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Authors: Jack Vance

El ciclo de Tschai (37 page)

BOOK: El ciclo de Tschai
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—¿Aunque yo hubiera sido el primero en aparecer en escena?

—Dordolio os acusa de traición, y está violentamente furioso. Pero dejando a un lado todo esto, ¿qué pedís vos al Señor Cizante, a la luz de las circunstancias?

Reith meditó. Desgraciadamente, no podía permitirse el orgulloso lujo de rechazar aquello.

—No estoy seguro. Me gustaría obtener algún consejo desinteresado, pero no sé dónde encontrarlo.

—Probad conmigo —sugirió Helsse.

—No os veo en absoluto como parte desinteresada.

—Mucho más de lo que vos podéis llegar a imaginar.

Reith estudió aquel pálido y agraciado rostro, los negros ojos. Helsse era un hombre desconcertante, sobre todo por su impersonalidad, ni cordial ni frío. Hablaba con una ostensible sinceridad, pero no permitía que ninguna señal inconsciente revelara el estado de su yo interior.

La orquesta se había dispersado. Un hombre más bien obeso con una larga túnica marrón subió a la plataforma. Tras él se sentó una mujer de largo pelo negro llevando un laúd. El hombre inició un lamento ululante: medias palabras que Reith fue incapaz de captar.

—¿Otra melodía tradicional? —inquirió. Helsse se alzó de hombros.

—Un estilo especial de cantar. No deja de tener valor. Si todo el mundo se diera tanto trabajo como éste, habría mucho menos
awaile.

Reith escuchó.

—Juzgadme inflexibles, todos vosotros —gemía el cantante—. He cometido un terrible crimen, y ello a causa de mi desesperación.

—De hecho —dijo Reith—, parece absurdo discutir mis mejores ventajas sobre el Señor Cizante con su propio ayudante.

—Oh, pero vuestras mejores ventajas no son necesariamente las desventajas del Señor Cizante —dijo Helsse—. Con Dordolio, el caso es distinto.

—El Señor Cizante no mostró hacia mí una gran cortesía —murmuró Reith—. No me siento en absoluto ansioso de hacerle un favor. Por otra parte, tampoco tengo intención de favorecer a Dordolio, que me llama bárbaro supersiticioso.

—Es posible que el Señor Cizante se sintiera demasiado impresionado por vuestras noticias —sugirió Helsse—. En cuanto a la acusación de Dordolio, es evidentemente inexacta, y no vale la pena seguir tomándola en cuenta.

Reith sonrió.

—Dordolio me ha conocido durante un mes; ¿puedes discutir sus opiniones teniendo en cuenta el poco tiempo que me conoces tú?

Si esperaba desconcertar a Helsse, fracasó. La sonrisa del ayudante del Señor del Jade Azul fue suave.

—Normalmente acierto en mis apreciaciones.

—Supongamos que lo que yo pretendo es hacer públicas una serie de aparentemente alocadas afirmaciones: que Tschai es plano, que los dogmas del «culto» son correctos, que el hombre puede vivir bajo el agua... ¿cuál sería tu opinión?

Helsse meditó seriamente el asunto.

—Cada caso es distinto. Si vos me decís que Tschai es plano, evidentemente tendré que revisar mi anterior juicio. Si argumentáis lo relativo al credo del «culto», suspenderé la decisión y escucharé vuestras observaciones, porque se trata de un asunto de opinión y no existe ninguna prueba, al menos por lo que yo sé. Si insistís en que el hombre puede vivir bajo el agua, puede que me sienta inclinado a aceptar vuestra afirmación como una base de trabajo. Después de todo, los Pnume se sumergen, al igual que los Wankh; ¿por qué no los hombres, quizá con un equipo especial?

—Tschai no es plano —dijo Reith—. Los hombres pueden vivir bajo el agua durante cortos períodos de tiempo utilizando branquias artificiales. No sé nada del «culto» ni de sus doctrinas.

Helsse dio un sorbo a su copa de esencia. El cantante se había marchado; ahora apareció un grupo de bailarines: hombres con piernas y brazos envueltos con telas negras, desnudos desde la parte superior de las caderas hasta la caja torácica. Reith los contempló fascinado por un momento, luego apartó la vista.

—Danzas tradicionales —explicó Helsse— relativas a la Comunión Patética. Éste es el «Movimiento Precursor de los Oficiantes hacia el Expiador».

—Los «oficiantes», ¿con los torturadores?

—Son los que proporcionan los medios para una absoluta expiación. Muchos se convierten en héroes populares debido a sus apasionadas técnicas. —Se puso en pie—. Venid. Habéis dejado implícito un cierto interés hacia el «culto». Resulta que conozco la ubicación de su lugar de reunión, que no está muy lejos de aquí. Si os sentís interesado, os llevaré.

—Si la visita no es contraria a las leyes de Cath.

—No temáis por ello. Cath no posee leyes, solamente costumbres, lo cual parece convenir perfectamente a los Yao.

—Peculiar —dijo Reith—. ¿El asesinato no está prohibido?

—Ofende a las costumbres, al menos bajo ciertas circunstancias. De todos modos, los asesinos profesionales de la Cofradía y la Compañía de Servicios actúan sin ningún reproche público. En general, la gente de Cath hace lo que considera adecuado y- sufre un mayor o menor oprobio. De modo que podéis visitar el «culto» e incurrir, como máximo, en invectivas. Reith se puso en pie.

—Muy bien: condúceme.

Cruzaron el Oval, siguieron por una tortuosa callejuela hasta desembocar en una penumbrosa avenida. Las excéntricas siluetas de las casas del lado opuesto se recortaban contra el cielo, donde se alineaban a la vez Az y Braz. Helsse llamó suavemente a una puerta que exhibía una pálida fosforescencia azul. Los dos hombres aguardaron en silencio. La puerta se abrió una rendija; un rostro de larga nariz atisbo por la abertura.

—Visitantes —dijo Helsse—. ¿Podemos entrar?

—¿Sois asociados? Debo informaros que éste es el centro del distrito de la Sociedad de Anhelantes Refluxivos.

—No somos asociados. Este caballero es un extranjero que desea aprender algo del «culto»

—Es bienvenido y tú también, puesto que parece que no te preocupa el «lugar»

—Nada en absoluto.

—Lo cual te señala como el más alto entre los altos o el más bajo entre los bajos. Entrad. Tenemos poca diversión que ofrecer... convicciones, unas cuantas teorías, unos pocos hechos. —El Refluxivo apartó una cortina—. Entrad.

Helsse y Reith penetraron en una amplia habitación de techo bajo. A un lado, casi perdidos entre tanto espacio vacío, había dos hombres y dos mujeres sentados, bebiendo té en tazas de hierro.

El Refluxivo hizo un gesto medio obsequioso, medio sardónico.

—Ya estamos; contemplad por vosotros mismos el horrible «culto». ¿Habéis visto alguna vez algo menos estrepitoso?

—El «culto» —dijo Helsse, con un tono sentencioso de voz— es despreciado no por la apariencia de sus lugares de reunión, sino por sus provocativas afirmaciones.

—Afirmaciones... ¡bah! —declaró el Refluxivo con voz irritadamente quejumbrosa—. Los demás nos persiguen, pero somos los elegidos del conocimiento.

—¿Qué es exactamente lo que sabéis? —preguntó Reith.

—Sabemos que los hombres no son originarios de Tschai.

—¿Cómo podéis saber esto? —exclamó Helsse—. La historia humana se hunde en las tinieblas.

—Es una Verdad intuitiva. También estamos convencidos de que algún día los Magos Humanos devolverán su semilla al Mundo Natal. ¡Y entonces, qué alegría! El Mundo Natal es un lugar de bondad, con aire que ensancha los pulmones como el más dulce de los vinos de Iphthal. En el Mundo Natal hay montañas de oro coronadas con ópalos y bosques de ensueño. La muerte es un accidente extraño, no un destino ineludible; todos los hombres viven con la paz y la alegría como compañeras, con deliciosas viandas por todas partes para comer y dulces néctares para beber.

—Una visión deliciosa —dijo Helsse—, ¿pero no crees que es un tanto hipotética? ¿O más exactamente un dogma institucional?

—Es posible —declaró el testarudo Refluxivo—. De todos modos, un dogma no tiene por que ser necesariamente falso. Existen verdades reveladas, y he aquí una: ¡la revelada imagen del Mundo Natal! —Señaló hacia un globo planetario de un metro de diámetro que colgaba al nivel de los ojos.

Reith se acercó al globo y lo inspeccionó, inclinando la cabeza hacia uno y otro lado, intentando identificar las líneas de las costas, descubriendo aquí una sorprendente similitud, allá una absoluta disparidad. Helsse se detuvo a su lado.

——¿Qué os evoca esto? —Su voz era fría y tranquila.

—Nada en particular.

Helsse emitió un suave gruñido de alivio mezclado quizá con una cierta decepción, o al menos eso creyó Reith.

Una de las mujeres alzó su obeso cuerpo del banco donde estaba sentada y avanzó hacia ellos.

—¿Por qué no os unís a la Sociedad? —insinuó—. Necesitamos nuevos rostros, nueva sangre, para aumentar la nueva e incontenible marea. ¿No nos ayudaréis a establecer contacto con el Mundo Natal?

Reith se echó a reír.

—¿Hay algún método práctico?

—¡Por supuesto! ¡La telepatía! De hecho, no disponemos de otro recurso.

—¿Por qué no una nave espacial?

La mujer pareció desconcertada y miró a Reith con ojos fruncidos, como intentando adivinar si hablaba en serio.

—¿Cómo podríamos conseguir alguna?

—¿No hay ninguna en venta? ¿Ni siquiera una pequeña?

—Nunca he oído de un caso así.

—Ni yo —fue el frío comentario de Helsse.

—Y además, ¿qué haríamos con ella? —preguntó la mujer casi brutalmente—. El Mundo Natal se halla situado en la constelación de Clan, pero el espacio es enorme; derivaríamos eternamente.

—Los problemas son grandes —admitió Reith—. De todos modos, suponiendo que vuestras premisas sean correctas...

—¿Suponer? ¿Premisas? —inquirió la mujer gruesa con voz impresionada—. Más bien revelación.

—Es posible. Pero el misticismo no es un enfoque práctico al viaje espacial. Supongamos que, por uno u otro medio, os halláis al mando de una nave espacial: entonces os resultará muy fácil verificar las bases de vuestras creencias. Todo lo que tenéis que hacer es dirigiros hacia la constelación de Clari, deteniéndoos a intervalos adecuados para monitorizar la zona en busca de señales de radio. Más pronto o más tarde, si el Mundo Natal existe, un instrumento adecuado detectará las señales.

—Interesante —dijo Helsse—. ¿Suponéis que ese mundo, si existe, se hallará tan adelantado como para propagar ese tipo de señales?

Reith se alzó de hombros.

—Puesto que suponemos la existencia del mundo, ¿por qué no debemos suponer la existencia de señales?

Helsse no tenía nada que decir al respecto. El Refluxivo declaró:

—Ingenioso pero superficial. ¿Cómo, por ejemplo, conseguiríamos una nave espacial?

—Con fondos suficientes y la habilidad técnica necesaria, podéis construir una nave pequeña.

—Para empezar —dijo el Refluxivo—, no disponemos de esos fondos.

—Esa es la menor de las dificultades, o al menos eso me atrevo a creer —murmuró Helsse.

—La segunda posibilidad es comprar una nave pequeña a uno de los pueblos que ya practican la navegación espacial: los Dirdir, los Wankh, incluso quizá los Chasch Azules.

—De nuevo una cuestión de sequins —dijo el Refluxivo—. ¿Cuánto puede valer una nave espacial? Reith miró a Helsse, que frunció los labios.

—Medio millón de sequins, si hubiera alguien dispuesto a vender una, lo cual dudo.

—La tercera posibilidad es la más directa —dijo Reith—. Una confiscación, pura y simple.

—¿Confiscación? ¿A quién? Aunque seamos miembros del «culto», todavía no somos unos lunáticos. La mujer gruesa lanzó un resoplido desaprobador.

—Este hombre es un loco romántico.

—Te aceptaríamos de buen grado como asociado, pero tienes que descubrir una metodología ortodoxa —dijo suavemente el Refluxivo—. Ofrecemos clases de control del pensamiento y telepatía proyectiva dos veces por semana, el ilsdía y el azdía. Si quieres asistir...

—Me temo que eso sea imposible —dijo Reith—. Pero vuestro programa es interesante, y espero que os dé resultados fructíferos.

Helsse hizo un gesto cortés; los dos se fueron.

Caminaron en silencio a lo largo de la tranquila avenida. De pronto Helsse preguntó:

—¿Cuál es vuestra opinión ahora?

—La situación habla por sí misma —dijo Reith.

—¿Estáis convencido de que su doctrina no es plausible?

—Yo no iría tan lejos. Seguro que los científicos han encontrado lazos biológicos entre los Pnume, los Phung, las jaurías de la noche y otras criaturas indígenas. Los Chasch Azules, los Chasch Verdes y los Viejos Chasch también se hallan relacionados del mismo modo entre sí. Pero los Pnume, los Wankh, los Chasch, los Dirdir y los Hombres son biológicamente distintos. ¿Qué te sugiere a ti todo esto?

—Admito que las circunstancias son desconcertantes. ¿Tenéis vos alguna explicación?

—Creo que se necesitan más hechos. Quizá los Refluxivos se conviertan en adeptos telépatas y nos sorprendan a todos.

Helsse siguió caminando en silencio. Doblaron una esquina. Reith hizo detenerse a su compañero.

—¡Quieto! —Aguardó.

Sonó un rumor de pasos apresurados; una forma oscura dobló la esquina. Reith agarró a la figura, le hizo dar la vuelta, aplicó un brazo en torno a su cuello formando tenaza. Helsse hizo un par de tentativos movimientos; sin confiar en nadie, Reith lo mantuvo en su campo de visión.

—Enciende una luz —dijo Reith—. Veamos a quién tenemos. O qué.

Helsse extrajo de su bolsillo un globo luminoso y lo mantuvo en alto. El cautivo se retorció, pateó, tiró. Reith apretó su presa y sintió el restallar de un hueso, pero la figura, agitándose, le hizo perder el equilibrio. Del invisible rostro brotó un silbido de triunfo; consiguió liberarse. Luego hubo un destello metálico, un jadeo de dolor.

Helsse volvió a alzar su globo de luz y sacó su daga de la espalda de la retorciente forma, mientras Reith se acercaba a su lado, la boca fruncida en un gesto de desaprobación.

—Eres rápido con la hoja. Helsse se alzó de hombros.

—Él lleva agujas. —Dio la vuelta al cuerpo con el pie; sonó un pequeño tintineo cuando una aguja de cristal cayó contra el suelo de piedra.

Los dos hombres contemplaron curiosos el blanco rostro, medio oculto bajo el ala de un extravagantemente ancho sombrero negro.

—Se pone un sombrero como un Pnumekin —dijo Helsse—, y es tan pálido como un fantasma.

—O un Hombre-Wankh —dijo Reith.

—Pero creo que es distinto a ambos; en qué, no podría decirlo. Quizá sea un híbrido, una mezcla, lo cual se dice que es la mejor cualidad para el trabajo de espionaje.

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