—Nos vamos a casar —respondió Bowden con seriedad.
Victor frunció el ceño y le miró.
—El amor es como el oxígeno, Bowden. ¿Cuándo es el día feliz?
—Oh, ella todavía no lo sabe —respondió Bowden, suspirando—. Es todo lo que debería ser una mujer. Fuerte y llena de recursos, leal e inteligente.
Victor alzó una ceja.
—¿Cuándo crees que se lo pedirás?
Bowden miraba directamente a las luces traseras del coche.
—No lo sé. Si Spike está metido en los problemas en los que creo que está metido, quizá nunca.
OpEspec 17: Chupópteros y mordedores
«… Realicé la llamada de ayuda por rutina; lo había hecho desde que Chesney se entregó a las sombras. Nunca esperé que nadie respondiese; no era más que mi forma de decir “¡Eh, chicos! ¡Todavía sigo aquí!”. No, jamás lo esperé. Jamás lo esperé para nada…»
A
GENTE
«S
PIKE
» S
TOKER
entrevista en
La Gaceta de Van Helsing
—¿Dónde estás, Spike?
Hubo una pausa y luego:
—Thursday, piénsatelo bien antes de hacerlo…
—Lo he hecho, Spike. Dame tu posición.
Me la dio y después de un cuarto de hora llegué al instituto en Haydon.
—Aquí estoy, Spike. ¿Qué necesitas?
Su voz llegó por la radio, pero en esta ocasión ligeramente forzada.
—Aula cuatro, y date prisa; encontrarás un equipo de urgencia en la guantera de mi blanco y negro…
Hubo un chillido y dejó de transmitir.
Corrí hasta el coche patrulla de Spike, en la entrada oscura del viejo colegio. La luna pasó tras una nube y la oscuridad descendió; sentí una mano opresiva sobre el corazón. Abrí la portezuela del coche y rebusqué en la guantera. Encontré lo que buscaba: una pequeña caja de cuero cerrada con cremallera que llevaba «Stoker» grabado en la parte superior usando letras doradas. La agarré y subí corriendo los escalones delanteros de la vieja escuela. El interior estaba tenebrosamente iluminado por las luces de emergencia; le di a un panel de interruptores, pero no había corriente. Bajo la escasa luz encontré un cartel informativo y seguí las flechas hacia el aula cuatro. Mientras recorría el pasillo, percibía un olor penetrante; era igual al triste olor a muerte que había detectado en el maletero del coche de Spike cuando nos vimos por primera vez. Me detuve de pronto, estremeciéndoseme el cogote mientras una ráfaga de viento frío me daba de lleno. Me volví abruptamente y me quedé inmóvil al ver la figura de un hombre en silueta contra el brillo tenue de una luz de salida.
—¿Spike? —murmuré, con la garganta seca y la voz quebrada.
—Me temo que no —dijo la figura, caminando hacia mí sin hacer, ruido y jugando con una linterna sobre mi cara—. Soy Frampton; el conserje. ¿Qué hace aquí?
—Thursday Next, OpEspec. Hay un agente que precisa ayuda en el aula cuatro.
—¿En serio? —dijo el conserje—. Probablemente siguió a algunos chicos. Bien, será mejor que venga conmigo.
Le miré con atención; un destello de una de las luces de salida se reflejó en el crucifijo de oro que llevaba alrededor del cuello. Suspiré aliviada.
Caminó con rapidez por el pasillo; yo le seguí de cerca.
—Este lugar es tan antiguo que da vergüenza —murmuró Frampton—. ¿A quién dijo que buscaba?
—A un agente llamado Stoker.
—¿Qué hace?
—Caza vampiros.
—¿En serio? Nuestra última infestación fue en el 78. Un estudiante llamado Parkes. Fue de acampada al bosque de Dean y regresó un hombre cambiado.
—¿De acampada al bosque de Dean? —repetí incrédula—. ¿Qué le poseyó a hacer tal cosa?
El conserje rió.
—La palabra justa. En aquel entonces, Symonds Yat tampoco era tan seguro como ahora; también hemos tomado precauciones. Todo el colegio está consagrado como iglesia.
Con la linterna iluminó un enorme crucifijo en la pared.
—Aquí no volveremos a tener
ese
tipo de problemas. Aquí está, aula cuatro.
Empujó la puerta y entramos en la enorme sala. La linterna de Frampton repasó las paredes recubiertas de roble pero una búsqueda rápida no mostró ninguna señal de Spike.
—¿Está seguro de que ésta es la número cuatro?
—Seguro —respondió—. El…
Se oyó cómo se rompía un vidrio y una maldición apagada a poca distancia.
—¿Qué fue eso?
—Ratas, probablemente.
—¿Y la maldición?
—Ratas
sin educación
. Venga, vamos.
Pero yo me había desplazado hasta una puerta más allá del aula, llevándome conmigo la linterna de Frampton. Abrí completamente la puerta y me recibió un terrible olor a formaldehído. Se trataba de un laboratorio de anatomía, oscuro excepto por la luz de luna que atravesaba la ventana. Contra la pared había estantes y más estantes de muestras envasadas: en su mayoría partes de animales, pero también algunas piezas humanas, para que los chicos pudiesen asustar a las chicas durante las clases de biología. Se oyó el sonido de un frasco rompiéndose, y yo llevé el rayo de la linterna hasta el otro extremo de la estancia. Se me congeló el corazón. Spike, habiendo perdido aparentemente el autocontrol, había arrojado un frasco de muestra al suelo y ahora rebuscaba en su contenido. Alrededor de los pies tenía los restos rotos de muchos frascos; evidentemente había sido todo un festín.
—¿Qué haces? —pregunté, con la repulsión subiéndome por la garganta.
Spike se volvió hacia mí, con los ojos muy abiertos, la boca cortada por el vidrio, y una mirada de horror y miedo en los ojos.
—¡Tenía hambre! —aulló—. ¡Y no pude encontrar ningún ratón…!
Cerró los ojos un momento, recuperó la compostura con un esfuerzo hercúleo y luego soltó farfullando:
—¡Mi medicación…!
Me resistí a la sensación de asco y abrí el equipo médico para revelar un inyector con la forma de un bolígrafo. Lo solté y me moví hacia Spike, quien cayó desplomado y sollozaba en silencio. Una mano cayó sobre mi hombro, y me di la vuelta. Era Frampton, y tenía una sonrisa desagradable en los labios.
—Déjele así. Así es más feliz, créame.
Aparté la mano del hombro y durante un instante le toqué la piel con la mano. Era fría como el hielo y sentí un estremecimiento por todo el cuerpo. Retrocedí con rapidez y tropecé con una banqueta, cayendo con fuerza y soltando el inyector de Spike. Desenfundé y apunté a Frampton, quien parecía deslizarse hacia mí sin tener que andar. No grité una advertencia; me limité a apretar el gatillo y un destello brillante iluminó el laboratorio. Frampton fue catapultado al otro lado de la sala, hacia la pizarra, y cayó desmadejado. Busqué a tientas el inyector, lo encontré y corrí hacia Spike, quien había cogido un frasco especialmente grande con un espécimen muy reconocido y atrozmente desagradable en su interior. Le iluminé los ojos con la linterna y él farfulló:
—¡Ayúdame!
Retiré la tapa del inyector y se lo clavé en la pierna, dándole dos dosis. Le quité el frasco de entre las manos y él se sentó con aspecto confundido.
—¿Spike? Di algo.
—Eso
realmente
me dolió.
Pero no hablaba Spike. Era Frampton. Se había puesto en pie y se ataba al cuello lo que parecía una langosta.
—Hora de cenar, señorita Next. No la molestaré con el menú porque… bien,
¡es usted!
La puerta del laboratorio de biología se cerró de golpe y miré el arma; ahora me resultaba tan útil como una pistola de agua.
Me levanté y me alejé de Frampton, quien una vez más pareció deslizarse hacia mí. Volví a disparar, pero Frampton estaba preparado; se limitó a hacer una mueca y a continuar.
—¡Pero el crucifijo…! —grité, retrocediendo hacia la pared—. Y este colegio… ¡es una iglesia!
—¡Tontita! —respondió Frampton—. ¿Realmente cree que el cristianismo tiene algún monopolio sobre la gente como yo?
Busqué desesperadamente un arma a mi alrededor, pero aparte de una silla —que se alejó de mí cuando intenté agarrarla— no había nada.
—
Prroonto
acabará todo. —Frampton sonrió. Le creció un único diente frontal desmesuradamente largo que le pasó por encima del labio inferior y le hizo hablar raro.
—Pronto ce unirá uzted a Zpike para cervirle de tentempié. ¡
Dezpuez
de que yo acabe!
Sonrió y abrió mucho la boca; hasta lo imposible —casi parecía ocupar toda la sala—. Súbitamente, Frampton se detuvo, puso gesto de confusión y giró los ojos en sus cuencas. Se fue poniendo gris, luego negro, y luego pareció deshacerse como las páginas quemadas de un libro. Hubo un olor mohoso a podredumbre que casi eliminaba el pestazo a formaldehído y pronto no quedó nada en absoluto excepto Spike, quien todavía sostenía la estaca afilada que había destruido a la abominación que había sido Frampton.
—¿Estás bien? —preguntó con un gesto de triunfo en la cara.
—Estoy bien —respondí temblorosa—. Sí, me siento bien. Bien, al menos ahora me siento bien.
Bajó la estaca y me ofreció una silla mientras las luces regresaban.
—Gracias —murmuré—. Mi sangre es mía y aspiro a que siga así. Supongo que te debo una.
—Ni se te ocurra, Thursday.
Yo te debo una
. Nadie antes había respondido a una de mis llamadas de ayuda. Los síntomas llegaron cuando olisqueaba a este Colmillo. No pude llegar al inyector a tiempo…
Dejó de hablar mientras miraba triste al vidrio roto y el formaldehído vertido.
—Jamás creerán este informe —murmuré yo.
—Nunca
leen
mis informes, Thursday. La última persona que lo hizo ahora va a terapia. Así que simplemente los archivan y los olvidan. Como a mí, supongo. Es una vida solitaria.
Guiándome por un impulso, le abracé. Parecía lo correcto. Me devolvió el abrazo agradecido; supongo que llevaba mucho tiempo sin tocar a otro ser humano. Olía un poco a moho —pero no era desagradable; era un poco como la tierra húmeda tras una lluvia de primavera—. Era musculoso y al menos treinta centímetros más alto que yo, y mientras nos tuvimos en brazos de pronto sentí que realmente no me importaría que intentase un acercamiento. Quizá fuese la intimidad de la experiencia que acabábamos de compartir; no sé —normalmente no actuo así—. Le pasé la mano por la parte posterior del cuello, pero había juzgado mal al hombre y la situación. Lentamente me soltó y sonrió, negando lentamente con la cabeza. Había pasado el momento.
Me detuve un segundo y luego volví a guardar cuidadosamente la automática.
—¿Qué hay de Frampton?
—Era bueno —admitió Spike—,
realmente
bueno. No se alimentaba en su propio territorio y nunca se excedía; sólo lo justo para saciar la sed.
Salimos del laboratorio y recorrimos el pasillo.
—Entonces, ¿cómo diste con él? —pregunté.
—Suerte. Estaba detrás de mí en un semáforo. Miré al retrovisor: coche vacío. Le seguí y
diana
; supe que era un chupóptero tan pronto como habló. Le hubiese dado con la estaca antes, si no fuese por mi problema.
Nos detuvimos en su coche patrulla.
—¿Y qué hay de ti? ¿Alguna posibilidad de cura?
—Los mejores virólogos hacen todo lo que pueden, pero por el momento yo llevo el inyector a mano y evito la luz solar.
Se detuvo, sacó la automática y deslizó la corredera, expulsando una única bala brillante.
—Plata —me explicó al ofrecérmela—. Nunca uso otra cosa —miró a las nubes. Las farolas las coloreaban de naranja y se movían con rapidez por el cielo—. Hay cosas muy raras por ahí; acéptala como amuleto de buena suerte.
—Empiezo a pensar que no existe la suerte.
—Exactamente lo que quiero decir. Que Dios te guarde, Thursday, y gracias una vez más.
Cogí la bala reluciente y empecé a decir algo, pero él ya se había ido, rebuscando en el maletero de su coche patrulla para dar con una aspiradora y una bolsa de basura. Para él, la noche estaba lejos de haber terminado.
Landen otra vez
«Cuando supe por primera vez que Thursday había regresado a Swindon, me sentí feliz. Nunca acabé de creer que se hubiera ido para siempre. Había oído lo de sus problemas en Londres y también sabía cómo reaccionaba al estrés. Todos los que volvimos de la Península nos convertimos en expertos en ese tema, nos gustase o no…»
L
ANDEN
P
ARKE
-L
AINE
Recuerdos de un veterano de Crimea
—Le dije al señor Parke-Laine que había sufrido de una fiebre hemorrágica pero no me creyó —me dijo Liz desde la recepción del Finis.
—La gripe hubiese sido más creíble.
Liz no se mostró arrepentida.
—Le ha mandado esto.
Me pasó un sobre. Me sentí tentada de tirarlo a la basura, pero me sentía ligeramente culpable por habérselo puesto tan difícil la noche anterior. El sobre contenía entradas numeradas para
Ricardo III
que se representaba todos los viernes noche en el teatro Ritz. Cuando salíamos juntos solíamos asistir casi todas las semanas. Era un buen espectáculo; el público hacía que fuese todavía mejor.
—¿Cuándo salió con él por última vez? —preguntó Liz, sintiendo mi indecisión.
Alcé la vista.
—Hace diez años.
—
¿Diez años?
Ve, querida. La mayoría de mis novios tendrían problemas incluso para acordarse de mí después de tanto tiempo.
Volví a mirar las entradas. El espectáculo empezaba en una hora.
—¿Fue por eso que abandonó Swindon? —preguntó, deseando ayudar.
Asentí.
—¿Y conservó una fotografía durante todos esos años?
Volví a asentir.
—Ya comprendo —respondió Liz pensativa—. Pediré un taxi mientras sube a cambiarse.
Era un buen consejo, y corrí a mi habitación, me duché rápido y me probé casi todo lo que tenía en el armario. Me peiné hacia arriba, luego hacia abajo, luego arriba otra vez, murmuré «Demasiado de chico» a un par de pantalones y me puse un vestido. Escogí unos pendientes que Landen me había regalado y encerré la automática en la caja fuerte de la habitación. Tuve el tiempo justo de ponerme un poco de línea de ojos antes de que me llevase a toda prisa por las calles de Swindon un taxista, un ex marine implicado en la recuperación de Balaclava en el 61. Charlamos sobre Crimea. Él tampoco sabía dónde iba a hablar el coronel Phelps, pero cuando lo descubriese, dijo, iría a interrumpir todo lo que pudiese.