El ciclo de Tschai (34 page)

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Authors: Jack Vance

BOOK: El ciclo de Tschai
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Reith estudió a través del sondascopio el paisaje y la ladera montañosa que descendía por el este hasta el espaciopuerto.
Interesante,
musitó,
realmente interesante.

El capitán identificó el puerto como Ao Hidis, uno de los más importantes centros Wankh.

—No tenía intención de ir hasta tan al sur, pero puesto que estamos aquí, intentaré vender mis pieles y las maderas de Grenie; luego llevaré los productos químicos de los Wankh a Cath. Una advertencia para aquellos de ustedes que pretendan desembarcar. Hay dos ciudades aquí: Ao Hidis propiamente dicha, que es una ciudad humana, y otra de nombre impronunciable que es una ciudad Wankh. En la ciudad humana hay diversos tipos de gente, incluidos los Lokhar, pero principalmente Negros y Púrpuras. No se mezclan entre sí: solamente reconocen a los de su propia especie. Pueden andar sin temor por las calles, pueden comprar en cualquier tienda o puesto que tenga la parte frontal abierta. No entren en ninguna tienda cerrada ni taberna, ya sea Negra o Púrpura; lo más probable es que no vuelvan a salir de ella. No hay burdeles públicos. Si compran algo en una tienda Negra, no se detengan en una tienda Púrpura con los artículos que han comprado en la otra; serán mirados con malos ojos y quizá incluso insultados, y hasta es probable que, en algunos casos, atacados. Lo mismo a la inversa. En cuanto a la ciudad Wankh, no hay nada que hacer en ella excepto mirar a los Wankh, a lo cual no parecen poner ningún impedimento. Teniendo en cuenta todo esto, se trata de un puerto más bien poco interesante, con pocas diversiones en tierra firme.

El
Vargaz
se acercó a un muelle en el que ondeaba un pequeño banderín púrpura.

—En mi última visita hice tratos con los Púrpuras —le dijo el capitán a Reith, que permanecía en la cubierta de popa—. Fueron honestos conmigo y sus precios resultaron interesantes; no veo ninguna razón para cambiar.

El
Vargaz
fue amarrado junto al muelle por estibadores Púrpuras: hombres con rostros redondos en cabezas redondas con una tez color ciruela. En el muelle Negro contiguo los Negros les miraron con abierta hostilidad. Eran fisionómicamente similares a los Púrpuras, pero con pieles grises sorprendentemente moteadas en negro.

—Nadie sabe la causa de ello —observó el capitán, refiriéndose a la disparidad de color—. La misma madre puede producir un hijo Púrpura y otro Negro. Algunos culpan de ello a la dieta; otros a los medicamentos; otros afirman que se trata de una enfermedad que ataca a las glándulas de los pigmentos en los óvulos de la madre. Pero nacen Negros y nacen Púrpuras; y cada uno de ellos llama a los otros parias. Cuando se unen Negros y Púrpuras, la unión es estéril, o al menos eso se dice. La noción misma de esas uniones horroriza a las dos razas; es casi como emparejarse con las jaurías de la noche.

—¿Y el Hombre-Dirdir? —preguntó Reith—. ¿Va a ser molestado?

—Bah. Los Wankh no se preocupan de tales trivialidades. Los Chasch Azules son conocidos por su sádica malicia. La implacabilidad de los Dirdir es impredecible. Pero según mi experiencia, los Wankh son la gente más indiferente y remota de Tschai, y raras veces buscan problemas a los hombres. Quizá mantengan su maldad en secreto, como los Pnume; nadie lo sabe. Los Hombres-Wankh son de un tipo distinto, fríos como espectros, y no es prudente cruzarse con ellos. Bien, ya hemos amarrado. ¿Va a bajar a tierra? Recuerde mis advertencias: Ao Hidis es una ciudad dura. Ignore tanto a los Negros como a los Púrpuras; no hable con nadie; no interfiera con nada. En mi última visita perdí a un marinero que compró un chal en una tienda Negra, luego bebió unos vasos de vino en un tenderete Púrpura. Volvió al barco casi sin poder sostenerse sobre sus piernas, con espuma brotando de su nariz.

Anacho prefirió quedarse a bordo del
Vargaz.
Reith bajó a tierra con Traz. Una vez cruzado el muelle, se encontraron en una pintoresca calle pavimentada con losas de esquistos de mica. A ambos lados había casas toscamente construidas con piedra y madera, rodeadas de desperdicios. Arriba y abajo pasaban vehículos a motor de un tipo que Reith no había visto nunca antes; supuso que eran de fabricación Wankh.

Junto a la orilla, hacia el norte, se alzaban las torres Wankh. En esta dirección se hallaba también el espacio-puerto.

No parecía haber transportes públicos, de modo que Reith y Traz emprendieron el camino a pie. Las toscas casas fueron sustituidas por otras moradas más pretenciosas, y finalmente llegaron a una plaza rodeada por todos lados por tiendas y puestos al aire libre. La mitad de la gente era Negra, la otra mitad Púrpura; ninguno de ellos parecía reparar en la presencia de los otros. Los Negros acudían a las tiendas Negras; los Púrpuras compraban en los puestos Púrpuras. Negros y Púrpuras se empujaban al pasar, sin aparentar darse cuenta de ello ni pedir disculpas. El aborrecimiento colgaba en el aire como un hedor.

Reith y Traz cruzaron la plaza y siguieron hacia el norte a lo largo de una carretera de cemento, y finalmente llegaron a una verja de altos barrotes de cristal que rodeaba el espaciopuerto. Reith se detuvo y examinó el lugar.

—Por supuesto, no soy ningún ladrón —le dijo a Traz—. ¡Pero observa esa pequeña espacionave de ahí! De buen grado la confiscaría a su actual propietario.

—Es una nave Wankh —señaló Traz con aire pesimista—. No sabrías cómo controlarla. Reith asintió con la cabeza.

—Cierto. Pero si dispusiera de un poco de tiempo... una semana o así... podría aprender. La naves espaciales son necesariamente muy parecidas entre sí.

—¡Piensa en cosas prácticas! —le advirtió Traz. Reith ocultó una sonrisa. Ocasionalmente, Traz volvía a la rígida personalidad del Onmale, el casi vital emblema que llevaba consigo cuando se conocieron. El joven agitó dubitativo la cabeza.

—¿Crees que unos vehículos valiosos como ésos van a ser dejados sin vigilancia, listos para volar al espacio? ¡Es impensable!

—Sin embargo, no parece haber nadie a bordo de esa pequeña nave —argumentó Reith—. Incluso las de carga parecen estar vacías. ¿Por qué debería haber vigilancia? ¿Quién desearía robar una, excepto alguien como yo?

—Bien, supongamos que consigues penetrar en la nave; ¿entonces qué? —preguntó Traz—. Antes de que puedas comprender cómo manejarla, te habrán descubierto y matado.

—Nadie niega que el proyecto es arriesgado —reconoció Reith.

Volvieron al puerto, y el
Vargaz,
una vez estuvieron nuevamente a bordo, pareció un paraíso de normalidad;

Durante toda la noche fueron descargadas mercancías y otras cargadas en su lugar. Por la mañana, con todos los pasajeros y miembros de la tripulación a bordo, el
Vargaz
soltó amarras, izó sus velas, y se deslizó de vuelta al océano Draschade.

El
Vargaz
navegó hacia el norte al amparo de la desolada costa de Kachan. A lo largo del primer día pasaron junto a una docena de fortalezas Wankh, que aparecían por la proa y no tardaban en desaparecer entre la bruma a popa. En el segundo día el
Vargaz
pasó frente a tres grandes fiordos. Del último de ellos surgió una galera a motor, cuya hélice dejaba una amplia estela a popa. El capitán envió inmediatamente a dos hombres al cañón. La galera se situó detrás de la popa del barco, paralela a su rumbo; el capitán hizo quitar las lonas que protegían la pieza, poniéndola bien en evidencia. La galera varió de rumbo y se dirigió mar adentro, y los gritos y abucheos de los marineros del
Vargaz
resonaron entre las olas.

Una semana más tarde, Dragan, la primera de las Islas de las Nubes, apareció a babor. Al día siguiente el barco penetró en el puerto de Wyness; allí desembarcaron Palo Barba, su esposa y sus dos hijas de pelo naranja. Traz contempló pensativo su marcha. Edwe se volvió y agitó su mano en un gesto de despedida; luego la familia se perdió de vista entre las sedas amarillas y las capas de lino blanco de la gente que llenaba los muelles.

El barco permaneció dos días en Wyness, descargando, tomando nuevas mercancías y procurándose velas nuevas; luego fueron largadas amarras y el
Vargaz
puso nuevamente rumbo al mar.

Con un fuerte viento del este, el
Vargaz
cruzó sin dificultades el estrecho del Parapán. Pasó un día y una noche y otro día, y la atmósfera a bordo se hizo tensa, con toda la tripulación mirando hacia el este, intentando localizar las alturas de Charchan. Llegó el atardecer; el sol se hundió en una melancólica mezcla de marrones y grises y naranjas oscuros. La cena fue una bandeja de frutos secos y pescado en salmuera, que nadie comió, prefiriendo todos permanecer en la borda. Llegó la noche; el viento disminuyó; uno a uno, los pasajeros fueron retirándose a sus cabinas. Reith siguió en cubierta, meditando sobre las circunstancias de su vida. Pasó el tiempo. Desde popa le llegó un gruñir de órdenes; la vela mayor crujió al ser arriada, y el
Vargaz
se puso al pairo. Reith fue a la barandilla. En medio de la oscuridad divisó una hilera de lejanas luces: la costa de Cath.

6

El amanecer reveló una costa baja, negra contra el cielo color sepia. La vela mayor fue izada de nuevo a la brisa matutina; el
Vargaz
penetró lentamente en el puerto de Vervodei.

El sol se alzó para revelar el rostro de la durmiente ciudad. Al norte, una serie de altos edificios de planas fachadas dominaban el puerto; al sur se desplegaban una serie de depósitos y almacenes.

El
Vargaz
echó el ancha; las velas chasquearon en los mástiles al ser arriadas. Se acercó un bote con cabos de amarraje, y el
Vargaz
fue arrastrado de popa hacia el muelle. Los oficiales de puerto subieron a bordo, consultaron con el capitán, intercambiaron saludos con Dordolio, y se fueron. El viaje había terminado.

Reith dijo adiós al capitán y, con Traz y Anacho, bajó a tierra. En el muelle se les acercó Dordolio.

—Debo despedirme de vosotros —dijo con voz intrascendente—. Parto inmediatamente hacia Settra.

Preguntándose qué se ocultaba tras la mente de Dordolio, Reith inquirió:

—¿El Palacio del Jade Azul se halla en Settra?

—Sí, por supuesto. —Dordolio se tironeó el bigote—. No tenéis que preocuparos por ese asunto: yo mismo transmitiré todas las noticias necesarias al Señor del Jade Azul.

—Sin embargo, desconoces la mayor parte de esas noticias —dijo Reith—. De hecho, lo desconoces casi todo.

—Vuestra información no representará un gran consuelo para él —dijo Dordolio rígidamente.

—Quizá no. Pero no dudo que se sentirá interesado en conocerla.

Dordolio agitó la cabeza con triste exasperación.

—¡Quijotesco! ¡No sabéis nada del ceremonial! ¿Acaso esperáis simplemente llegar delante del Señor y soltarle todo vuestro relato? ¡Absurdo! Y vuestras ropas: ¡inadecuadas! Sin mencionar al marmóreo Hombre-Dirdir y al muchacho nómada.

—Confiamos en la cortesía y la tolerancia del Señor del Jade Azul —dijo Reith.

—Bah —murmuró Dordolio—. No tenéis vergüenza. —Pero no se movió de allí, contemplando la calle con el ceño fruncido—. Entonces, ¿tenéis realmente intención de visitar Settra?

—Naturalmente.

—Aceptad mi consejo. Deteneos esta noche en uno de los albergues de aquí... el Dulvan es el más adecuado... y mañana o al día siguiente acudid a una tienda de ropas para caballero de una cierta reputación y poneos en sus manos. Luego, convenientemente ataviados, id a Settra. El Albergue de los Viajeros en el Oval os proporcionará una adecuada acomodación. Bajo esas circunstancias, quizá podáis hacerme un servicio. No sé cómo, pero al parecer he extraviado mis fondos, y me sentiría muy agradecido si me prestarais un centenar de sequins para efectuar mi viaje a Settra.

—Por supuesto —dijo Reith—. Pero creo que sería más conveniente que fuéramos a Settra todos juntos. Dordolio hizo un gesto irritado.

—Tengo un poco de prisa. Y vuestros preparativos tomarán un cierto tiempo.

—En absoluto —dijo Reith—. Estamos listos para partir en este mismo momento. Muéstranos el camino.

Dordolio examinó a Reith de la cabeza a los pies, sin ocultar su desagrado.

—Lo menos que puedo hacer, para nuestra mutua conveniencia, es procurar que vayáis vestidos con ropas respetables. Venid conmigo. —Y echó a andar por la explanada hacia el centro de la ciudad. Reith, Traz y Anacho le siguieron.

—¿Por qué tenemos que soportar su arrogancia? —murmuró indignado Traz.

—Los Yao son una gente mercurial —dijo Anacho—. Hay que aceptarlos como son.

Fuera de los muelles, la ciudad adquiría su auténtico carácter. Amplia, en cierto modo severa, con calles flanqueadas por edificios de planas fachadas hechas de ladrillos vitrificados bajo inclinados tejados de tejas marrones. Por todas partes era evidente una elegante dilapidación. La actividad de Coad estaba aquí ausente; las pocas personas que se veían iban de un lado para otro con una discreta reserva. Algunas llevaban complicados atuendos, camisas de lino blanco, corbatas anudadas en complejos nudos y lazos. Otras, aparentemente de inferior status, llevaban pantalones sueltos verdes o tostados y chaquetas y blusas de varios colores apagados.

Dordolio les condujo hasta una tienda de enorme escaparate donde había varias docenas de hombres y mujeres sentados, cosiendo. Hizo una seña a los tres hombres que le seguían y entró en la tienda. Reith, Anacho y Traz entraron tras él, y aguardaron mientras Dordolio hablaba enérgicamente con el viejo y calvo propietario.

Dordolio se acercó a Reith.

—He descrito vuestras necesidades; el sastre os proporcionará ropas de su almacén de confección a un precio asequible.

Tres jóvenes pálidos se acercaron a ellos, llevando sendas hileras de perchas con ropas ya confeccionadas. El propietario efectuó una rápida selección y les tendió algunas a Reith, Traz y Anacho.

—Creo que éstas servirán adecuadamente a los caballeros. Si queréis cambiaros ahora mismo, podéis disponer de nuestros vestidores.

Reith inspeccionó críticamente las ropas. La tela parecía un tanto basta; los colores algo crudos. Miró a Anacho, cuya reflexiva sonrisa reforzó sus propias suposiciones. Clavando los ojos en Dordolio, dijo:

—Tus propias ropas parecen un tanto ajadas. ¿Por qué no pruebas este traje para ti?

Dordolio retrocedió y alzó las cejas más de la cuenta.

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