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Authors: Jack Vance

El ciclo de Tschai (79 page)

BOOK: El ciclo de Tschai
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Reith apenas pudo hablar por la emoción.

—¡Luz solar! —logró exclamar finalmente, con voz ronca.

La barcaza avanzó hacia el muelle. Reith escrutó las paredes de la caverna, intentando descubrir un camino hacia la abertura. Zap 210 dijo suavemente:

—Vas a llamar la atención.

Reith retrocedió de nuevo hasta situarse junto a las balas, y estudió de nuevo el lado de la caverna. Señaló.

—Hay un sendero que conduce hasta la abertura.

—Por supuesto.

Reith siguió con la mirada el camino a lo largo de la pared. Parecía terminar en el muelle, ahora a menos de medio kilómetro de distancia. Observó varias formas envueltas en negras capas: Pnume o Pnumekin, no podía estar seguro. Aguardaban de pie en lo que consideró siniestras actitudes; empezó a sentirse muy intranquilo.

Se dirigió a popa de la barcaza y miró a derecha e izquierda. Se volvió hacia Zap 210.

—Dentro de un par de minutos pasaremos cerca de esa islita. Quizá será mejor que abandonemos aquí la barcaza. No tengo intención de desembarcar en ese muelle.

Zap 210 se alzó de hombros, fatalista. Fueron a la parte de estribor de la barcaza. La isla, un retorcido muñón de piedra caliza, apareció junto a ellos. Reith dijo:

—Déjate deslizar hasta el agua. No patees ni te muevas: yo te mantendré a flote.

Ella le lanzó una inexpresable mirada a hizo lo que le ordenaba. Sujetando el portafolios de cuero azul en alto con una mano, Reith se deslizó al agua al lado de ella. La barcaza se alejó, hacia quien fuera o lo que fuera que esperaba en el muelle.

—Apoya tus manos en mis hombros —dijo Reith—. Mantén el rostro a ras de la superficie del agua.

El suelo no tardó en elevarse bajo sus pies; treparon a la isla. La barcaza había alcanzado ya casi el muelle. Las negras formas se adelantaron. Reith las identificó por su forma de andar como Pnume.

Vadearon desde la isla hasta la orilla, manteniéndose en las zonas de sombra, donde eran invisibles para aquellos que estaban en el muelle, o al menos eso confiaba Reith. A unos treinta metros más arriba se hallaba el sendero que conducía a la abertura. Reith hizo un cauteloso reconocimiento, y empezaron a trepar, arrastrándose sobre detritus, aferrándose a salientes de ágata, apoyándose en rebordes y estribos. Un melancólico ulular resonó sobre las aguas. Zap 210 se puso rígida.

—¿Qué significa eso? —preguntó Reith con voz ronca.

—Debe ser un aviso, o una llamada... no se parece a nada que haya oído nunca en Pagaz.

Siguieron trepando, con las empapadas capas colgando pesadas de sus cuerpos, y finalmente se izaron al sendero. Reith miró a ambos lados; no se veía ninguna criatura viviente. La abertura al mundo exterior estaba solamente a cincuenta metros de distancia. De nuevo sonó el ulular, arrastrando consigo un lamento de urgencia.

Jadeando, tropezando, echaron a correr por el sendero. La abertura se ofrecía ante ellos; vieron el cielo gris dorado de Tschai, donde flotaba un grupo de negras y tumultuosas nubes. Reith lanzó una última mirada sendero abajo. Con la luz del exterior reflejándose en su rostro, con las lágrimas enturbiando su visión, solamente pudo distinguir sombras e imprecisas masas rocosas. El mundo subterráneo era de nuevo un reino remoto y desconocido. Tomó la mano de Zap 210, tiró de ella hacia el exterior. Avanzó lentamente y miró a la superficie del planeta. Estaban a la mitad de la ladera de una rocosa colina que dominaba un amplio valle. En la distancia se veía una tranquila extensión gris: el mar.

Reith lanzó por encima del hombro una última mirada a la abertura, y echó a andar colina abajo. Zap 210, con una dubitativa ojeada al sol, le siguió. Reith se detuvo. Se sacó el odiado sombrero y lo lanzó como si fuera un bumerang por encima de las rocas. Luego tomó el sombrero de Zap 210 a hizo lo mismo, pese a su sorprendida protesta.

5

Para Reith, el descenso hasta el amplio valle bajo la luz marrón dorada de la tarde fue eufórico. Sentía la cabeza ligera; su torpor había desaparecido; se sentía fuerte y ágil y lleno de esperanza; incluso sentía un nuevo y tolerante afecto hacia Zap 210. Una extraña criatura, pensó, observándola subrepticiamente, pálida como un fantasma. Se sentía claramente incómoda en aquella repentina amplitud de espacio. Su mirada recorría desde el cielo, resbalando por las laderas de las colinas de ambos lados, hasta el horizonte de lo que Reith había decidido que tenía que ser el Primer Mar.

Alcanzaron el fondo del valle. Un lento riachuelo serpenteaba entre orillas de cañas rojo oscuro. Cerca de él crecía hierba del peregrino, cuyas vainas constituían el alimento básico indispensable en Tschai. Zap 210 contempló las vainas gris verdosas con un cierto escepticismo, incapaz de reconocer las secas obleas que eran importadas a los Abrigos. Comió con un fatalista desinterés.

Reith la vio mirar hacia atrás, hacia el camino por el que habían venido, con lo que le pareció una cierta añoranza.

—¿Echas a faltar los Abrigos? —preguntó.

Zap 210 se pensó su respuesta.

—Tengo miedo —dijo finalmente—. Podemos ver en todas direcciones. Quizá los
zuzhma kastchai
nos estén observando desde el acceso. Pueden enviar tras nuestro rastro a las jaurías nocturnas.

Reith alzó la vista hacia la abertura: una sombra, casi invisible desde el lugar donde estaban sentados. No pudo detectar ningún indicio de escrutinio; parecían estar completamente solos en el abierto valle. Pero no podía estar seguro. Podía haber ojos espiándoles desde la abertura, invisibles tras las capas negras. Miró de nuevo a Zap 210. Era casi seguro que se negaría a despojarse de sus ropas... Reith se puso en pie.

—Se está haciendo tarde; quizá podamos encontrar un poblado junto a la orilla.

A tres kilómetros río abajo éste se ensanchaba, convirtiéndose en un pantano. En la orilla opuesta crecía un denso bosque de enormes dyans, con los troncos del linde ligeramente inclinados hacia fuera. Reith había visto un bosque parecido antes; era, sospechaba, un bosquecillo sagrado de los Khor, un pueblo truculento que vivía en la orilla sur del Primer Mar.

La presencia del bosquecillo sagrado, si realmente lo era, hizo detenerse a Reith. Un encuentro con los Khor daría inmediatamente razones a Zap 210 para confirmar sus temores relativos al
ghaun
y las desagradables costumbres de sus moradores.

Por el momento no había Khor a la vista. Siguieron la orilla del pantano y llegaron a un montículo que dominaba un centenar de metros de lodosa llanura, con el tranquilo Primer Mar más Allá. Muy lejos a derecha a izquierda se divisaban desmoronantes promontorios grises, casi perdidos en la calina del atardecer. En algún lugar al sudoeste, quizá no demasiado lejos, debían estar los Carabas, donde los hombres buscaban sequins y los Dirdir cazaban.

Reith miró a uno y otro lado de la costa, intentando orientarse por puro instinto. Zap 210 miraba hoscamente al mar, preguntándose lo que le depararía el futuro. A un kilómetro o así siguiendo la línea de la costa, hacia el sudeste, Reith divisó la irregular protuberancia de un malecón que se extendía como un dedo por entre la lodosa llanura y penetraba en el mar; a su extremo había amarrados media docena de botes. Un promontorio aislado del terreno ocultaba el poblado que debía haber al otro lado, junto al malecón.

Los Khor, aunque no automáticamente hostiles, vivían en medio de una complicada etiqueta, cuyas transgresiones no eran toleradas. La ignorancia de un extraño no recibía ninguna simpatía; las reglas eran explícitas. En consecuencia, una visita a los Khor podía revelarse incierta.

—No me atrevo a arriesgarme a acudir a los Khor —dijo Reith. Se volvió para mirar a lo largo de las desoladas colinas—. Sivishe se halla a mucha distancia al sur. Tendremos que encaminarnos al cabo Braise. Si conseguimos llegar Allí podremos tomar pasaje en algún barco con destino a la costa oeste, aunque por ahora no sé qué vamos a poder utilizar como moneda.

Zap 210 lo miró con sorpresa, la boca muy abierta.

—¿Quieres que yo vaya contigo?

De modo que ésta era la explicación de sus melancólicas inspecciones del entorno, pensó Reith.

—¿Acaso tienes otros planes? —preguntó.

Ella frunció hoscamente los labios.

—Pensé que desearías proseguir tu camino solo.

—¿Y abandonarte a tus propios medios? No ibas a desenvolverte muy bien.

Ella le miró con una sardónica especulación, preguntándose por la razón de sus preocupaciones.

—Hay una gran cantidad de «conducta no decorosa» aquí en la superficie —dijo Reith—. No creo que te guste.

—Oh.

—Tendremos que ser prudentes. Esas capas... será mejor que nos las quitemos.

Zap 210 lo miró asombrada.

—¿Y seguir sin ropas?

—No, sólo sin las capas. Atraen la atención y la hostilidad. No queremos ser tomados por Gzhindra.

—¡Pero eso es lo que somos!

—En Sivishe puedes decidir lo que quieras al respecto. Si llegamos hasta allí, por supuesto. No va a ayudarnos en nada el pretender ser Gzhindra. —Se quitó la capa. Con el rostro furiosamente vuelto a un lado, ella hizo lo mismo, y se quedó allí de pie, enfundada en sus ropas grises.

Reith enrolló las capas formando un hatillo.

—Puede que haga frío por las noches; las llevaremos con nosotros.

Tomó el portafolios azul, que ahora representaba un exceso de equipaje. Dudó unos instantes, y finalmente lo deslizó entre la tela y el forro de su chaqueta.

Echaron a andar hacia el noroeste a lo largo de la orilla. Tras ellos, el bosquecillo Khor se convirtió en una mancha oscura; el lejano promontorio fue haciéndose mayor y más oscuro. Carina 4269 fue descendiendo en el cielo, y su luz adquirió una intensidad propia de última hora de la tarde. Hacia el norte, sin embargo, un banco de nubes negro-púrpuras amenazaba con la inminencia de una de las repentinas tormentas de Tschai. Las nubes avanzaban inexorablemente hacia el sur, ahogando y medio ocultando los espasmos de las descargas eléctricas. El cielo bajo ellas resplandecía con el lustre negro del grafito. Allá delante, cerca del promontorio rocoso, apareció otro bosquecillo de dyans. ¿De nuevo un bosquecillo sagrado? Reith miró a su alrededor, pero no vio ningún poblado Khor.

El bosquecillo se alzaba ominoso ante ellos, con los árboles de su linde tendiendo hacia fuera y sus frondas colgando como una gran sombrilla. Evidentemente el promontorio ocultaba un poblado, pero por el momento ellos eran las únicas criaturas animadas bajo el cielo medio negro, medio marrón dorado.

Reith no compartió ninguno de sus temores con Zap 210, bastante ocupada con los suyos propios. La exposición a la luz solar había enrojecido su cutis. Enfundada en sus ligeras y casi translúcidas ropas grises, con el negro pelo empezando a rizarse en su frente y junto a sus orejas, parecía una persona distinta a la pálida criatura asustada que Reith había encontrado en el refectorio de Pagaz... ¿Era un engaño de su imaginación, o el cuerpo de la muchacha parecía haberse desarrollado en algunos lugares muy determinados? Ella observó su examen y le devolvió una mirada entre avergonzada y desafiante.

—¿Por qué me miras así?

—Por ninguna razón en particular. Excepto que pareces distinta ahora a como te conocí la primera vez. Distinta y mejor.

—No sé lo que quieres dar a entender —restalló ella—. Estás diciendo tonterías.

—Supongo que sí... Uno de estos días, no ahora precisamente, te explicaré cómo es la vida en la superficie. Las costumbres son más complicadas... más intimas, incluso menos «decorosas»... que en los Abrigos.

—Hummm —zumbó Zap 210—. ¿Por qué nos dirigimos al bosque? ¿No es otro lugar secreto?

—No lo sé. —Reith señaló hacia las nubes—. ¿Ves eso que cuelga ahí debajo? Es lluvia. Bajo los árboles tal vez podamos mantenernos secos. Además, pronto será de noche, y aparecerán las jaurías nocturnas. No tenemos armas. Si trepamos a un árbol, estaremos seguros.

Zap 210 no hizo más comentarios; se acercaron al bosquecillo.

Los dyans se alzaban altos sobre sus cabezas. Se detuvieron en la primera hilera para escuchar, pero no oyeron más que el respirar del viento procedente de la cercana tormenta.

Entraron paso a paso en el bosque. La luz del sol que brillaba por entre las nubes proyectaba un centenar de lanzas de luminosidad oro oscuro; Reith y Zap 210 caminaron entre zonas de luz y sombra. Las ramas más cercanas estaban a una treintena de metros sobre ellos; era imposible trepar a los árboles; el bosque ofrecía una precaria seguridad contra las jaurías nocturnas, no mucho mayor que el terreno abierto... Zap 210 se detuvo en seco y pareció escuchar. Reith no pudo oír nada.

—¿Has escuchado algo?

—Nada. —Pero la muchacha siguió atenta, mirando en todas direcciones. Reith empezó a ponerse nervioso, preguntándose qué era lo que sentía Zap 210 que él no podía percibir.

Siguieron avanzando, cautelosos como gatos, manteniéndose ahora en las sombras. Ante ellos se abrió un claro libre de árboles, protegido por un techo continuo de follaje. Contemplaron una zona circular que contenía cuatro chozas, una plataforma baja central. La corteza de los árboles que las rodeaban había sido tallada con formas de hombres y mujeres, una pareja en cada árbol. Los hombres eran representados con largas y recias mandíbulas, frentes estrechas, mejillas y ojos abultados; las mujeres exhibían largas narices y labios hendidos en amplias sonrisas. Ninguno de ellos se parecía a los típicos hombres y mujeres Khor, que, según recordaba Reith, eran casi exactos entre sí en estatura, fisonomía y atuendos. Las actitudes, convencionales y rígidas, expresaban el acto de la copulación. Reith miró de reojo a Zap 210, que parecía completamente desconcertada. Decidió que la muchacha había interpretado las explícitas actitudes como representaciones de algún extraño deporte, o simple «conducta no decorosa».

Las nubes ahogaron el sol. El claro se sumió en la penumbra; unas gotas de lluvia alcanzaron sus rostros. Reith estudió las chozas. Estaban construidas según el estilo habitual de los Khor, ladrillos marrón mate con negros techos cónicos de hierro. Había cuatro, formando, un cuadrado en medio del claro. Parecían estar vacías.. Reith se preguntó qué contendrían.

—Espera aquí —susurró a Zap 210, y corrió agazapado hacia la choza más próxima. Escuchó: ningún sonido. Probó la puerta, que cedió fácilmente. El interior exhaló un olor intenso, casi un hedor, de piel mal curtida, resina, musgo. En un perchero había varias docenas de máscaras de madera tallada, idénticas a los rostros masculinos esculpidos en los árboles. Dos bancos ocupaban el centro de la estancia; no se veían ni armas, ni ropas, ni artículos de valor. Reith regresó junto a Zap 210 para encontrarla examinando atentamente los tallados troncos, las cejas alzadas en evidente desagrado.

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