol, cada roca, es un apreciado testimonio. Ahora hay gente de otros planetas en el
ghian
: de tres tipos distintos, que han venido a dejar sus artefactos.

—¿Tres?

—Los Dirdir, los Chasch, los Wankh.

—¿Y qué hay de los hombres?

—¿Los «hombres»? —Su voz adoptó aquí un tono de duda—. No sé. Quizá los hombres también sean de otros planetas. De ser así, son cuatro los pueblos que habitan ahora la superficie de Tschai. Pero esto ocurrió ya antes; muchas veces ha descendido gente extraña a la superficie del viejo Tschai. Los
zuzhma kastchai
no les dan nunca la bienvenida ni les rechazan; simplemente observan, vigilan. Amplían sus colecciones; llenan los museos de Posteridad; compilan sus archivos.

Reith empezó a ver a los Pnume bajo una nueva luz.

Al parecer consideraban la superficie de Tschai como un enorme escenario, en el cual se representaban maravillosos dramas que duraban milenios: las guerras de los Viejos Chasch con los Chasch Azules; la invasión Dirdir, seguida por la contrainvasión Wankh; las distintas campañas, batallas, escaramuzas y exterminios; la edificación de ciudades, su desmoronamiento en ruinas, el ir y venir de gente... todo aquello explicaba la aquiescencia de los Pnume a la presencia de razas alienígenas: desde el punto de vista de los Pnume, embellecían la historia de Tschai. En cuanto a la propia Zap 210, Reith le preguntó si tenía la misma opinión sobre Tschai. La muchacha respondió con uno de sus pequeños gestos apáticos; no, para ella no significaba nada; le importaba poco, de una u otra forma. Reith tuvo una repentina intuición de los procesos de su psique. La vida para Zap 210 era una experiencia en cierto modo insípida que había que tolerar. El miedo estaba reservado a lo no familiar; la alegría estaba más allá de toda conjetura. Vio su propia personalidad como debía aparecérsele a ella: brusca, brutal, artera, dura a impredecible, en la que había que temer siempre los peores excesos de conducta no decorosa... Una criatura triste, pensó Reith, inofensiva a incolora. Sin embargo, recordando la sensación de su cuerpo aferrado a su cuello, dudó. Las aguas seguían avanzando profundas. En la oscuridad, sin nada en que ocupar su mente, las imaginaciones acudieron a estimularle y a despertar su fervor, a lo que Zap 210, como si captara de alguna manera aquellos trastornos, se retiraba intranquila a las sombras, dejando a Reith hoscamente divertido ante la situación. ¿Qué debía estar pasando por su mente?

Reith inventó un nuevo juego. Intentó distraerla. Inventó grotescos incidentes, situaciones extravagantes, pero Zap 210 era la princesa de cuento de hadas que no sabía reír. Su único placer, por lo que Reith pudo detectar, eran las galletitas agridulces que servían como realce a la por otro lado insípida comida; desgraciadamente, las reservas de estas exquisiteces se agotaron rápidamente, un día o dos después de que subieran a la barcaza. Zap 210 acusó su falta.

—¡Siempre hay diko en nuestra dieta... siempre! ¡Alguien ha cometido un estúpido error!

Reith nunca la había visto tan categórica. Se volvió apática, luego nerviosa, y se negó a comer absolutamente nada. Luego se puso nerviosa a irritable, y Reith se preguntó si el diko no contendría alguna droga que creara hábito para despertar un anhelo tan pronunciado.

Durante un período de tiempo que pudo muy bien ser de tres o cuatro días ella no habló absolutamente nada, y se mantuvo tan lejos de Reith como le fue posible, como si hiciera a Reith responsable de sus privaciones, lo cual era realmente el caso, reflexionó Reith. Si él no hubiera irrumpido bruscamente en su fría y gris existencia, hubiera seguido llevando su rutina habitual, mordisqueando diko cada vez que le apeteciera. Luego, de pronto, su apatía se esfumó; se volvió casi charlatana; pareció desear consuelo y seguridad, o atención, o... ¿era posible?... afecto. Al menos así le pareció a Reith, que halló la situación tan absurda como cualquier otra de las que había conocido antes.

La barcaza seguía avanzando por la oscuridad, de luz azul a luz azul a luz azul. Cruzaron una cadena de lagos subterráneos, atravesaron silenciosas cavernas consteladas de estalactitas, luego durante largo tiempo —quizá tres días— a lo largo de un camino exactamente recto, con las luces azules espaciadas a intervalos de quince kilómetros. Este camino volvió a dar paso a un conjunto de cavernas, donde vieron de nuevo una serie de solitarios muelles: islas de débil luz amarilla. Luego la barcaza enfiló nuevamente un canal rectilíneo. El viaje se estaba acercando a su fin... la sensación estaba en el aire. La tripulación se movía de una forma algo más decidida, y los pasajeros de la parte de estribor se dirigieron a proa. Zap 210, al regresar de la cocina con comida, anunció con un doloroso murmullo:

—Ya casi hemos llegado a Basan-Gahai.

—¿Y dónde está eso?

—En la parte más alejada del Área. Hemos hecho un largo camino. —Tras unos instantes, añadió con voz suave—: Ha sido un tiempo de paz.

Reith pensó que parecía haber nostalgia en su voz.

—¿Está este lugar cerca de la superficie?

—Es un centro comercial para artículos de las islas de Stang y Hedaijha.

Reith pareció sorprendido.

—Estamos muy al norte.

—Sí. Pero los
zuzhma kastchai
pueden estar esperándonos.

Reith miró ansiosamente hacia delante, a la lejana luz azul de guía.

—¿Por qué deberían estar haciéndolo?

—No lo sé. Quizá no lo hagan.

Luces azules, una tras otra: Reith las vio pasar con creciente tensión. Se sintió cansado, y durmió; cuando despertó, Zap 210 señaló hacia delante.

—Basan-Gahai.

Reith se puso en pie. Ante ellos el resplandor era más fuerte; el agua mostraba un lejano reflejo luminoso. El túnel se ensanchaba con una espectacular majestuosidad; la barcaza seguía avanzando, firme como el destino. Las formas envueltas en capas de la proa se destacaban como negras siluetas contra el gran espacio dorado. Reith sintió alivio y una misteriosa exaltación. El viaje que había empezado en medio del frío y la desesperanza tocaba a su fin. Los lados del túnel, grandes contrafuertes de roca desbastada, empezaban a ser visibles, iluminados a un lado, en negras sombras al otro. La luz dorada parecía neblinosa. Más Allá, a través de las quietas aguas, una serie de promontorios blancos se erguían hasta grandes alturas. Zap 210 avanzó lentamente hacia proa, contemplando las luces con arrobada expresión. Reith ya casi había olvidado su apariencia. El delgado rostro, la palidez, los frágiles huesos de la mandíbula y la frente, la recta línea de la nariz y la pálida boca eran tal como las recordaba; además, vio ahora una expresión a la que no supo darle nombre: tristeza, melancolía, preocupación. Ella notó su mirada y se volvió hacia él. Reith se preguntó lo que vió.

El túnel fue ampliándose progresivamente. Ante ellos se abrió un lago, largo y serpenteante. La barcaza avanzó entre visiones de sorprendente belleza. Pequeñas islas quebraban la negra superficie; grandes columnas enguirnaladas de blanco y gris se alzaban hasta el abovedado techo, muy alto sobre sus cabezas. A un kilómetro más adelante, bajo un enorme saliente, apareció un muelle. De una abertura no visible brotaba un rayo de luz dorada, iluminando sesgadamente la caverna.

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