Read El ciclo de Tschai Online
Authors: Jack Vance
—Entonces deberás enfrentarte al arbitrador. Por ridicula que pueda parecer esa eventualidad, ésa es la tradición, y no puede eludirse.
—¿Quién es el arbitrador?
El rostro como hueso pulido del Excelente no mostró el menor cambio, como tampoco lo hizo su voz.
—En este caso designo al Inmaculado que os acompaña.
El Inmaculado avanzó unos pasos. Imitando los tonos Dirdir, dijo:
—Seré expeditivo; las ceremonias ordinarias son aquí inapropiadas. —Se volvió hacia Reith—. ¿Niegas las acusaciones?
—Ni las confirmo ni las niego; son ridiculas.
—Es mi opinión que tus palabras son evasivas. Eso significa culpabilidad. Además, tus actitudes son irrespetuosas. Eres culpable.
—Me niego a aceptar tu veredicto —dijo Reith—, a menos que puedas justificarlo. Te emplazo a que lo hagas.
El Inmaculado contempló a Reith con burla y revulsión.
—¿Me desafías a mí, a un Inmaculado?
—Parece que ésta es la única forma en que puedo probar mi inocencia.
En Inmaculado miró a la Excelencia Dirdir.
—¿Estoy obligado a aceptarlo?
—Lo estás.
El Inmaculado midió a Reith.
—Te mataré con mis manos y con mis dientes, tal como corresponde a un Hombre-Dirdir.
—A tu elección. Pero primero quítame esta cadena del cuello.
—Quítale la cadena —dijo la Excelencia Dirdir.
—¡Es una vulgaridad! —dijo irritadamente el Inmaculado—. Perderé mi dignidad actuando delante de toda esa chusma de subhombres.
—No te quejes —dijo el Excelente—. Soy yo, el Capitán de la Caza, quien pierde un trofeo. Prosigue: afirma tu arbitraje.
Fue retirada la cadena. Reith estiró sus músculos, los relajó, los estiró, los relajó, esperando restablecer su tonicidad. Había pasado toda la noche colgado de sus muñecas; su cuerpo se sentía agotado. El Hombre-Dirdir avanzó unos pasos. Reith sintió la cabeza algo ligera.
—¿Cuáles son las reglas del combate? —inquirió—. No deseo actuar deslealmente contigo.
—No existen las deslealtades —dijo el Inmaculado—. Utilizamos las reglas de la caza: ¡tú eres mi presa! —Emitió un fuerte chirrido y se lanzó contra Reith, en lo que pareció un salto inefectivo, hasta que Reith entró en contacto con el blanco cuerpo de su oponente y descubrió que era todo músculos y tendones. Reith desvió la acometida, pero sintió las desgarraduras de las falsas garras. Intentó hacer presa en su brazo, pero no pudo encontrar una palanca efectiva. Lanzó al Inmaculado un golpe bajo la oreja, intentó alcanzar su laringe y falló. El Inmaculado retrocedió, furioso. Los espectadores jadearon excitados. El Inmaculado saltó de nuevo contra Reith, que consiguió aferrar su largo antebrazo y envió al Hombre-Dirdir trastabillando. Woudiver no pudo contenerse; avanzó y lanzó a Reith un puñetazo a la sien. Traz chilló su protesta y sacudió su cadena cruzando el rostro de Woudiver. Woudiver chilló agónicamente y se dejó caer sentado sobre el suelo. Anacho rodeó el cuello de Woudiver con su cadena y apretó con todas sus fuerzas. Los Hombres-Dirdir de Élite se lanzaron contra él y le arrebataron la cadena. Woudiver permaneció tendido en el suelo, jadeando, con el rostro del color del lodo.
El Inmaculado había aprovechado la ventaja del ataque de Woudiver para agarrar a Reith y derribarlo al suelo. Unos brazos tensos como alambres aferraron el cuerpo de Reith; largos y afilados dientes desgarraron su cuello. Reith liberó sus brazos. Con todas las fuerzas que pudo reunir, golpeó con sus manos formando copa las blancas orejas de su oponente. El Inmaculado emitió un chillido estrangulado y agitó agónicamente su cabeza. Por unos momentos su tensión cedió. Reith se montó a horcajadas sobre el delgado cuerpo, como si cabalgara una anguila blanca. Empezó a golpear la calva cabeza. Arrancó las falsas refulgencias, lanzó la cabeza hacia uno y otro lazo, luego la retorció brutalmente. Se oyó un crujido. La cabeza del Inmaculado colgó flaccida en un extraño ángulo; su cuerpo se agitó en unas breves sacudidas, luego quedó inmóvil.
Reith se puso en pie. Jadeaba y temblaba.
—He sido vindicado —dijo.
—Las acusaciones del subhombre gordo quedan invalidadas —entonó el Excelente—. Eres libre de ellas. Reith se dio la vuelta.
—¡Alto! —dijo el Excelente, con una entonación gutural en su voz—. ¿Hay alguna otra acusación?
Un Dirdir de la casta de los Élites, con las refulgencias rígidas y lanzando destellos cristalinos, dijo:
—¿Sigue la bestia reclamando
dr'ssa?
Reith giró en redondo, medio ebrio por la fatiga y las secuelas de la lucha.
—Yo soy un hombre; tú eres la bestia.
—¿Reclamas arbitraje? —preguntó el Excelente—. Si no, vamonos.
Reith sintió que el corazón se le caía a los pies.
—¿Cuáles son las nuevas acusaciones? El Élite avanzó unos pasos.
—Te acuso de que tú y tus cómplices penetrasteis violentamente en la Reserva de Caza Dirdir y asesinasteis traidoramente a miembros de la Casta Thisz.
—Niego la acusación —dijo Reith con voz ronca. El Élite se volvió hacia el Excelente.
—Solicito que tú arbitres. Solicito que me entregues a esta bestia y a sus secuaces y los señales como presa exclusiva de los Thisz.
—Acepto el arbitraje —dijo el Excelente con voz aflautada. Y a Reith, con un tono nasal y ronco—: Tú penetraste en los Carabas; eso es cierto.
—Entré en los Carabas. Nadie me ordenó no hacerlo.
—La prohibición es del conocimiento general. Asaltaste furtivamente a varios Dirdir; eso es cierto.
—No asalté a nadie que no me hubiera atacado a mí primero. Si los Dirdir quieren actuar como bestias salvajes, entonces deben sufrir las consecuencias.
Un murmullo de sorpresa y admiración, que parecía casi como una aprobación, brotó de la multitud. El Excelente se volvió para mirar a su alrededor. Instantáneamente el sonido murió.
—Es tradición de los Dirdir el cazar. Es tradición de los subhumanos y característica inherente en ellos el servir como presas.
—Yo no soy ningún subhumano —dijo Reith—. Soy un hombre, y en consecuencia no soy la presa de nadie. Si una bestia salvaje me ataca, la mato.
El rostro blanco como el hueso del Excelente no mostró ningún cambio. Pero las refulgencias empezaron a brillar y a ponerse rígidas.
—El veredicto debe adecuarse a la tradición —entonó la criatura—. Declaro al subhombre culpable. Esta farsa ha terminado. Llevadlos a la Caja de Cristal.
—¡Impugno el arbitraje! —exclamó Reith. Avanzó un paso y abofeteó con fuerza al Excelente en un lado de su cabeza. La piel era fría y algo flexible, como las placas de una tortuga; la mano de Reith le picoteó a causa del golpe. Las refulgencias del Excelente se enhiestaron como alambres al rojo; emitió un suave silbido. La multitud se inmovilizó en incrédulo silencio.
El Excelente tendió sus largos brazos hacia delante en un gesto de asir y desgarrar. Lanzó un gorgoteante grito y se dispuso a atacar.
—Un momento —dijo Reith, retrocediendo un paso—. ¿Cuáles son las reglas del combate?
—No hay reglas. Mataré como a mí me plazca.
—¿Y si yo te mato a ti, quedaré vindicado, y mis amigos también?
—Así es.
—Lucharemos con espadas.
—Lucharemos con las manos.
—Muy bien —dijo Reith.
La lucha fue abierta. El Excelente saltó hacia delante, rápido y masivo como un tigre. Reith dio dos rápidos pasos hacia atrás; el Excelente lanzó un golpe. Reith aferró la córnea muñeca y plantó un pie contra su torso; la criatura cayó hacia atrás, desconcertada. Instantáneamente Reith estaba sobre el Dirdir, inmovilizando sus garrudas manos. El Excelente se debatió con violencia; Reith golpeó repetidamente su cabeza contra el pavimento, hasta que oyó el crujir de los huesos y empezó a exudar un icor blanco verdoso.
—¿Qué hay del arbitraje? —jadeó Reith—. ¿Es correcto o erróneo?
El Excelente lanzó un gemido... un extraño sonido parecido a un lamento, que no expresaba ninguna emoción conocida por la experiencia humana. Reith volvió a golpear la dura cabeza blanca, una y otra vez.
—¿Qué hay del arbitraje? —Golpeó de nuevo la cabeza contra el pavimento.
El Dirdir hizo un gran esfuerzo por derribar a Reith de encima, sin conseguirlo.
—Tú eres el vencedor. Mi arbitraje queda refutado.
—¿Y yo y mis amigos quedamos en libertad, libres de culpa? ¿Podemos proseguir nuestras actividades sin vernos perseguidos?
—Así es.
Reith llamó a Anacho.
—¿Puedo confiar en él?
—Sí —dijo Anacho—; es la tradición. Si quieres un trofeo, arráncale sus refulgencias.
—No quiero ningún trofeo. —Reith se puso en pie, tambaleante.
La multitud contemplaba admirada la escena. Erlius giró sobre sus talones y se alejó apresuradamente. Aila Woudiver retrocedió lentamente hacia su coche negro.
Reith lo señaló con un dedo.
—Woudiver... tus acusaciones eran falsas, y tienes que responder de ellas ante mí.
Woudiver extrajo su pistola de energía; Traz dio un salto, aferró su enorme muñeca. La pistola disparó, quemándole su propia pierna. Lanzó un agónico aullido y cayó al suelo. Anacho recogió la pistola; Reith ató una de las cadenas en torno al cuello de Woudiver y dio un brusco tirón.
—Vamos, Woudiver. —Abrió camino hacia el coche negro por entre los espectadores, que se apartaron apresuradamente.
Woudiver se apelotonó en un rincón del coche con un desolado gemido. Anacho puso en marcha el vehículo, y se alejaron de la ovalada plaza.
Condujeron hasta el almacén. Los técnicos, en ausencia de Deine Zarre, no se habían presentado al trabajo. El almacén parecía silencioso y abandonado; la nave espacial, que hasta entonces había parecido a punto de cobrar vida, descansaba desolada sobre sus calzos.
Arrastraron a Woudiver al interior, como lo hubieran hecho con un toro remiso, y lo ataron entre dos postes. Woudiver no cesaba de gemir sus protestas.
Reith lo estudió unos instantes. Todavía no podían prescindir de él. Ciertamente, seguía siendo peligroso. En medio de todo su despliegue de protestas, sus ojos observaban a Reith con una dura y atenta mirada.
—Woudiver —dijo Reith—, me has causado un terrible daño.
El adiposo cuerpo de Woudiver se agitó en grandes sollozos; parecía un monstruoso y feo bebé.
—Planeas torturarme y matarme.
—El pensamiento ha pasado por mi mente —admitió Reith—. Pero tengo otros deseos más urgentes. Terminar la nave y volver a la Tierra con la noticia de este planeta infernal me haría incluso olvidar el placer de tu muerte.
—En ese caso —dijo Woudiver, convertido bruscamente de nuevo en un hombre de negocios—, todo sigue como antes. Paga el dinero que me debes, y seguiremos adelante.
La mandíbula de Reith colgó incrédula. Se echó a reír maravillado por la sorprendente ligereza de Woudiver.
Anacho y Traz se mostraban menos divertidos. Anacho clavó un largo palo en su barriga.
—¿Y qué me dices de la noche pasada? —preguntó con voz suave—. ¿Recuerdas tu conducta? ¿Qué tienes que decir de las sondas eléctricas y de las traillas de mimbre?
—¿Y de Deine Zarre y los dos niños? —añadió Traz. Woudiver miró suplicante a Reith.
—¿Cuál de vuestras voces tiene más peso? Reith eligió cuidadosamente sus palabras.
—Todos nosotros tenemos motivos de resentimiento. Eres un ingenuo si esperas oír simpatía de nuestas bocas.
—Por supuesto, tiene que sufrir —dijo Traz con los dientes apretados.
—Vivirás —dijo Reith—, pero únicamente para servir a nuestros intereses. No me importa ni un ápice tu vida, a menos que demuestres que eres útil.
Reith captó de nuevo en los ojos de Woudiver un destello frío y astuto.
—Que así sea —dijo Woudiver.
—Quiero que contrates a un reemplazo competente para Deine Zarre. De inmediato.
—Eso es caro, muy caro —dijo Woudiver—. Tuvimos suerte con Zarre.
—La responsabilidad de su ausencia es tuya —dijo Reith.
—Nadie pasa por la vida sin cometer errores —admitió Woudiver—. Éste fue uno de los míos. Pero conozco al hombre que necesitamos. Aunque pedirá mucho dinero, te lo advierto.
—El dinero no es problema —dijo Reith—. Queremos lo mejor. En segundo lugar, quiero llamar a los técnicos para que vuelvan al trabajo. Todo por teléfono, por supuesto.
—Tampoco hay ninguna dificultad en ello —declaró
Woudiver alegremente—. El trabajo se reanudará de inmediato.
—Tienes que disponer la entrega inmediata de los materiales y provisiones que necesitamos. Y deberás pagar de tu bolsillo todos los salarios y gastos que se produzcan a partir de ahora.
—¿Qué? —rugió Woudiver.
—Además —dijo Reith—, permanecerás atado entre estos postes. Por tu mantenimiento deberás pagar mil sequins, o mejor dos mil, al día.
—
¿Qué? —
aulló Woudiver—. ¿Pretendes chantajear y explotar al pobre Woudiver?
—¿Aceptas las condiciones? —dijo impasible Reith—. Si no, pediré a Anacho y Traz que se encarguen de ti, y ya sabes el cariño que te tienen.
Woudiver se irguió en toda su estatura.
—Acepto —dijo con voz firme—. Y ahora, puesto que parece que voy a tener que financiar tus alucinaciones y verme despojado de todo mi dinero, pongánomos inmediatamente al trabajo. El momento en que te vea desaparecer en el espacio será el más feliz de mi vida, te lo aseguro. Suelta esas cadenas para que pueda alcanzar el teléfono.
—Quédate dónde y cómo estás —dijo Reith—. Traeremos el teléfono hasta ti. Y ahora: ¿donde está tu dinero?
—No puedes hablar en serio —exclamó Woudiver.