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Authors: Jack Vance

El ciclo de Tschai (68 page)

BOOK: El ciclo de Tschai
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—Se lo dije a Anacho, y te lo digo a ti: tomad el vehículo aéreo y marchaos. No hay ninguna razón por la que os arriesguéis a pasar otro día en Sivishe.

—¿Y tú?

—Yo debo correr el riesgo.

—El riesgo es muy grande, con Woudiver y sus vindicaciones.

—Controlaré a Woudiver.

—¡Es imposible! —exclamó Anacho—. ¿Quién puede controlar tanta perversidad, una pasión tan monstruosa? Está más allá de toda razón.

Reith asintió sombríamente.

—Sólo hay una forma segura, y puede que sea difícil.

—¿Cómo pretendes conseguir ese milagro? —preguntó Anacho.

—Pretendo simplemente clavarlo a la punta de mi pistola y traerlo aquí. Si no viene, lo mataré. Si viene, será mi cautivo, bajo guardia constante. No puedo pensar en nada mejor.

Anacho gruñó.

—No pongo ninguna objeción en encargarme yo personalmente de vigilar al Gran Amarillo.

—Hay que actuar ahora —dijo Traz—. Antes que se entere de la escapatoria.

—¡Vosotros dos no! —declaró Reith—. Si resulto muerto... será una lástima, pero inevitable. Es un riesgo que tengo que correr. Pero vosotros no. ¡Tomad el vehículo aéreo y dinero, y marchaos ahora que aún podéis hacerlo!

—Yo me quedo —dijo Traz.

—Y yo también —dijo Anacho. Reith hizo un gesto de derrota.

—Entonces vayamos en busa de Woudiver.

18

El trío se detuvo en el oscuro patio junto a los apartamentos de Woudiver, pensando en la mejor manera de abrir la puerta trasera.

—No podemos forzar la cerradura —murmuró Anacho—. Indudablemente Woudiver se protege con todo tipo de alarmas y trampas mortales.

—Tendremos que ir por arriba —dijo Reith—. No tiene que ser muy difícil alcanzar el techo. —Estudió la pared, las cuarteadas tejas, un viejo y retorcido psilla—. En absoluto difícil. —Señaló—. Arriba por aquí... luego cruzando por este lado... y ya estamos.

Anacho agitó lúgubremente la cabeza.

—Me sorprende que seas tan inocente. ¿Por qué crees que el camino resultará tan simple? ¿Porque Woudiver está convencido de que nadie puede trepar por ahí? Bah. Allá donde pongas la mano encontrarás agujas, trampas y botones de alarma.

Reith se mordió el labio, mortificado.

—Bien, entonces, ¿cómo piensas que podemos entrar?

—No por aquí —dijo Anacho—. Debemos derrotar la habilidad y la astucia de Woudiver siento más listos que él.

Traz hizo un repentino movimiento y empujó a los otros dos a las profundas sombras de un portal.

Desde la calle les llegó el sonido ahogado de unos pasos. Una sombra alta y delgada pasó cojeando junto a ellos y se detuvo junto a la puerta trasera.

—¡Deine Zarre! —susurró Traz—. Y parece de bastante mal humor.

Deine Zarre se inmovilizó ante la puerta; extrajo una herramienta y trasteó con ella en la cerradura. La puerta se abrió de par en par; la cruzó, avanzando con un paso tan inexorable como el destino. Reith saltó hacia delante y sujetó la puerta antes de que volviera a cerrarse. Deine Zarre desapareció cojeando. Traz y Anacho cruzaron la puerta; Reith dejó que la hoja descansara de nuevo contra su cerradura. Estaban en una galería pavimentada, con un pasadizo débilmente iluminado que conducía a la parte principal de la casa.

—Por el momento, vosotros dos aguardad aquí —dijo Reith—; dejad que me enfrente a solas con Woudiver.

—Vas a correr un gran peligro —dijo preocupado Anacho—. ¡Resultará obvio que no has venido a verle para nada bueno!

—No necesariamente —observó Reith—. Se mostrará suspicaz, evidentemente. Pero no puede saber que te he visto. Si nos ve a los tres se pondrá en guardia. A solas, tengo más posibilidades de dominarle.

—Muy bien —dijo Anacho—. Esperaremos aquí por un cierto tiempo. Luego vendremos tras de ti.

—Dadme quince minutos. —Reith echó a andar por el pasadizo, que se abría a un patio interior. Al otro lado, frente a una puerta adornada en cobre, estaba Deine Zarre, utilizando de nuevo su herramienta. De pronto las luces del patio se encendieron. Indudablemente Deine Zarre había puesto en acción una alarma.

Artilo apareció por un lado del patio.

—Zarre —dijo.

Deine Zarre se volvió hacia él.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Artilo con voz suave.

—Eso no te concierne —dijo Deine Zarre átonamente—. Déjame entrar.

Con un floreo muy poco característico suyo, Artilo extrajo una pistola de energía.

—Tengo mis órdenes. Prepárate a morir.

Reith saltó rápidamente hacia delante, pero el movimiento de los ojos de Deine Zarre advirtió a Artilo; miró a su alrededor. Reith, en dos largas zancadas, estaba ya sobre él. Lanzó un terrible golpe a la base del cráneo de Artilo, y el hombre se derrumbó muerto. Reith tomó la pistola de energía, hizo rodar el cuerpo de Artilo hacia un lado. Deine Zarre estaba ya dándose la vuelta, como si lo ocurrido careciera de interés.

—¡Espera! —dijo Reith.

Deine Zarre se volvió una vez más. Reith avanzó hacia él. Los ojos grises de Deine Zarre parecían sorprendentemente claros. Reith preguntó:

—¿Por qué estás aquí?

—Para matar a Woudiver. Ha brutalizado a mis niños. —La voz de Deine Zarre era tranquila, como si estuviera exponiendo unos hechos que no le concernían—. Están muertos, los dos muertos, se han ido de este triste mundo de Tschai.

La voz de Reith sonó apagada y distante a sus propios oídos.

—Woudiver tiene que ser destruido... pero no antes de que la nave esté terminada.

—Nunca te permitirá que la termines.

—Por eso estoy aquí.

—¿Qué puedes hacer? —murmuró Deine Zarre desdeñosamente.

—Tengo intención de tomarlo prisionero y mantenerlo así hasta que la nave esté completa. Entonces podrás matarlo.

—Muy bien —dijo Deine Zarre con voz apagada—.

¿Por qué no? Le haré sufrir.

—Como quieras. Ve tú delante. Yo iré muy cerca detrás, como antes. Cuando encontremos a Woudiver, acúsale como quieras y de lo que quieras, pero sin usar la violencia. No queremos conducirle a ninguna acción desesperada.

Deine Zarre se dio la vuelta sin una palabra. Abrió la puerta con su herramienta, revelando una habitación amueblada en escarlata y amarillo. Deine Zarre entró y, tras una rápida mirada por encima de su hombro, Reith le siguió. Un sirviente enanesco de piel oscura, con un enorme turbante blanco, se sobresaltó.

—¿Dónde está Aila Woudiver? —preguntó Deine Zarre con su voz más suave.

El sirviente se mostró altanero.

—Está ocupado con asuntos muy importantes. Grandes negocios. No puede ser molestado.

Reith lo agarró por el cuello y lo levantó un par de palmos del suelo, haciendo que el turbante se torciera peligrosamente sobre su cabeza. El sirviente pataleó, dolorido y vejado en su dignidad.

—¿Qué estás haciendo? ¡Quítame las manos de encima o llamaré a mi dueño!

—Esto es precisamente lo que queremos que hagas —dijo Reith.

El sirviente retrocedió unos pasos, frotándose el cuello y mirando a Reith con ojos llameantes.

—¡Abandonad inmediatamente esta casa!

—¡Llévanos hasta Woudiver, si quieres evitarte problemas!

El sirviente empezó a gimotear.

—No puedo hacerlo. ¡Me hará azotar!

—Mira allá al patio —dijo Deine Zarre—. Verás el cuerpo de Artilo, muerto. ¿Quieres unirte a él?

El sirviente empezó a temblar y cayó de rodillas. Reith lo puso en pie de un tirón.

—¡Rápido! ¡Llévanos hasta Woudiver!

—¡Tenéis que decirle que fui obligado a hacerlo con amenazas contra mi vida! —exclamó el sirviente con dientes castañeteantes—. También debéis jurarle...

La puerta al otro lado de la habitación se abrió una rendija. El enorme rostro de Aila Woudiver atisbo por ella.

—¿Qué es todo este jaleo?

Reith empujó al sirviente a un lado.

—Tu hombre se negó a avisarte. Woudiver lo examinó con la mirada más aguda y suspicaz que era posible imaginar.

—Y con razón. Estoy ocupado con importantes asuntos.

—Ninguno es tan importante como el mío —dijo Reith.

—Un momento —indicó Woudiver. Se volvió, habló una o dos palabras con sus visitantes, entró en el salón escarlata y amarillo—. ¿Tienes el dinero?

—Sí, por supuesto. ¿Estaría de otro modo aquí? Woudiver examinó a Reith durante otro largo momento.

—¿Dónde está?

—En un lugar seguro.

Woudiver se mordió el colgante labio inferior.

—No uses ese tono conmigo. Para ser sinceros, sospecho que has maquinado una infamia cuyo resultado ha sido el permitir hoy la escapatoria de numerosos criminales de la Caja de Cristal.

Reith dejó escapar una risita.

—Dime, por favor, cómo puedo haber estado en dos lugares a la vez.

—Si estuviste en un sólo lugar es suficiente para condenarte. Un hombre que se corresponde con tu descripción bajó por sus propios medios al campo una hora antes de que ocurriera todo. No lo hubiera hecho de no haber estado seguro de que podría escapar. Es digno de notar el hecho de que el Hombre-Dirdir renegado parece estar entre los que escaparon.

—El battarache salió de tus almacenes —dijo Deine Zarre—; serás acusado como responsable del hecho si dices una sola palabra.

Woudiver pareció darse cuenta entonces por primera vez de la presencia de Deine Zarre. Habló con simulada sorpresa.

—¿Qué haces tú aquí, viejo? Será mejor que vuelvas a tus asuntos.

—Vine a matarte —dijo Deine Zarre—. Reith me ha pedido que aguarde un poco.

—Vamos, Woudiver —dijo Reith—. El juego ha terminado. —Sacó su arma—. Rápido, o voy a tener que quemar un poco de tu pellejo.

Woudiver miró de uno a otro hombre, sin aparentar preocupación.

—Así que los ratones enseñan los dientes.

Reith, a través de una larga experiencia, sabía lo suficiente como para esperar resistencia, obstinación, y en general un comportamiento perverso. Dijo con voz resignada:

—Ven con nosotros, Woudiver.

Woudiver sonrió.

—Dos pequeños y ridículos subhombres. —Alzó ligeramente la voz—. ¡Artilo!

—Artilo está muerto —dijo Deine Zarre. Miró a derecha e izquierda, como ligeramente desconcertado. Woudiver lo observó suavemente.

—¿Buscas algo?

Deine Zarre, ignorando a Woudiver, murmuró a Reith:

—Todo esto es demasiado fácil, incluso para Woudiver. Ten cuidado.

—A la cuenta de cinco, te quemaré —dijo Reith con voz cortante.

—Primero una pregunta —dijo Woudiver—. ¿Dónde vamos a ir?

Reith lo ignoró.

—Uno... dos...

Woudiver suspiró profundamente.

—No consigues divertirme.

—...tres...

—Tengo que protegerme de alguna manera...

—...cuatro...

—...esto es evidente. —Woudiver retrocedió contra la pared. Instantáneamente el dosel de terciopelo se abatió sobre Reith y Deine Zarre.

Reith disparó su pistola, pero los pliegues dominaban su brazo y el rayo no hizo más que chamuscar las baldosas blancas y negras del suelo.

La risa de Woudiver sonó ahogada pero intensa y untuosa. El suelo vibró bajo sus ominosos pasos. Un enorme peso sofocó a Reith; Woudiver se había sentado sobre su cuerpo. Reith apenas podía moverse. La voz de Woudiver sonó muy cercana:

—¿Así que los mequetrefes pensaron que podían causarle problemas a Aila Woudiver? ¡Miradlos ahora! —El peso se alzó—. Y Deine Zarre, que se contuvo cortésmente de cometer un asesinato. Muy bien, adiós entonces, Deine Zarre. Yo soy más decidido.

Un sonido, un repentino gorgoteo estremecedor, luego un arañar de uñas sobre las baldosas.

—Adam Reith —dijo la voz—. Eres un caso de locura peculiar. Me siento tremendamente interesado en tus intenciones. Suelta la pistola, pon tus brazos al frente y no te muevas. ¿Notas el peso sobre tu cuello? Es mi pie. Así que rápido, los brazos hacia delante, y nada de movimientos bruscos. Hisziu, prepárate.

La tela fue echada a un lado, apartada de los brazos extendidos de Reith. Unos ágiles dedos oscuros ataron sus muñecas con una cinta de seda.

El terciopelo fue echado más atrás. Reith, algo desconcertado aún, alzó la vista hacia la enorme masa que gravitaba sobre él, con las piernas separadas. Hisziu, el sirviente, iba de un lado para otro, agitándose como un perrillo.

Woudiver tiró de Reith y lo obligó a ponerse en pie.

—Camina, por favor. —Envió al tambaleante Reith hacia delante con un empujón.

19

Reith permanecía en una habitación oscura, atado a un potro de metal. Sus brazos extendidos estaban sujetos a una barra transversal; sus tobillos igualmente inmovilizados. Ninguna luz penetraba en la habitación salvo el resplandor de unas pocas estrellas a través de una estrecha ventana. Hisziu el sirviente permanecía acuclillado a metro y medio de distancia frente a él, con un ligero látigo de seda trenzada en las manos, poco más que una tira de suave cuerda unida a un corto mango. Parecía capaz de ver en la oscuridad, y se divertía golpeando con la punta del látigo, a intervalos imprevisibles, las muñecas, rodillas y barbilla de Reith. Habló una sola vez:

—Tus dos amigos han sido cogidos también. No son mejores que tú: de hecho, peores. Woudiver está trabajando con ellos.

Reith colgaba flaccido de sus ligaduras, sumido en torpes y desanimados pensamientos. El desastre era completo; no era consciente de nada más. Los pequeños y maliciosos golpes del látigo de Hisziu apenas rozaban el filo de su consciencia. Su existencia llegaba a su final, que no sería más notado que la caída de una gota de lluvia en cualquiera de los tenebrosos océanos de Tschai. En algún lugar, fuera de su vista, se alzó la luna azul, arrojando su resplandor a través del cielo. Su lento ascenso y su igualmente lento ocaso marcaban el paso de la noche.

Hisziu se amodorró, y muy pronto empezó a roncar con suavidad. Reith se sentía indiferente. Alzó la cabeza, miró hacia la ventana. El resplandor de la luz lunar había desaparecido; un color lodoso hacia el este señalaba la próxima salida de Carina 4269. Hisziu despertó con un sobresalto e hizo chasquear el látigo en las mejillas de Reith, levantando ligeros surcos sangrantes. Abandonó la estancia y regresó unos momentos más tarde con una jarra de té caliente, que bebió junto a la ventana. Reith dijo con voz ronca:

—Te pagaré diez mil sequins si me sueltas. Hisziu no le prestó atención. Reith dijo:

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