—¡Hola, irreverendo! —respondió jovialmente, para luego mirarme y decir con un susurro ronco—: ¿Ésta es su novia?
—No, Gladys… Es mi hermana, Thursday. Pertenece a OpEspec, y por tanto no tiene sentido del humor, novio o vida propia.
—Eso está bien, cariño —dijo la señora Higgins, quien estaba claro era totalmente sorda, a pesar de tener orejas enormes.
—Hola, Gladys —dije, dándole la mano—. Joffy solía darle tanto al obispo cuando era joven que pensamos que se iba a quedar ciego.
—Bien, bien —murmuró ella.
Joffy, para no quedarse atrás, dijo:
—Y la pequeña Thursday aquí presente hacía tanto ruido durante el sexo que teníamos que instalarla en el cobertizo del jardín cuando se traía un novio a pasar la noche.
Le di un codazo en las costillas, pero la señora Higgins no se dio cuenta; sonrió beatíficamente, nos deseó un buen día a los dos, y se fue pasito a pasito al camposanto. La vimos irse.
—Ciento cuatro el próximo marzo —murmuró Joffy—. Asombroso, ¿no? Cuando se vaya, estoy pensando en disecarla y colocarla en el porche para colgar el sombrero.
—Ahora sí que bromeas.
Sonrió.
—No tengo ni un gramo de seriedad en mi cuerpo, hermanita. Entra, te serviré ese té.
La vicaría era inmensa. La leyenda contaba que la aguja de la iglesia habría sido tres metros más alta si el párroco beneficiario no hubiese sentido tanto aprecio por la piedra y no la hubiese desviado para su propia residencia. Se produjo una pelea muy poco sagrada con el obispo y al párroco lo relevaron de sus obligaciones. Sin embargo, la vicaría más grande de lo habitual se quedó en su sitio.
Joffy sirvió un té fuerte de una tetera Clarice Cliff vertiéndolo a un juego igual de taza y plato. No intentaba impresionarme; la DEG no tenía casi nada de dinero y Joffy no podía permitirse más que lo que venía con la vicaría.
—Bien —dijo Joffy, colocándome delante la taza de té y sentándose en el sofá—, ¿crees que papá se está tirando a Emma Hamilton?
—Nunca lo mencionó. Es decir, si estuvieses teniendo una aventura con alguien que murió hace más de cien años, ¿se lo contarías a tu mujer?
—¿Qué hay de mí?
—¿Qué hay de ti?
—¿Me nombra alguna vez?
Negué con la cabeza y Joffy mantuvo el silencio durante un momento, lo que en él resultaba raro.
—Creo que él quería que yo estuviese en esa carga en lugar de Ant, hermanita. Ant fue siempre su hijo preferido.
—Eso es una estupidez, Joffy. E incluso de ser cierto, que no lo es, no hay nada que nadie pueda hacer al respecto. Ant se ha ido, está acabado, muerto. Incluso si tú
hubieses
estado ahí fuera, admitámoslo, el capellán del regimiento no dicta precisamente la política militar.
—Entonces, ¿por qué papá nunca viene a verme?
Me encogí de hombros.
—No lo sé. Quizá sea algo de la CronoGuardia. Apenas me visita a mí a menos que sea por negocios… y nunca durante más de un par de minutos.
Joffy asintió y luego preguntó:
—¿Has estado yendo a la iglesia en Londres, hermanita?
—No tengo tiempo, la verdad, Joff.
—
Encontramos
el tiempo, hermanita.
Suspiré. Tenía razón.
—Después de la carga como que perdí la fe. OpEspec tiene capellanes propios, pero nunca volví a sentir lo mismo por nada.
—Crimea nos quitó mucho a todos —dijo Joffy con tranquilidad—. Es quizá por eso que tengamos que emplear el doble de esfuerzo para conservar lo que nos queda. Ni siquiera yo soy inmune a la pasión de la batalla. Cuando fui a la península por primera vez, me emocionaba la guerra… Podía sentir la insidiosa mano del nacionalismo sosteniéndome recto y asfixiando mi raciocinio. Cuando estaba allá fuera, quería que ganásemos, que matásemos al enemigo. Me regocijaba en la gloria de la batalla y la camaradería que sólo el conflicto puede crear. No hay unión más fuerte que la forjada en un conflicto; no hay mayores amigos que aquellos que se encontraban a tu lado mientras luchabas.
Joffy de pronto pareció mucho más humano; asumí que ésa era la cara que veían los feligreses.
—Sólo después comprendí el horror de lo que hacíamos. Pronto fui incapaz de distinguir entre rusos, ingleses, franceses o turcos. Manifesté mi opinión y me prohibieron ir al frente para evitar que sembrase tensión. Mi obispo me dijo que no era cosa mía juzgar los errores del conflicto, sino cuidar de la salud espiritual de los hombres y mujeres.
—Entonces, ¿por eso regresaste a Inglaterra?
—Es por eso que regresé a Inglaterra.
—Te equivocas, ya lo sabes —le dije.
—¿Sobre qué?
—Sobre no tener seriedad en el cuerpo. ¿Sabías que el coronel Phelps está en la ciudad?
—Sí. Qué imbécil. Alguien debería envenenarle. Voy a hablar frente a él como «la voz de la moderación». ¿Te unirás a mí en el podio?
—No lo sé, Joff, en serio, no lo sé.
Miré fijamente el té y rechacé el trago que me ofreció.
—Mamá conserva bien la tumba, ¿no? —dije, desesperada por cambiar de tema.
—Oh, no es ella, Bodoque. No soportaría ni siquiera pasar junto a la lápida… incluso si adelgazase lo suficiente como para atravesar la entrada del cementerio.
—Entonces, ¿quién?
—Pues vaya,
Landen
, claro. ¿No te lo contó?
Me puse recta.
—No. No lo hizo.
—Puede que escriba una basura de libros y que sea un poco inútil, pero era buen amigo de Anton.
—¡Pero su testimonio lo condenó para siempre…!
Joffy dejó el té y se inclinó hacia delante, convirtió la voz en un susurro y puso la mano sobre la mía.
—Querida hermana, sé que es un viejo cliché pero es cierto:
La primera víctima de la guerra es la verdad
. Landen intentaba corregir esa situación. No creas que no agonizó durante mucho tiempo, reflexionando profundamente… Hubiese sido más fácil mentir y limpiar el nombre de Ant. Pero una mentira pequeña acaba dando lugar a una mayor. Los militares mal pueden permitirse más de las que ya tienen. Landen también lo sabía y también, creo, Anton.
Le miré pensativamente. No estaba segura de qué le diría a Landen, pero esperaba que se me ocurriese algo. Diez años atrás me había pedido que me casase con él, justo antes de su declaración ante el tribunal. Le acusé de haber intentado ganar mi mano con engaños, al saber cuál sería mi reacción tras la vista. Una semana después me había ido a Londres.
—Creo que será mejor que le llame.
Joffy sonrió.
—Sí, quizá sea lo mejor…
Bodoque
.
Doctor Runcible Spoon
«Querida mamá:
«… Varias personas me han preguntado dónde encuentro la gran cantidad de preposiciones que necesito para mantener a los gusalibros en perfecto estado de salud. La respuesta es, por supuesto, que uso las preposiciones omitidas, las cuales, cuando se las mezcla con artículos definidos omitidos, resultan ser una comida muy nutritiva. En la lengua inglesa hay una gran abundancia.
Final de viaje
carece de dos artículos definidos:
el
final
de el
viaje
. También hay otros muchos ejemplos, como
matasuegras (mata
a las
suegras)
y
fueraborda (fuera
de la
borda)
, y demás. Si ando escaso, me dirijo al periódico local, donde es fácil encontrar a diario preposiciones y artículos eliminados en los titulares de
The Toad
. Y en cuanto a los productos de desecho de los gusanos, están compuestos en su mayoría de apóstrofos —lo que empieza a ser un problema—. Ayer vi un anuncio que decía:
Coliflore’s, a tr’es chelin’es cada una…
»
M
YCROFT
N
EXT
para la sección «¿Alguna pregunta?»
de la revista
Nuevo Clonador
Bowden y Victor no estaban cuando llegué a la oficina; me serví una taza de café y me senté ante mi mesa. Llamé al número de Landen pero estaba ocupado; lo intenté unos minutos después, pero sin suerte. El sargento Ross me llamó desde recepción diciendo que mandaba a alguien que necesitaba ver a un detective literario. Jugueteé con los nudillos durante un rato y luego no conseguí hablar con Landen por tercera vez cuando un hombre pequeñito y de aspecto académico con un aura sobrecogedora de desaliño penetró en la oficina. Llevaba un pequeño bombín y una chaqueta de caza de espiga que se había puesto a toda prisa por encima de lo que parecía la parte superior de un pijama. La cartera tenía papeles que sobresalían por el borde allí donde habían quedado atrapados tras cerrarla y tenía los cordones de ambos zapatos atados con nudos de rizo. Me miró. Llevaba dos minutos llegar desde la puerta principal y todavía jugaba con el pase de visitantes.
—Permítame —dije.
El académico permaneció impasible mientras yo le colgaba el pase y luego me dio las gracias distraído, mirando a su alrededor como si intentase determinar dónde estaba.
—Estaba buscándome a mí y se encuentra en el piso correcto, —dije, agradeciendo haber tenido en el pasado tanta experiencia con los profesores universitarios.
—¿Sí? —dijo con enorme sorpresa, como si mucho tiempo atrás ya hubiese aceptado que siempre acabaría en el lugar incorrecto.
—Operativo especial Thursday Next —dije, ofreciéndole una mano. El apretón fue débil e intentó levantarse el sombrero usando la mano que sostenía la cartera. Se rindió y en su lugar inclinó la cabeza.
—Eh… Gracias, señorita Next. Me llamo Runcible Spoon, profesor de literatura inglesa en la Universidad de Swindon. Seguro que ha oído hablar de mí.
—Estoy segura de que sólo es cuestión de tiempo, doctor Spoon. ¿Le apetecería sentarse?
El doctor Spoon me dio las gracias y me siguió hasta mi mesa, deteniéndose ocasionalmente cuando un libro curioso le llamaba la atención. Tuve que detenerme y esperar varias veces antes de tenerle a salvo ocupando la silla de Bowden. Le llevé una taza de café.
—Bien, ¿cómo puedo ayudarle, doctor Spoon?
—Quizá mejor se lo muestro, señorita Next.
Spoon buscó en el maletín durante un minuto, sacando algunos trabajos de estudiante todavía sin nota y un calcetín de cachemira con dibujo antes de encontrar y pasarme al fin un pesado volumen encuadernado en azul.
—
Martin Chuzzlewit
—me explicó el doctor Spoon, volviendo a meter todos los papeles de vuelta en la cartera y preguntándose por qué habían aumentando de volumen desde que los había sacado—. Capítulo nueve, página 187. Está marcada.
Fui a donde Spoon había dejado el bonobús y examiné la página.
—¿Ve a lo que me refiero?
—Lo lamento, doctor Spoon. No he leído
Chuzzlewit
desde la adolescencia. Va a tener que iluminarme.
Spoon me miró suspicaz, preguntándose si no sería una impostora.
—Un estudiante me lo comentó a primera hora de la mañana. Vine todo lo rápido que pude. Al final de la página 187 había un breve párrafo describiendo a uno de los curiosos personajes que frecuentan la pensión de la señora Todger. Un tal señor Quaverley, de nombre. Es un personaje gracioso que sólo habla de temas de los que no sabe nada. Si examina las líneas, creo que estará de acuerdo conmigo en que ha desaparecido.
Leí la página con creciente consternación. El nombre de Quaverley me sonaba, pero no parecía haber rastro del breve párrafo.
—¿No aparece más tarde?
—No, agente. Mi estudiante y yo lo hemos repasado varias veces. No hay ninguna duda. El señor Quaverley ha sido inexplicablemente expurgado del libro. Es como si el personaje jamás hubiese sido escrito.
—¿Podría ser un error de imprenta? —le pregunté sintiéndome cada vez más inquieta.
—Al contrario. He comprobado siete versiones diferentes y todas dicen exactamente lo mismo.
El señor Quaverley ya no está con nosotros
.
—No parece posible —murmuré.
—Estoy de acuerdo.
Me sentía inquieta por todo el asunto, y en mi mente comenzaron a formarse, de forma desagradable, varias conexiones entre Hades, Jack Schitt y el manuscrito
Chuzzlewit
.
Sonó el teléfono. Era Victor. Estaba en el depósito y me pedía que fuese de inmediato; habían encontrado un cuerpo.
—¿Qué tiene que ver conmigo? —le pregunté.
Mientras Victor hablaba yo miraba al doctor Spoon, quien se miraba una mancha de comida que había encontrado en la corbata.
—No, al contrario —respondí lentamente—, considerando lo que acaba de pasar aquí, creo que eso no suena para nada raro.
El depósito de cadáveres era un viejo edificio Victoriano que necesitaba desesperadamente una renovación. El interior estaba mohoso y olía a formaldehído y a humedad. Los empleados parecían tener mala salud y se desplazaban por el interior del pequeño edificio como si estuviesen en un funeral. El chiste habitual decía que en el depósito de Swindon los cadáveres eran los que tenían todo el carisma. Esa regla era especialmente acertada en lo referido al señor Rumplunkett, el patólogo jefe. Era un hombre de aspecto lúgubre con carrillos pesados y cejas como tejados de paja. A él y a Victor me los encontré en el laboratorio de patología.
El señor Rumplunkett no pareció darse cuenta de mi entrada, sino que siguió hablándole a un micrófono que colgaba del techo, con una voz monótona que sonaba como un zumbido apagado en la sala de azulejos. Se sabía que en más de una ocasión los encargados de las transcripciones se habían quedado dormidos; incluso él mismo tenía problemas para mantenerse despierto cuando ensayaba los discursos para la cena-baile anual de los patólogos forenses.
—Tengo frente a mí a un europeo de unos cuarenta años con pelo gris y mala dentición. Mide aproximadamente metro setenta y está vestido de una forma que describiría como victoriana.
Además de Bowden y Victor, había presentes dos detectives de homicidios, los que nos habían interrogado la noche antes. Parecían malhumorados y aburridos y miraban con suspicacia al contingente de detectives literarios.
—Buenos días, Thursday —dijo Victor con alegría—. ¿Recuerdas el Studebaker que pertenecía al asesino de Archer?
Asentí.
—Bien, nuestros amigos de homicidios encontraron este cuerpo en el maletero.
—¿Lo han identificado?
—No por el momento. Mira esto.
Señaló una bandeja de acero inoxidable que contenía las posesiones del cadáver. Repasé la pequeña colección. Había medio lápiz, una factura impagada por almidonar unos cuellos y una carta de su madre con fecha del 5 de junio de 1843.