Read El ciclo de Tschai Online
Authors: Jack Vance
Luego se produjo un susurrar de casi inaudibles voces. Reith tendió el oído. Hablaban la lengua universal de Tschai; eso al menos fue lo que pudo captar por las entonaciones. Los cuatro informaron de las circunstancias de su descubrimiento del saco vacío; el quinto, un oficial o monitor, apenas mostró decepción o inquietud. Al parecer, la contención, la indiferencia aparente, eran aspectos clave de la existencia subterránea de Tschai.
Cruzaron la cámara en dirección a la caverna cercana a Reith, que se apretó contra la pared. El grupo se detuvo a no más de tres metros, y ahora Reith pudo oír la conversación.
Uno de ellos habló con una voz cuidadosamente átona:
—...entrega. No sabemos nada de eso; no encontramos nada.
—El pasadizo estaba vacío —dijo otro—. Si la malversación se produjo antes de que fuera bajado el saco, hubiera habido alguna explicación.
—Imprecisión —dijo el monitor—. Entonces el saco no hubiera sido bajado.
—La imprecisión existe en cualquier caso. El pasadizo estaba limpio y vacío.
—Tiene que estar todavía allí —dijo el monitor del túnel—. No puede haber ido a ninguna otra parte.
—A menos que conozca algún acceso secreto al pasadizo.
El monitor se envaró, los brazos pegados a sus costados.
—Desconozco la existencia de un tal acceso. La explicación es remotamente concebible. Hay que efectuar una nueva búsqueda absolutamente a fondo; yo por mi parte indagaré acerca de la posibilidad de ese acceso secreto.
Los cuidadores del pasadizo se alejaron lentamente por la caverna, con sus luces oscilando arriba y abajo, hacia delante y hacia atrás. El monitor se quedó observando su marcha. Reith se tensó: aquel momento era crítico. Si se volvía hacia un lado, el monitor no dejaría de ver a Reith, ahora a menos de dos metros de distancia. Si se volvía hacia el otro lado, Reith estaría temporalmente seguro... Estudió las posibilidades de un ataque. Pero los otros cuatro aún estaban cerca; un grito, un sonido, cualquier indicación de lucha, atraería su atención. Reith se contuvo.
El monitor se volvió hacia el lado contrario a Reith. Caminando suavemente, cruzó la cámara y entró en uno de los pasadizos laterales. Reith le siguió, caminando de puntillas. Observó el pasadizo. Cada una de las paredes era una cornisa de piroxilita. Sorprendentes cristales emergían de ambos lados, algunos de treinta centímetros de diámetro, facetados como brillantes: marrón rojizo, marrón oscuro, verde oscuro. Habían sido expertamente limpiados y pulidos a fin de sacar el mayor partido de ellos: se había dedicado mucho esfuerzo a aquel corredor. Los cristales ofrecían adecuados escondites; Reith siguió silenciosamente al deslizante Pnumekin, confiando en cogerlo desprevenido y amenazar su vida: un plan primitivo y desesperado, pero Reith no podía pensar en nada mejor... El Pnumekin se detuvo, y Reith saltó nerviosamente tras un resalte de resplandecientes cristales oliváceos. El Pnumekin, tras mirar hacia uno y otro lado, se dirigió a la pared, tiró de un pequeño cristal, empujó otro. Un segmento de la pared se deslizó hacia un lado. El Pnumekin cruzó la abertura; el portal se cerró. El pasadizo estaba ahora vacío. Reith se maldijo. ¿Por qué habla dudado? Cuando el Pnumekin se detuvo era el momento de saltar sobre él.
Miró hacia arriba y hacia abajo. No se veía a nadie en el corredor. Avanzó a paso rápido y, al cabo de un centenar de metros, llegó bruscamente al borde de un gran pozo. Muy abajo resplandecían débiles luces amarillas y se apreciaba movimiento de enormes objetos que Reith no pudo identificar.
Reith volvió junto a la puerta por la que había desaparecido el Pnumekin. Se detuvo, elaborando mentalmente alocados planes. Para alguien tan desesperado como él cualquier línea de acción era arriesgada, pero el camino seguro al desastre era la inacción. Reith se puso a trabajar en la roca, tal como había visto hacerlo al Pnumekin. La puerta se deslizó hacia un lado. Reith dio un paso atrás, preparado para enfrentarse a cualquier cosa. Ante él se abría una cámara de unos diez metros de diámetro: una sala de conferencias, o al menos eso dedujo Reith por la redonda mesa central, los bancos, las estanterías y los pequeños cubículos.
Cruzó la abertura, y la puerta se cerró a sus espaldas. Miró a su alrededor. El techo estaba salpicado de granos de luz; las paredes habían sido meticulosamente picadas para formar un granulado que resaltara la estructura cristalina de la roca. A la derecha se abría un corredor en arco, recubierto por una sustancia blanca; a la izquierda había una serie de cubículos, estanterías, como un armario.
Del corredor llegaba un sordo golpetear rítmico, un sonido que transmitía un mensaje de urgencia. Reith, tan tenso como un ladrón, miró a su alrededor, presa del pánico, en busca de un lugar donde ocultarse. Corrió hacia el armario, abrió la puerta, echó a un lado las capas negras colgadas de perchas y se metió dentro. Las capas y los sombreros negros colgados detrás desprendían un olor a moho. Reith sufrió una arcada. Se contuvo, se echó hacia atrás y cerró la puerta casi completamente. Acercando un ojo a la rendija, miró a la estancia.
El tiempo pareció inmovilizarse. Reith notó que su estómago empezaba a contraerse por la tensión. El monitor Pnumekin regresó a la estancia, donde se detuvo como sumido en profundos pensamientos. El extraño sombrero de ala ancha arrojaba su sombra sobre sus austeros rasgos, que, notó Reith, eran casi clásicamente regulares. Reith pensó en los demás hombres compuestos de Tschai, —todos ellos más o menos mutados en la misma dirección que su raza anfitriona: las siniestras irracionalidades de los Hombres-Dirdir; los estúpidos y embrutecidos Hombres-Chasch; los venales y supercivilizados Hombres-Wankh. La humanidad esencial de todos ellos, excepto quizá el caso de los Hombres-Dirdir Inmaculados, permanecía intacta. Los Pnumekin, por su parte, no parecían haber sufrido ninguna evolución física perceptible, pero sus psiques se habían alterado; parecían tan remotos como espectros.
La criatura de la estancia —Reith no podía pensar en él como en un hombre— permanecía inmóvil sin la menor expresión en sus rasgos, y lo suficientemente lejos como para que cualquier intento de atacarle desde el armario fuera una locura.
Reith empezó a sentir calambres. Cambió de postura y produjo un pequeño ruido. Sintiendo sudores fríos, apretó su ojo contra la rendija. El Pnumekin parecía seguir absorto en sus pensamientos. Reith deseó que se moviera, que se acercara un poco, sólo un poco... Un pensamiento lo inquietó: ¿y si la criatura no respondía como él esperaba a la amenaza contra su vida? Quizá careciera de la facultad de sentir miedo... La puerta se abrió de pronto; otro Pnumekin entró en la estancia: uno de los cuidadores del pasadizo. Los dos miraron cada uno por su lado, ignorándose mutuamente. El recién llegado habló con voz suave, como si musitara en voz alta algo para sí mismo:
—Es imposible encontrar la entrega. El pasadizo y el pozo han sido registrados a fondo.
El monitor del túnel no respondió. Siguió un silencio de una cualidad casi irreal.
El cuidador del pasadizo habló de nuevo:
—No puede habérsenos escapado aquí. La entrega no ha sido efectuada, o de otro modo ha escapado por algún acceso desconocido por nosotros. Ésas son las posibilidades alternativas.
—La información queda registrada —dijo el monitor—. Habrá que instalar un control de tránsito en el Nivel Ziad, en Zud-Dan-Ziad, en el Nódulo Ferstan Seis, y en el Nódulo Lul-lil y la Estación Posteridad.
—Así se hará.
Un Pnume penetró en la cámara, utilizando una abertura más allá del ángulo de visión de Reith. Los Pnumekin no le prestaron atención, ni siquiera una mirada de reojo. Reith estudió a la criatura extrañamente articulada: era el primer Pnume que veía detalladamente, más allá del breve atisbo en las mazmorras de Pera. Tenía aproximadamente la estatura de un hombre, y debajo de su voluminosa capa negra parecía delgado, incluso frágil. Un sombrero negro ocultaba sus órbitas; su rostro, con la forma y el color de un cráneo equino, carecía de expresión; bajo su borde inferior un complicado juego de mecanismos roedores y masticadores rodeaban una boca casi invisible. La articulación de las piernas de la criatura trabajaba a la inversa que la de los humanos: se movía hacia delante, con el movimiento de un hombre caminando de espaldas. Sus estrechos pies iban descalzos y estaban moteados de negro y rojo oscuro; tres gruesos dedos curvados hacia abajo golpeaban el suelo del mismo modo que un hombre nervioso tabalearía el sobre de una mesa con los dedos de la mano.
El Pnumekin monitor del túnel dijo suavemente, como dirigiéndose al aire:
—Una situación anormal, cuando una entrega no es más que un saco vacío. El pasadizo y el pozo han sido registrados a conciencia; el objeto no ha sido entregado, o bien ha conseguido escapar utilizando un acceso secreto de Calidad Siete o superior.
Silencio. El Pnume, con una voz apagada y ronca, pronunció unas pocas palabras:
—No puede verificarse una comprobación, de la entrega. La posibilidad de un acceso clasificado existe, por encima de la Calidad Diez, y más allá del alcance de mis secretos.
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Podemos solicitar información del Guardián de la Sección.
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La voz del monitor del túnel sonó con tonos de tentativa indagación:
—Entonces, ¿es cierto que la entrega posee un interés particular?
Los dedos del Pnume tabalearon el suelo con la delicadeza de los dedos de un pianista.
—Es para Posteridad: una criatura del planeta de los hombres contemporáneo. Se ha tomado la decisión de capturarlo.
Reith, acurrucado en el armario, se preguntó por qué la decisión habría sido demorada tanto tiempo. Buscó una posición más cómoda, apretando los dientes contra la posibilidad de algún ruido. Cuando acercó de nuevo el ojo a la rendija el Pnume se había marchado. El monitor y el cuidador del pasadizo permanecían inmóviles, como prescindiendo cada uno de la presencia del otro.
Pasó el tiempo, Reith no pudo precisar cuánto. Sus músculos pulsaban y protestaban, y ahora temía cambiar de posición. Inspiró profundamente y se resignó a la paciencia.
De tanto en tanto los Pnumekin hablaban en murmullos, mirando cada vez hacia otro lado, como si estuvieran hablándole al aire. Reith captó una o dos frases: « ...no se sabe nada de la situación del planeta del hombre...» « ...bárbaros, habitantes de la superficie, locos como los Gzhindra...» «...un espécimen valioso, invisible...»
El Pnume reapareció, seguido por otro: una criatura alta y demacrada, que caminaba con el paso furtivo de un zorro. Llevaba una caja rectangular, que colocó con una delicada precisión sobre un banco a un metro de distancia de Reith; luego pareció sumirse en sus pensamientos. Transcurrieron unos instantes. El cuidador del pasadizo de inferior status fue el primero en hablar.
—Cuando el gong indica una entrega, el saco es normalmente pesado. Un saco vacío es causa de perplejidad. Evidentemente la entrega no se hizo, o el artículo entregado conocía algún acceso secreto, por encima de la Calidad Diez.
El Guardián se volvió hacia un lado y, extendiendo su gran capa, tocó los cierres de la caja de cuero. Los dos Pnumekin y el primer Pnume se interesaron en los cristales de la pared.
El Guardián abrió la caja y extrajo un portafolios de blando cuero azul. Lo abrió con reverente cuidado, volvió páginas, estudió una maraña de líneas coloreadas. Luego cerró el portafolios, volvió a colocarlo en la caja. Tras un momento de meditación, habló con voz tan suave que Reith tuvo dificultades en comprenderle.
—Existe un antiguo acceso de Calidad Catorce. Recorre novecientos metros hacia el norte, desciende, y penetra en el Jha Nu.
Los Pnumekin guardaron silencio. El primer Pnume dijo:
—Si el objeto de la entrega ha alcanzado el Jha Nu, puede atravesar el balcón, descender por el Oma-Cinco hasta el Gran Lateral Superior. Luego puede desviarse hacia la Subida Azul, o incluso al Mirador de Zhu, y alcanzar así el
ghaun
.
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—Todo esto solamente si conoce los secretos —dijo el Guardián—. Si suponemos que ha utilizado un acceso de Calidad Catorce, entonces podemos suponer lo demás. La forma en que nuestros secretos han sido divulgados, si ése es el caso, no está clara.
—Desconcertante —murmuró el cuidador del pasadizo.
—Si un
ghian
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conoce los secretos de Calidad Catorce —dijo el monitor—, ¿cómo pueden estos secretos estar a salvo de los Dirdir?
Los dedos de los pies de ambos Pnume tabalearon el suelo de piedra.
—Las circunstancias aún no están claras ——observó el Guardián—. Un estudio de los accesos proporcionará una información más exacta.
El cuidador del pasadizo de rango inferior fue el primero en abandonar la estancia. El monitor, perdido aparentemente en sus reflexiones, le siguió, dejando a los dos Pnume de pie inmóviles y rígidos como un par de insectos. El primer Pnume salió, con largas y silenciosas zancadas. Solamente quedó el Guardián. Reith se preguntó si no debería saltar a intentar dominarlo. Se contuvo. Si los Pnume compartían la fantástica fuerza de los Phung, Reith se encontraría en una terrible desventaja. Otra consideración: ¿se sometería el Pnume a la presión? Reith no estaba seguro. Sospechaba que no.
El Guardián tomó la caja de cuero y lanzó una deliberada mirada a su alrededor. Parecía estar escuchando. Avanzando con una sorprendente brusquedad, llevó la caja hasta una zona de desnuda pared. Reith observó fascinado. El Guardián adelantó su pie, tocó delicadamente tres protuberancias rocosas con sus gruesos dedos. Una sección de la pared retrocedió, revelando una cavidad donde el Guardián metió la caja. La roca volvió a su lugar; la pared adquirió nuevamente una apariencia sólida. El Guardián se marchó en pos de los otros.
La estancia estaba vacía. Reith salió tambaleándose del armario. Cruzó cojeando la habitación. La pared no mostraba ninguna grieta, ninguna junta. El trabajo era de una precisión microscópica.
Reith se inclinó, tocó las tres protuberancias. La roca se hundió hacia atrás y se deslizó hacia un lado. Reith tomó la caja. Tras una brevísima vacilación, abrió la caja y extrajo el portafolios. Tomó del armario una cajita llena de pequeñas botellas oscuras, que pesaban aproximadamente lo mismo que el portafolios, y la metió en la caja, devolviéndolo todo a la cavidad. Tocó nuevamente los botones; la cavidad se cerró; la pared volvía a ser roca sólida.