Read El ciclo de Tschai Online
Authors: Jack Vance
—¿Dónde está el Hombre-Dirdir, el que acaban de meter en el campo? —preguntó Reith.
El Gris se limitó a hacer un gesto de indiferencia con la cabeza.
—Puede que haya uno al otro lado de la colina. Vete de aquí; creas un foco de oscuridad con tu capa. Tírala; tu piel es el mejor camuflaje. ¿No sabes que los Dirdir observan todos nuestros movimientos?
Reith siguió su carrera. Vio a dos viejos, completamente desnudos, de correosos músculos y pelo blanco, alzados de pie como espectros.
—¿Habéis visto a un Hombre-Dirdir por aquí cerca? —les gritó.
—Más allá tal vez, no sabemos. Vete de aquí, tú y tu capa oscura.
Reith trepó a un saliente de piedra arenisca. Llamó:
—¡Anacho!
No hubo respuesta. Reith miró su reloj. Dentro de diez minutos el campo se volvería oscuro. Registró el lado de la Colina Sur. Un poco más allá captó movimiento: personas corriendo por entre la espesura. Su capa parecía despertar antagonismo; se la quitó y se la echó al brazo.
En una hondonada encontró a cuatro hombres y una mujer. Le miraron con rostros de animales acosados y no respondieron a su pregunta. Reith subió la colina en busca de una mejor vista.
—¡Anacho! —llamó. Una figura envuelta en una túnica blanca se volvió. Reith se sintió inundado por el alivio; notaba que le temblaban las rodillas; las lágrimas acudieron a sus ojos—. ¡Anacho!
—¿Qué haces aquí?
—Apresúrate. Por aquí. Vamos a escapar. Anacho lo contempló estupefacto.
—Nadie escapa de la Caja de Cristal.
—¡Vamos, ven! ¡Ya lo verás!
—No por aquí —dijo Anacho roncamente—. La seguridad está al norte, en la Colina Norte. Cuando se haga oscuro empezará la caza.
—¡Lo sé, lo sé! No tenemos mucho tiempo. Ven por aquí. Debemos ponernos a cubierto en algún lugar por ese lado; tenemos que estar preparados.
Anacho agitó las manos en el aire.
—Debes saber algo que yo no sé.
Echaron a correr siguiendo el mismo camino por el que Reith había venido, hacia la cara occidental de la Colina Sur. Mientras corrían, Reith le explicó jadeante los detalles del plan.
—¿Y tú has hecho todo esto... por mí? —preguntó Anacho con voz hueca—. ¿Has bajado aquí hasta el campo?
—Eso no importa ahora. Mira... debemos permanecer cerca de esos altos matorrales blancos. ¿Dónde podemos refugiarnos?
—Dentro de los mismos matorrales... es tan bueno como cualquier otro sitio. ¡Observa a los cazadores! Están tomando posiciones. Tienen que mantenerse como mínimo a un kilómetro de distancia hasta que empiece la oscuridad. Ya casi estamos en el límite del refugio. ¡Observa, esos cuatro nos están observando!
—La oscuridad estará sobre nosotros en unos segundos. Nuestro plan es éste: correremos hacia la parte occidental del campo, hacia aquel montículo. Desde allí iremos a ese grupo de cactus marrones y rodearemos su lado sur. Y lo más importante de todo: ¡no debemos separarnos!
Anacho hizo un gesto de desánimo.
—¿Y cómo vamos a impedirlo? No podemos llamarnos; los cazadores nos oirían.
Reith le tendió un extremo de la cuerda.
—Sujeta esto. Y si nos separamos nos encontraremos en el borde occidental de aquellos matorrales amarillos.
Aguardaron a que llegara la oscuridad. Fuera en el campo los jóvenes Dirdir tomaron posiciones, con algunos cazadores más experimentados mezclados aquí y allá. Reith miró hacia el este. Debido a algún truco de la luz y la atmósfera, el campo parecía estar al aire libre y extenderse hasta un lejano horizonte; sólo con un esfuerzo de voluntad pudo ver la pared oriental.
Llegó la oscuridad. Las luces se oscurecieron al rojo, parpadearon y se apagaron. Allá al norte siguió brillando una única luz púrpura, para señalar la dirección. No arrojaba ninguna iluminación. La oscuridad era completa. La caza había empezado. Desde el norte llegaron los gritos de caza Dirdir: un aullar y un ulular estremecedores.
Reith y Anacho se dirigieron hacia el oeste. De tanto en tanto se detenían para escuchar en la oscuridad. De su derecha les llegó como un siniestro cascabeleo. Se detuvieron en seco. El cascabeleo y un suave
pad-pad-pad
se alejaron a sus espaldas.
Llegaron a la elevación elegida y prosiguieron hacia el grupo de cactus. Había algo cerca. Se detuvieron para escuchar. Sus tensos oídos, o sus nervios, creyeron captar que lo que fuera se había detenido también.
Desde muy, muy arriba les llegó un grito emitido por muchas veces, subiendo y bajando por la escala sónica, luego otro y otro.
—Las llamadas de caza de todos los clanes —susurró Anacho—. Un ritual tradicional. Ahora, desde el campo, todos los miembros de los clanes presentes deben responder.
Los gritos de arriba cesaron; desde todas partes del campo de caza, fantasmagóricas en la oscuridad, llegaron las respuestas. Anacho dio un codazo a Reith.
—Mientras suenan las respuestas podemos avanzar. Aprovechemos.
Echaron a andar a largas zancadas, tanteando con los pies como si fueran ojos. Los gritos de caza descendieron y murieron; nuevamente hubo silencio. Reith golpeó una piedra suelta con el pie, produciendo un desagradable ruido. Se inmovilizaron, rechinando los dientes.
No hubo reacción. Siguieron avanzando, tanteando con sus pies en busca de los cactus pero sin encontrar más que aire y duro suelo. Reith empezó a temer que hubieran pasado de largo, que las luces irían a exponerlos a todos los cazadores, a todos los espectadores.
Habían transcurrido siete minutos de oscuridad, o así lo estimó. En otro minuto, como máximo, deberían tropezar con el grupo de cactus... ¡Un sonido! Pasos corriendo, aparentemente humanos, les cruzaron a no más de diez metros de distancia. Un momento más tarde hubo un golpe sordo, susurros, un cascabeleo de instrumentos de caza. Los sonidos pasaron, se alejaron. El silencio volvió.
Unos segundos más tarde llegaron a los cactus.
—Rodeémoslos hacia el lado sur —susurró Reith—. Luego sobre manos y rodillas hasta el centro.
Penetraron entre los ásperos tallos, sintiendo las aguzadas puntas.
—¡La luz! ¡Ahí viene!
La oscuridad empezó a disiparse al estilo de un amanecer en Sibol: gris, blanco pálido, hasta el intenso resplandor del día.
Reith y Anacho miraron a su alrededor. Los cactus proporcionaban un aceptable refugio; no parecían en inminente peligro, pese a que a menos de cien metros de distancia tres cachorros Dirdir saltaban de un lado para otro del campo, las cabezas muy erguidas, buscando en todas direcciones presas fugitivas. Reith consultó su reloj. Quedaban quince minutos... si Traz no había sufrido ningún contratiempo, si había conseguido alcanzar la pared opuesta de la Caja de Cristal.
El bosque de blancos árboles cerda quedaba a medio kilómetro delante de ellos, al otro lado de una zona despejada de terreno. Reith pensó que aquél podía convertirse en el medio kilómetro más largo que jamás hubiera tenido que atravesar.
Se arrastraron por entre los cactus hacia el límite norte.
—Los cazadores se mantienen durante una hora o así en mitad del terreno —dijo Anacho—. Así refrenan la rápida penetración hacia el norte, y luego se dedican a batir el sur.
Reith tendió a Anacho una pistola de energía, se metió la suya en el cinturón. Se puso de rodillas, captó movimiento a algo más de un kilómetro. No podía estar seguro de si eran Dirdir o presas. De pronto Anacho tiró de él hacia su escondite. Desde detrás de los cactus apareció trotando un grupo de Inmaculados, con las manos provistas de garras artificiales y refulgencias simuladas oscilando sobre sus espejeantes cráneos blancos. Reith sintió un retortijón en el estómago; reprimió un impulso de enfrentarse a las criaturas, de disparar contra ellas.
Los Hombres-Dirdir pasaron de largo, y pareció un milagro que no repararan en la presencia de los fugitivos. Giraron hacia el este y divisaron una presa, y echaron a correr a grandes saltos tras ella.
Reith comprobó su reloj; ya faltaba poco. Se puso de rodillas y miró en todas direcciones.
—Vamos.
Se pusieron en pie, echaron a correr hacia el bosque blanco.
Se detuvieron a medio camino, se agacharon tras un pequeño matorral. Cerca de la Colina Sur se estaba desarrollando una acalorada caza; dos grupos de cazadores convergieron sobre una presa que había buscado refugio en la propia Colina Sur. Reith miró una vez más su reloj. Nueve minutos. El bosque blanco estaba a tan sólo uno o dos minutos de distancia. La espira solitaria que había establecido como referencia era ahora visible a unos pocos cientos de metros al oeste del bosque. Avanzaron de nuevo. Cuatro cazadores salieron del bosque, donde se habían instalado para espiar la caza. El corazón de Reith se le cayó a los pies.
—Sigue adelante —dijo a Anacho—. Lucharemos con ellos.
Anacho miró dubitativo su pistola de energía.
—Si nos cogen con armas nos arrancarán la piel a tiras durante días... pero me la arrancarían de todos modos.
Los Dirdir contemplaron fascinados cómo Reith y Anacho se les acercaban.
—Debemos llevarlos al interior del bosque —murmuró Anacho—. Los jueces intervendrán si ven nuestras armas.
—Entonces hacia la izquierda, y detrás de esos matojos de hierba amarilla.
Los Dirdir no acudieron a su encuentro, sino que se movieron lateralmente. Con un arranque final, Reith y Anacho alcanzaron la orilla del bosque. Los Dirdir lanzaron su grito de caza y saltaron hacia delante, mientras Reith y Anacho retrocedían.
—Ahora —dijo Reith. Sacaron sus armas. Los Dirdir lanzaron un croar de alarma. Cuatro rápidos disparos: cuatro Dirdir muertos. Instantáneamente brotó de arriba un gran aullido: un ulular que desgarraba la mente. Anacho lanzó un grito de absoluta frustración.
—Los jueces han visto. Ahora nos enfocarán y dirigirán la caza. Estamos perdidos.
—Tenemos una posibilidad —insistió Reith. Se secó el sudor del rostro, mirando con ojos entrecerrados el reloj, contra el resplandor general—. Dentro de tres minutos, si todo sale bien, se producirá una explosión. Vayamos hacia la espira larga.
Echaron a correr a través del bosque, y cuando emergieron vieron varios grupos de caza saltando en su dirección. El aullido sobre sus cabezas se alzó y descendió, luego se interrumpió.
Alcanzaron la solitaria espira, con la pared de cristal a tan sólo un centenar de metros de distancia. Sobre ellos, oscurecidas por el reflejo de los soles, estaban las galerías de observación; Reith apenas era capaz de ver a los espectadores, con las bocas abiertas por el asombro. Miró una vez más su reloj. Ahora.
Había que tener en cuenta un intervalo: la Caja tenía cinco kilómetros de ancho. Pasaron unos segundos, luego les llegó un enorme sonido sordo y una reverberación que hizo que el suelo se estremeciera bajo sus pies. Las luces parpadearon; allá al este se habían apagado. Reith miró pero no pudo ver el efecto de la explosión. Sobre sus cabezas, desde toda la longitud del campo, les llegó un frenético griterío, un sonido que expresaba una rabia tan salvaje que Reith sintió que le flaqueaban las rodillas.
Anacho era más práctico.
—Están dirigiendo a todos los grupos de caza hacia el punto de ruptura, para impedir que las presas escapen.
Los grupos que estaban convergiendo sobre Reith y Anacho estaban dando la vuelta y dirigiéndose ahora a toda velocidad hacia el este.
—Prepárate —dijo Reith. Miró su reloj—. Al suelo.
Una segunda explosión: un tremendo despedazamiento que alegró el corazón de Reith, que lo elevó hasta un estado de exaltación casi religiosa. Astillas y trozos de cristal gris volaron sobre sus cabezas; las luces parpadearon, se apagaron. Ante ellos apareció una enorme hendidura, como una abertura a una nueva dimensión, de treinta metros de ancho y casi tan alta como la primera galería de observación.
Reith y Anacho saltaron en pie. Alcanzaron sin ninguna dificultad la pared y la cruzaron... saliendo del árido Sibol al penumbroso crepúsculo del mundo de Tschai.
Corrieron a lo largo de la amplia avenida blanca, luego, a una indicación de Anacho, giraron hacia el norte, hacia las factorías y las blancas espiras de los Hombres-Dirdir, luego hacia la orilla del agua, y cruzando el puente hacia Sivishe.
Se detuvieron para recuperar el aliento.
—Mejor que vayas directamente al vehículo aéreo
—dijo Reith—. Tómalo y vete. No estarás seguro en Sivishe.
—Woudiver me denunció; hará lo mismo contigo
—dijo Anacho.
—Ahora no puedo abandonar Sivishe, con la espacionave a punto de completarse. Woudiver y yo hemos llegado a un entendimiento.
—Nunca lo cumplirá —dijo Anacho torvamente—. Es un gran pozo de maldad.
—No puede traicionar la espacionave sin ponerse él mismo en peligro —argumentó Reith—. Es nuestro cómplice; hemos trabajado en su local.
—Lo explicará de alguna forma.
—Quizá, quizá no. En cualquier caso, tú tienes que irte de Sivishe. Repartiremos el dinero... luego te marcharás. El vehículo aéreo ya no es de ninguna utilidad para mí.
El blanco rostro de Anacho adoptó una actitud terca.
—No tan aprisa. No soy el objetivo de ningún
tsau'gsh,
recuérdalo. ¿Quién tomará la iniciativa de buscarme? Reith volvió la vista hacia la Caja de Cristal.
—¿Quieres decir que no te buscarán en Sivishe?
—Son impredecibles. Pero estoy tan seguro en Sivishe como en cualquier otro lugar. No puedo volver al Antiguo Reino. Pero no me buscarán en el almacén a menos que Woudiver traicione el proyecto.
—Woudiver tiene que ser controlado —dijo Reith.
Anacho se limitó a gruñir. Echaron a andar de nuevo, cruzando las sórdidas callejuelas de Sivishe.
El sol se ocultó tras las espiras de Hei y la oscuridad se infiltró en las ya sombrías calles. Reith y Anacho tomaron el transporte público hasta el almacén. La oficina de Woudiver estaba a oscuras; en el almacén brillaba una débil luz. Los mecánicos se habían marchado a casa; no parecía haber nadie por allí...
Entre las sombras se movió una figura.
—¡Traz! —exclamó Reith. El muchacho se adelantó.
—Sabía que vendrías aquí, si conseguías salir.
Ni el nómada ni el Hombre-Dirdir eran dados a las demostraciones; Anacho y Traz se cruzaron simplemente una mirada de entendimiento.
—Será mejor que abandonemos este lugar —dijo Traz—. Y rápido.