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Authors: Jack Vance

El ciclo de Tschai (82 page)

BOOK: El ciclo de Tschai
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—Tu mujer: ¿acaso se encuentra enferma? Si necesitas hierbas, baños de sudor a homeopatía, están disponibles a un precio razonable.

—Todo en Zsafathran es negocio —dijo Reith—. Antes de que nos vayamos es probable que debamos más sequins de los que nunca podamos ganar. En este caso, ¿cuál será vuestra actitud?

—De triste resignación, nada más. Nos tenemos por una raza maldita por el destino, condenada a una sucesión de decepciones. Pero confío en que no sea éste vuestro caso.

—No a menos que disfrutemos de vuestra hospitalidad más tiempo del que habíamos previsto.

—Sin duda controlaréis cuidadosamente vuestros recursos. Pero de nuevo, ¿qué hay del estado de la mujer? —Sometió a Zap 210 a un escrutinio crítico—. He tenido alguna experiencia en esos asuntos; detecto en ella apatía, un cierto desinterés hacia las cosas que la rodean. Por lo demás, me siento desconcertado.

—Es una persona insondable —admitió Reith.

—La descripción, si me permites decirlo, puede aplicarse a los dos —dijo Cauch. Volvió su mirada de búho hacia Reith—. Bien, la morbidez de la mujer es asunto tuyo, por supuesto... Os ha sido servida una pequeña colación en el pabellón, a la que podéis acudir ahora mismo.

—A un pequeño precio, supongo.

—¿Cómo podría ser de otro modo? En este mundo riguroso solamente el aire que respiramos es gratuito. ¿Sois del tipo que prefiere tener hambre a desprenderse de unas cuantas monedas? Creo que no. Venid. —Y Cauch los condujo hasta el pabellón, acomodándoles en sillas de junco ante una mesa de mimbre, tras lo cual dio instrucciones a las muchachas encargadas de servir la comida.

Té frío, tortas de especias, tallos de una planta carnosa de color rojo que crujían al morderlos, fueron dispuestos ante ellos como primer plato. La comida era sabrosa, las sillas confortables; tras las vicisitudes de las últimas semanas la situación parecía irreal, y Reith fue incapaz de sustraerse a la costumbre de lanzar desconfiadas miradas a derecha a izquierda. Se relajó gradualmente. El pabellón parecía un idilio de paz. Las etéreas frondas púrpuras de los ouinga colgaban casi a ras de suelo, exhalando un perfume aromático. Carina 4269 reflejaba destellos de luz dorado oscuros en el agua. De algún lugar más allá de la casa comunal llegaba una música líquida de gongs. Zap 210 miró al otro lado de la laguna como sumida en una ensoñación, mordisqueando la comida como si le faltara sabor. Al darse cuenta de la atención de Reith, se envaró en su silla.

—¿Te sirvo un poco más de té? —preguntó Reith.

—Sí, por favor.

Reith tomó la jarra de cristal.

—No pareces tener demasiada hambre — 0bservó.

—Supongo que no. Me pregunto si tendrán algo de diko.

—Estoy seguro de que no tienen diko —dijo Reith.

Zap 210 hizo chasquear irritadamente los dedos.

—¿Te gusta este lugar? —preguntó Reith.

—Es mejor que la enormidad del mar.

Por un tiempo Reith sorbió en silencio su té. La mesa fue limpiada, y fueron depositados nuevos platos ante ellos: croquetas en jalea dulce; bastoncitos de tuétano asado; taquitos de pescado. Como antes, Zap 210 no mostró un gran apetito. Reith dijo educadamente:

—Ahora has visto ya algo de la superficie. ¿Es distinto de lo que esperabas?

Zap 210 reflexionó.

—Nunca pensé ver tantas mujeres-madres —murmuró, como si hablara consigo misma.

—¿«Mujeres-madres»? ¿Quieres decir mujeres con niños?

Ella enrojeció.

—Quiero decir mujeres con pechos y caderas prominentes. ¡Hay tantas! Algunas de ellas parecen muy jóvenes: en realidad muchachas.

—Es normal —dijo Reith—. Cuando las chicas llegan a la pubertad, se les desarrollan los pechos y las caderas.

—No soy ninguna niña —declaró Zap 210 con una voz desacostumbradamente altanera—. Y yo... —su voz murió.

Reith se sirvió otro vaso de té y se reclinó en su silla.

—Creo que es el momento de que te explique algunas cosas —dijo—. Supongo que hubiera debido hacerlo antes. Todas las mujeres son «mujeres-madres».

Zap 210 le miró con incredulidad.

—¡No es así, en absoluto!

—Sí, es así —dijo Reith—. Los Pnume os dan drogas para manteneros inmaduras: el diko, imagino. Ahora no estás drogada y estás volviendo a la normalidad... más o menos. ¿No has notado ningún cambio en ti misma?

Zap 210 se hundió en su silla, abrumada por el hecho de que él se hubiera dado cuenta de su embarazoso secreto.

—No se habla de tales cosas —murmuró con un hilo de voz.

—Siempre que sepas lo que está ocurriendo.

Zap 210 permaneció sentada mirando al agua. Preguntó, con voz desconfiada:

—¿Has notado cambios en mí?

—Bueno, sí. En primer lugar, ya no pareces el fantasma de un niño enfermo.

—No deseo ser un animal gordo, revolcándose en la oscuridad —susurró Zap 210—. ¿Debo ser una madre?

—Todas las madres son mujeres —explicó Reith—, pero no todas las mujeres son madres. No todas las madres se convierten en animales gordos.

—¡Extraño, extraño! ¿Por qué hay mujeres madres y mujeres no madres? ¿Es causa de un mal destino?

—Los hombres están implicados en el proceso —dijo Reith—. Mira allá, en la terraza de aquella casita: dos niños, una mujer, un hombre. La mujer es una madre. Es joven y parece saludable. El hombre es el padre. Sin padres, no hay niños.

Antes de que Reith pudiera proseguir con su explicación, el viejo Cauch regresó a la mesa y se sentó a su lado.

—¿Todo a vuestra satisfacción?

—Estupendo —dijo .Reith—. Lamentaremos el momento de abandonar vuestra ciudad.

Cauch asintió con complacencia.

—En algunos pobres aspectos somos gente afortunada, no tan rigurosa como los Khor, ni tan obsesivamente flexible como los Thang del oeste. ¿Y vosotros? Admito mi curiosidad respecto a vuestra procedencia y vuestro destino, porque os considero como gente poco habitual.

Reith rumió unos instantes, luego dijo:

No me importa satisfacer la curiosidad, si estás dispuesto a pagar mi muy razonable precio por ella. De hecho, puedo ofrecerte varios grados de ilustración. Por un centenar de sequins te garantizo sorpresa y maravilla.

Cauch se echó hacia atrás, alzando las manos en señal de protesta.

—¡No me digas nada sobre lo que hayas depositado algún valor material! Pero si por alguna casualidad deseas sostener alguna pequeña charla con alguien, sin ningún cargo, por supuesto, ya sabes que encontrarás en mi a un atento oyente.

Reith se echó a reír.

—La trivialidad es un lujo que no puedo permitirme. Mañana partiremos de Zsafathra. Nuestros pocos sequins tienen que llevarnos hasta Sivishe... aunque ignoro la forma.

—Sobre este aspecto no puedo aconsejarte —dijo Cauch—, ni siquiera a cambio de un precio. Mi experiencia se extiende solamente hasta Urmank. Allí tendrás que comportarte cautelosamente. Los Thang tomarán todos tus sequins sin siquiera pestañear. ¡Inútil mostrarse furioso o herido! Éste es el temperamento Thang. Prefieren engañar antes que trabajar; los zsafathranos se mantienen muy en guardia cuando visitan Urmank, como podrás ver si te decides a ir al bazar de Urmank en nuestra compañía.

—Hummm —Reith se frotó la barbilla—. ¿Qué ocurrirá con nuestro bote, en ese caso?

Cauch se alzó de hombros, un poco demasiado casualmente, o así se lo pareció a Reith.

—¿Qué es un bote? Un cascarón flotante de madera.

—Habíamos planeado vender este valioso bote en Urmank —dijo Reith—. De todos modos, para ahorrarme el esfuerzo de más navegación, estaría dispuesto a dejarlo aquí por algo menos de su valor real.

Cauch, con una suave risa, agitó la cabeza.

—No tengo ninguna necesidad de una embarcación tan tosca y en tan malas condiciones. El aparejo está gastado, las velas no son en absoluto las mejores que pueden encontrarse; los repuestos de velas, cuerdas y herramientas que hay en el cofre de proa son más bien pobres y están muy usados.

Tras hora y media de ofertas y contraofertas, Reith vendió el bote por cuarenta y dos sequins, además de todo el gasto de su estancia en Zsafathra y el transporte hasta Urmank por la mañana del día siguiente. Mientras negociaban, consumieron apreciables cantidades de té a la pimienta, algo embriagador. El humor de Reith se hizo más alegre y locuaz. El presente no parecía excesivamente malo. ¿El futuro? Habría que ver cómo se presentaba y enfrentarlo en sus propios términos. La luz de última hora de la tarde se filtraba entre los enormes ouingas, inundando el aire con un polvoriento color violeta, y la laguna espejeaba el cielo.

Cauch se marchó a sus asuntos; Reith se reclinó en su silla. Estudió a Zap 210, que también se había embriagado un tanto con una considerable cantidad de té a la pimienta. Alguna alteración de su humor hizo que no la viera como una Pnumekin, sino como una mujer joven sentada tranquilamente en la penumbra. Su atención estaba fija en algo al otro lado del pabellón; lo que veía la había sorprendido, y se volvió hacia Reith, maravillada. Reith observó lo grandes y oscuros que eran sus ojos. Habló con un susurro impresionado:

—¿Has visto... eso?

—¿Qué?

—Un hombre y una mujer jóvenes... Permanecían de pie juntos, ¡y acercaban mucho sus rostros!

—¡No me digas!

—¡Sí!

—No puedo creerlo. ¿Qué es lo que hacían exactamente?

—Bueno... no puedo describirlo.

—¿Era algo así? —Reith apoyó sus manos en los hombros de ella, miró a lo más profundo de sus sobresaltados ojos.

—No... no exactamente. Estaban más juntos.

—¿Así? —Reith la rodeó con sus brazos. Recordó la fría agua del lago de Pagaz, la desesperada vitalidad animal del cuerpo de la muchacha mientras se aferraba a él—. ¿Era algo parecido a esto?

Ella se echó hacia atrás.

—Sí... Déjame ir; alguien puede pensar que no estamos comportándonos decorosamente.

—¿Estaban haciendo esto? —Reith la besó. Ella lo miró entre la sorpresa y la alarma, y se llevó una mano a la boca.

—No... ¿Por qué has hecho eso?

—¿Te importa?

—Bueno, no. Creo que no. Pero por favor no lo hagas de nuevo; me hace sentir muy extraña.

—Eso son los efectos de la desaparición del diko —indicó Reith. Se echó hacia atrás en su silla, notando que la cabeza le daba vueltas. Ella le miró insegura.

—No puedo comprender por qué has hecho esto.

Reith inspiró profundamente.

—Es natural que los hombres y las mujeres se sientan atraídos mutuamente. Es llamado instinto reproductor, y a veces da como resultado niños.

Zap 210 pareció alarmada.

—¿Voy a convertirme en una mujer-madre a causa de esto?

Reith se echó a reír.

—No. Primero tendríamos que llegar a... algo más íntimo.

—¿Estás seguro?

Reith tuvo la impresión de que ella se inclinaba hacia él.

—Estoy seguro —dijo. La besó de nuevo, y esta vez,

tras un primer movimiento nervioso, ella no ofreció resistencia... luego jadeó.

—No te muevas. No repararán en nosotros si permanecemos sentados así; se sentirán avergonzados de mirar.

Reith se inmovilizó, helado, con su rostro muy cerca del de ella.

—¿Quiénes no repararán en nosotros? —murmuró.

—Mira... ahora.

Reith miró por encima del hombro. AL otro lado del pabellón había dos figuras oscuras con capas negras y sombreros negros de ancha ala.

—Gzhindra —susurró la muchacha.

Cauch entró en el pabellón y acudió a hablar con los Gzhindra. Tras unos momentos los condujo fuera.

El crepúsculo se convirtió en noche. Las muchachas encargadas del servicio estaban colgando por todo el pabellón lámparas que arrojaban una luz amarilla y verde, y poco después trajeron bandejas y recipientes que depositaron en la mesa del buffet. Reith y Zap 210 permanecieron sentados en las sombras, con aire melancólico.

Cauch regresó al pabellón y se acercó a ellos.

—Mañana al amanecer partiremos hacia Urmank; llegaremos allá al mediodía. ¿Conocéis la reputación de los Thang?

—En cierta medida.

—Es una reputación merecida —dijo Cauch—. Prefieren engañar a ser fieles; su dinero preferido es el dinero robado. Así que estad en guardia.

—¿Quiénes eran los dos hombres de negro con quienes hablabas hace media hora? —preguntó Reith casualmente.

Cauch asintió con la cabeza, como si hubiera estado esperando la pregunta.

—Eran Gzhindra, a Hombres de las Profundidades, como los llamamos, que a veces actúan como agentes de los Pnume. Esta noche el asunto que les traía era distinto. Habían recibido de los Khor el encargo de localizar a un hombre y a una mujer que profanaron uno de sus lugares sagrados y robaron un bote cerca de la ciudad de Fauzh.

La descripción, por una peculiar coincidencia, encajaba con la vuestra, aunque algunas discrepancias me permitieron afirmar con seguridad que tales personas no habían sido vistas en Zsafathra. De todos modos, puede que hablen del asunto con otras personas que no os conozcan tan bien como yo. Para evitar cualquier posible confusión de identidad, os sugiero que alteréis vuestra apariencia tan espectacularmente como os sea posible.

—Eso es más fácil de decir que de hacer —murmuró Reith.

—En absoluto. —Cauch se metió los dedos en la boca y lanzó un penetrante silbido. Sin sorpresa ni apresuramiento, una de las muchachas del servicio se acercó: una joven agradable, ancha de caderas, hombros, pómulos y boca, con un indescriptible pelo castaño peinado en una alocada serie de coquetas coronas.

—¿Deseáis alguna cosa?

—Trae un par de turbantes —dijo Cauch—. Naranja y blanco, con ajorcas negras.

La muchacha trajo lo pedido. Dirigiéndose a Zap 210, enrolló la tela naranja y blanca en torno al negro casquete de su pelo, lo ató de tal modo que los colgantes extremos quedaran detrás de su oreja izquierda, luego fijó las ajorcas negras de modo que colgaran un poco por delante de la oreja derecha. Reith se maravilló de la transformación. Zap 210 parecía ahora atrevida y maliciosa, una jovencita disfrazada de pirata.

Reith fue el siguiente en ser dotado de turbante; Zap 210 pareció encontrar divertida la transformación; abrió la boca y se echó a reír: la primera vez que Reith tenia ocasión de oírla hacerlo.

Cauch los contempló apreciativamente.

—Una notable diferencia. Os habéis convertido en un par de Hedaijhan. Mañana os proporcionaré chales. Ni vuestras madres os reconocerán.

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