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Authors: Jack Vance

El ciclo de Tschai (71 page)

BOOK: El ciclo de Tschai
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Aila Woudiver permanecía sentado, perchado en un taburete, en el almacén al borde de las llanuras de sal de Sivishe. Llevaba una cadena que unía el collar de hierro que rodeaba su cuello a un alto cable; podía caminar de su mesa al pequeño cubículo adosado a la pared donde dormía, arrastrando la cadena tras él.

Aila Woudiver estaba prisionero en sus propios dominios, insulto sobre injuria, lo cual hubiera debido provocar en él espasmos de rechinante furia. Pero permanecía plácidamente sentado sobre el taburete, con sus enormes posaderas colgando blandamente a cada lado como fláccidos talegos, exhibiendo una absurda sonrisa de santa paciencia.

Adam Reith vigilaba atentamente junto a la nave espacial que ocupaba la mayor parte del almacén. La abnegación de Woudiver era más inquietante que la furia. Reith esperaba que, cualesquiera que fuesen los planes que estaba maquinando Woudiver, no madurasen demasiado pronto. La nave espacial era ya casi operativa; Reith esperaba poder abandonar el viejo Tschai en más o menos una semana.

Woudiver estaba ocupado tejiendo una labor de encaje, y de tanto en tanto alzaba su trabajo para contemplar el dibujo a trasluz... la esencia misma de la paciente afabilidad. Traz penetró en el almacén y frunció el ceño hacia Woudiver, y resumió en una sola frase la filosofía de sus antepasados, los nómadas Emblema:

—¡Matémoslo ahora mismo; matémoslo y terminemos con esto!

Reith lanzó un gruñido inconcreto.

—Está encadenado por el cuello; no puede hacernos ningún daño.

—Encontrará un medio. ¿Acaso has olvidado sus trucos?

—No puedo matarlo a sangre fría.

Traz lanzó un gruñido de disgusto y salió pisando fuerte del almacén. Anacho, el Hombre-Dirdir, contempló su marcha y dijo:

—Por una vez estoy de acuerdo con el joven vagabundo de las estepas: ¡mata a esa maldita bestia!

Woudiver, captando la esencia de la conversación, desplegó su más gentil sonrisa. Había perdido peso, observó Reith. Las mejillas antes hinchadas colgaban ahora en fláccidos pliegues; el enorme labio superior se abatía sobre el inferior como un pico apuntando a la escasa mandíbula.

—¡Mírale sonreír! —silbó Anacho—. ¡Si pudiera nos haría saltar a golpes de sacudenervios! ¡Mátalo ahora!

Reith emitió otro sonido de moderación.

—Dentro de una semana estaremos lejos de aquí. ¿Qué puede hacernos, encadenado a impotente?

—¡Es Woudiver!

—Aún así, no podemos matarlo como si fuera un animal.

Anacho alzó las manos y siguió a Traz al exterior del almacén. Reith se acercó a la nave y por unos instantes observó el trabajo de los técnicos. Se dedicaban ahora al exquisitamente delicado trabajo de ajustar las bombas del combustible. Reith no podía ofrecerles su ayuda. La tecnología Dirdir, como la psique Dirdir, estaba más allá de su comprensión. Ambas derivaban de certidumbres intuitivas, o al menos así lo sospechaba; había pocas evidencias de finalidad racional en ninguno de los aspectos de la existencia Dirdir.

Largas lanzas de luz amarronada penetraban oblicuamente por las altas ventanas; estaba atardeciendo. Woudiver dejó pensativamente a un lado su labor. Hizo a Reith una amistosa inclinación de cabeza y se dirigió a su pequeño cubículo adosado a la pared, arrastrando tras de sí la cadena con un sonoro ruido metálico.

Los técnicos salieron de la nave junto con Fio Haro, el maestro mecánico. Iban todos a cenar. Reith apoyó la mano sobre el casco, apretando la palma contra el acero, como si no pudiera dar crédito a su realidad. ¡Una semana más, y estaría de regreso a la Tierra! La perspectiva le parecía un sueño; la Tierra se había convertido en un mundo remoto y extraño.

Reith fue a la despensa en busca de un trozo de salchicha negra y se dirigió a la entrada. Carina 4269, bajo en el cielo, bañaba las llanuras de sal con una luz color cerveza, proyectando largas sombras tras cada matorral.

Las dos figuras negras que últimamente aparecían cada día al atardecer no se veían hoy por ninguna parte.

La vista tenía una cierta belleza melancólica. Al norte, la ciudad de Sivishe era un amontonamiento de vieja mampostería teñido de color tostado por la sesgada luz del sol. Al oeste, más allá del paso de Ajzan, se alzaban las espiras de la ciudad Dirdir de Hei, y, dominándolo todo, la Caja de Cristal.

Reith fue al encuentro de Traz y Anacho. Estaban sentados en un banco, arrojando guijarros a un charco: Traz de rasgos toscos, taciturno, recio de huesos y músculos, y Anacho delgado como una anguila, quince centímetros más alto que Reith, pálido de piel, con rasgos largos y severos, tan locuaz como callado era el nómada. Traz desaprobaba las actitudes de Anacho; Anacho consideraba a Traz demasiado directo y poco sofisticado. Ocasionalmente, sin embargo, se ponían de acuerdo... como ahora acerca de la necesidad de destruir a Aila Woudiver.

Reith, por su parte, se sentía más preocupado respecto a los Dirdir. Desde sus espiras casi podían ver a través del portal del almacén lo que se estaba maquinando en su interior. La inactividad Dirdir parecía tan poco natural como la sonrisa de Aila Woudiver, y para Reith significaba una terrible amenaza.

—¿Por qué no hacen algo? —se quejó Reith, dando un mordisco a la salchicha negra—. Tienen que saber que estamos aquí.

—Es imposible predecir la conducta de los Dirdir —respondió Anacho—. Han perdido el interés hacia ti. ¿Qué son los hombres para ellos, sino gusanos? Prefieren atosigar a los Pnume en sus madrigueras. Ya no eres el objeto de un tsau'gsh:
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esto al menos es lo que supongo.

Reith no se sentía enteramente tranquilizado.

—¿Y qué hay de los Phung o los Pnume,
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sean quienes sean, que acuden a vigilarnos? No vienen por aquí por puro placer. —Y les habló de las dos formas negras que acudían al atardecer, figuras macilentas envueltas en capas negras y tocadas son sombreros negros de ancha ala.

—Los Phung siempre van solos; en consecuencia, ésos no son Phung —dijo Traz—. Los Pnume nunca aparecen a la luz del día.

—Y nunca tan cerca de Hei, por miedo a los Dirdir —dijo Anacho—. De modo, pues... que son Pnumekin, o más probablemente Gzhindra.
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En su primera aparición, las criaturas permanecieron observando el almacén hasta que Carina 4269 desapareció tras los acantilados; luego se desvanecieron en la oscuridad. Su interés parecía más que casual; Reith se sintió inquieto por la vigilancia, pero no pudo pensar en ningún remedio contra ella.

El día siguiente se presentó brumoso y calado por una fina llovizna; las llanuras de sal permanecieron vacías. Al otro día el sol brilló de nuevo, y al atardecer las oscuras formas vinieron de nuevo a observar el almacén, llenando otra vez a Reith de inquietud. La vigilancia era presagio de acontecimientos desagradables: eso era un axioma de la existencia en Tschai.

Carina 4269 rozaba casi el horizonte.

—Si han de venir ———dijo Anacho—, éste es el momento.

Reith registró las llanuras de sal con su sondascopio.
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—Ahí fuera no hay nada excepto arbustos y matorrales. Ni siquiera se ve un lagarto.

Traz señaló por encima de su hombro.

—Allí están.

—Hummm —murmuró Reith—. Acabo de mirar en esta dirección. —Elevó la potencia de aumentos del sondascopio hasta que el batir de su propio pulso hizo que las figuras saltaran y danzaran. Los rostros, completamente a oscuras, no podían distinguirse—. Tienen manos —dijo Reith—. Son Pnumekin.

Anacho tomó el instrumento. Al cabo de un momento dijo:

—Son Gzhindra: Pnumekin expulsados de los túneles. Para comerciar con los Pnume uno tiene que tratar con los Gzhindra; los Pnume nunca negocian directamente.

—¿Por qué vienen hasta aquí? No queremos tratos con los Pnume.

—Pero ellos sí quieren tratos con nosotros, o al menos así parece.

—Quizá estén esperando a que aparezca Woudiver —sugirió Traz.

—¿Al anochecer, y solamente al anochecer?

De pronto a Traz se le ocurrió algo. Se alejó del almacén hasta un poco más allá de la antigua oficina de Woudiver, una excéntrica construcción de ladrillos rotos y pedernal, y volvió la vista hacia el almacén. Caminó un centenar de metros más, saliendo a las llanuras de sal, y miró atrás de nuevo. Hizo un gesto a Reith y Anacho, que acudieron a su encuentro.

—Observad el almacén —dijo Traz—. Ahora podréis ver quién trata con los Gzhindra.

Por entre los negros maderos se divisaba el destellar de un reflejo dorado, que se agitaba y parpadeaba.

—Tras esta luz está la habitación de Aila Woudiver —dijo Traz.

—¡El gordo cerdo amarillo está haciendo señales! —declaró Anacho con un jadeante susurro.

Reith inspiró profundamente y controló su furia: era una estupidez pensar cualquier otra cosa de Woudiver, que vivía en la intriga del mismo modo que un pez vive en el agua. Con voz controlada, dijo a Anacho:

—¿Puedes leer las señales?

—Sí; es el código típico de emisión y pausa. « ...compensación... adecuada... por vuestros... servicios... pronto... será... el momento...» —la parpadeante luz desapareció—Eso es todo.

—Nos ha visto por la rendija —murmuró Reith.

—O ya no dispone de más luz —dijo Traz, observando que Carina 4269 había desaparecido tras las empalizadas. Reith miró a través de las llanuras de sal y vio que los Gzhindra se habían ido tan misteriosamente como habían venido.

—Será mejor que hablemos con Woudiver —dijo Reith.

—Dirá cualquier cosa menos la verdad —dijo Anacho.

—Eso espero —dijo Reith—. Pero puede que nos informe a través de lo que no nos diga.

Penetraron en el almacén. Woudiver, atareado de nuevo con su labor de encaje, dirigió a los tres hombres la más afable de sus sonrisas.

—Ya debe ser hora de cenar.

—No para ti —dijo Reith.

—¿Qué? —exclamó Woudiver—. ¿No hay comida? Oh, vamos; no llevemos demasiado lejos nuestro pequeño juego.

—¿Por qué estabas haciéndoles señales a los Gzhindra?

Excepto un ligero alzarse de sus cejas carentes de pelo, Woudiver no evidenció ni sorpresa ni culpabilidad.

—Un asunto de negocios. Ocasionalmente hago tratos con la subgente.

—¿Qué tipo de tratos?

—Oh, esto y aquello, cosas. Esta noche he pedido disculpas por no haber podido servir un pedido. Estáis destruyendo mi buena reputación.

—¿Qué pedido dejaste de servir?

—Oh, vamos —se burló Woudiver—. Permitidme que siga conservando mis pequeños secretos.

—No te permito nada —dijo Reith—. Soy muy consciente de que estás maquinando algo.

—¡Bah! ¡Tonterías! ¿Cómo puedo maquinar nada atado a una cadena? Te aseguro que considero esta situación muy poco digna para mi persona.

—Si algo va mal —dijo Reith—, vas a verte alzado dos metros del suelo colgado del extremo de esta misma cadena. Entonces podrás seguir hablando de dignidad.

Woudiver hizo un gesto de burlón disgusto y miró hacia el otro lado del almacén.

—Parece que se han hecho excelentes progresos.

—No gracias a ti.

—¡Oh! ¡Minimizas mi ayuda! ¿Quién proporcionó el casco, con grandes penalidades y poco provecho? ¿Quién lo arregló y organizó todo, quién proveyó sus valiosos consejos?

—El mismo hombre que tomó nuestro dinero y nos traicionó en la Caja de Cristal —dijo Reith. Fue a sentarse al otro lado de la estancia. Traz y Anacho se le unieron. Los tres observaron a Woudiver, hosco ahora ante la ausencia de su cena.

—Deberíamos matarle —dijo Traz llanamente—. Está planeando algo perjudicial para todos nosotros.

—No lo dudo —dijo Reith—. ¿Pero por qué tendría que tratar con los Pnume? Parece que los Dirdir son la parte más implicada. Saben que soy un terrestre; pueden saber o no saber lo de la espacionave.

—Si lo saben, no les importa —dijo Anacho—. No sienten el menor interés hacia los demás. Los Pnume son otro asunto. Quieren saberlo todo, y se sienten extremadamente curiosos respecto a los Dirdir. Los Dirdir, a su vez, descubren los túneles de los Pnume y los inundan con gases.

—¡Habéis olvidado mi cena! —dijo Woudiver en voz alta.

—No he olvidado nada —dijo Reith.

—Bien, entonces tráeme mi comida. Esta noche quiero una ensalada de raíces blancas, un guiso de lentejas, carne de gargán con girándula, una bandeja de buen queso negro, y mi vino habitual.

Traz lanzó un ladrido de burlona risa. Reith preguntó:

—¿Por qué deberíamos llenar tu barriga cuando tú complotas contra nosotros? Pide tu cena a los Gzhindra.

El rostro de Woudiver pareció colgar fláccido; dio una palmada con ambas manos contra sus rodillas.

—¡Así que ahora torturáis al pobre Aila Woudiver, cuyo único pecado ha sido ser constante en su fe! ¡Qué miserable destino vivir y sufrir en este terrible planeta!

Reith se volvió, disgustado. Woudiver, nacido medio Hombre-Dirdir, sostenía enérgicamente la Doctrina del Doble Génesis, que atribuía el origen de los Dirdir y los Hombres-Dirdir a dos células gemelas de un Huevo Primigenio en el planeta Sibol. Desde este punto de vista Reith aparecía como un iconoclasta irresponsable, que debía ser anulado a toda costa.

Por otra parte, los crímenes de Woudiver no podían imputarse totalmente al ardor doctrinal. Reith recordó algunos ejemplos de su lascivia y desenfreno, y las punzadas de compasión y remordimiento desaparecieron.

Durante otros cinco minutos Woudiver gruñó y se quejó, y luego se quedó repentinamente inmóvil. Por un período de tiempo permaneció observando a Reith y sus compañeros. Finalmente se decidió a hablar, y Reith creyó detectar un cierto regocijo en su voz.

—Tu proyecto se acerca a buen término... gracias a Aila Woudiver, su nave, y su escasa provisión de sequins, injustamente secuestrada.

—Admito que el proyecto se está acercando a buen término —dijo Reith.

—¿Cuándo tienes intención de marcharte de Tschai?

—Tan pronto como sea posible.

—¡Magnífico! —declaró Woudiver con untuoso fervor. Reith tuvo la impresión de que sus ojos chispeaban divertidos—. Eres un hombre realmente notable. —La voz de Woudiver adquirió una repentina resonancia, como si no pudiera seguir conteniendo su secreta alegría—. ¡Sin embargo, en ciertas ocasiones es mejor ser modesto y vulgar! ¿Qué piensas de ello?

—No sé de qué estás hablando.

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