—Algunas cosas nunca se sabrán —respondió sin comprometerse—. Charlotte ya no está con nosotros, por lo que la pregunta es puramente abstracta. Lo que tenemos para estudiar y disfrutar es lo que nos dejó. La total exuberancia de la prosa compensa con creces cualquiera de sus pequeñas limitaciones.
El joven americano asintió y el pequeño grupo se movió, con mi tía y mi tío entre ellos. Me rezagué hasta que sólo yo y una turista japonesa nos quedamos en la sala; luego intenté ponerme de puntillas para mirar el manuscrito. Tenía su complicación, porque yo era bajita para mi edad.
—¿Te gustaría que te lo leyese? —dijo una amable voz cercana. Era la turista japonesa. Me sonrió y yo le agradecí las molestias.
Comprobó que no había nadie por los alrededores, abrió sus gafas para leer y empezó a hablar. Hablaba un inglés excelente y poseía una bonita voz lectora; las palabras se despegaban de la página y se iban a mi imaginación mientras ella leía.
… En aquella época yo era joven y atesoraba en la cabeza todo tipo de fantasías luminosas y oscuras; allí se anidaban los recuerdos de las historias de infancia junto con más tonterías; y cuando regresaban, la joven madurez les añadía un vigor y una viveza más allá de la que era posible en la niñez…
Cerré los ojos y de pronto un estremecimiento frío ocupó el aire que me rodeaba. Ahora la voz de la turista era clara, como si hablase a la intemperie, y cuando abrí los ojos el museo había desaparecido. En su lugar había un camino de campo perteneciente a otro lugar completamente diferente. Era una agradable tarde de invierno y el sol comenzaba a ocultarse tras el horizonte. El aire estaba completamente inmóvil, y la escena iba perdiendo color. Aparte de algunos pájaros que se agitaban ocasionalmente en el seto, ningún movimiento puntuaba el paisaje absolutamente hermoso. Me estremecí al ver mi propio aliento en el aire vivificante, cerré la cremallera de la chaqueta y lamenté haber dejado el gorro y los guantes de lana en la percha del museo, escaleras abajo. Al mirar a mi alrededor, pude comprobar que no estaba sola. A apenas tres metros, una joven, vestida con manto y gorro, permanecía sentada sobre unos escalones, de los que sirven para pasar una cerca, observando la luna que acababa de elevarse detrás. Al volverse, comprobé que su rostro era normal y completamente corriente, pero poseía una expresión que manifiesta decisión y fuerza interior. La miré intensamente con emociones mezcladas. No hacía mucho había comprendido que yo no era ninguna belleza, e incluso a los nueve años ya había aprendido que los niños más atractivos ganaban favores con más facilidad. Pero en esa joven comprendí que esos principios podían invertirse. Me sentí alzarme más recta y cerrar la mandíbula en una imitación inconsciente de su pose.
Estaba considerando preguntarle adónde había ido el museo cuando un sonido en el camino hizo que las dos nos volviésemos. Era un caballo que se acercaba, y la joven pareció sorprendida durante un momento. El camino era estrecho, y me eché atrás para dejar espacio al caballo. Mientras yo esperaba, un enorme perro blanco y negro corrió siguiendo el seto, pegando la nariz al suelo en busca de cualquier cosa de interés. El perro hizo caso omiso de la figura en los escalones pero se detuvo de inmediato al verme a mí. Agitó la cola entusiasmado y saltó hacia mí, olisqueándome inquisitivamente, su aliento cálido cubriéndome con una capa tibia y sus pelos haciéndome cosquillas en las mejillas. Reí y el perro agitó la cola todavía con más fuerza. Había olisqueado siguiendo el seto durante todas las lecturas durante más de ciento treinta años, pero jamás se había encontrado con nada que oliese tan… bien…
real
. Me lamió varias veces con gran afecto. Volví a reír y lo aparté, así que corrió a buscar un palo.
Por lecturas subsecuentes del libro, comprendí más tarde que el perro
Pilot
no había tenido jamás la oportunidad de encontrar un palo, ya que aparecía muy pocas veces en el libro, así que evidentemente estaba más que dispuesto a aprovechar la oportunidad cuando se la encontraba. Debía haber sabido, casi instintivamente, que esa niña pequeña que había aparecido momentáneamente al pie de la página 81 estaba libre de la rigidez narrativa. Él sabía que podía estirar un poco los límites de la historia, olisqueando a un lado del camino o al otro, ya que no se especificaba; pero si el texto afirmaba que tenía que ladrar, corretear o saltar, entonces estaba obligado a cumplir. Se trataba de una existencia larga y repetitiva, lo que hacía que las escasas apariciones de personas como yo fuesen todavía más deliciosas.
Alcé la vista y comprobé que el caballo y el jinete habían dejado atrás a la joven. El jinete era un hombre alto con rasgos distinguidos y el rostro agobiado, con el ceño fruncido por algunas reflexiones que parecían envolverle en un distanciamiento pensativo. No había visto mi pequeña forma y la ruta segura por el camino pasaba justo por donde yo estaba; al lado opuesto había una lámina traicionera de hielo. En unos momentos el caballo estaba junto a mí, los cascos pesados golpeando el suelo duro, el aliento caliente saliendo de su nariz aterciopelada y dándome en la cara. De pronto, el jinete, viendo por primera vez a la niña en su camino, dijo:
—¿Qué repámpanos…?
Y lanzó rápidamente al caballo a la izquierda, alejándolo de mí pero en dirección al hielo resbaladizo. El caballo perdió pie y se estrelló contra el suelo. Yo di un paso atrás, mortificada por el accidente que había causado. El caballo luchó por ponerse en pie, y el perro, al oír la conmoción, regresó a la escena, me ofreció un palo y luego ladró excitado al grupo caído, sus ladridos profundos provocando un eco en la tarde en calma. La joven, con gran preocupación en el rostro, se acercó al hombre caído. Estaba deseosa de ayudar, y habló por primera vez.
—¿Está herido, señor?
El jinete murmuró algo incomprensible y pasó completamente de ella.
—¿Puedo hacer algo? —volvió a preguntar ella.
—Debe simplemente hacerse a un lado —respondió el jinete con tono brusco, y se puso temblorosamente en pie.
La joven se echó atrás mientras el jinete ayudaba al caballo a recuperarse con estruendo y golpes de cascos. Silenció al perro con un grito y luego se detuvo para palparse la pierna; era evidente que se había hecho mucho daño. Yo estaba segura de que un hombre de un porte tan severo debía con toda seguridad estar enfadado conmigo. Pero cuando volvió a mirarme me sonrió con amabilidad y me dedicó un guiño, colocándose un dedo en los labios para garantizar mi silencio. Yo le devolví la sonrisa, y el jinete se volvió para mirar a la joven, con el rostro convirtiéndose de nuevo en una mueca al adoptar el personaje. En lo alto del cielo de la noche podía oír una voz lejana que me llamaba. La voz se hizo más intensa y el cielo se oscureció. El aire frío se calentó en mi cara al evaporarse el camino, el caballo, el jinete, la joven y el perro para regresar a las páginas del libro de donde habían surgido. La sala del museo fue apareciendo a mí alrededor y las imágenes y olores volvieron a transformarse en palabras habladas a medida que la mujer terminaba la frase.
… se acercó inseguro hasta los escalones de los que acababa de levantarme y se sentó…
—¡Thursday! —gritó malhumorada mi tía Polly—.
Intenta
mantenerte con el grupo. ¡Más tarde haré preguntas!
Me agarró de la mano y me sacó de allí. Me giré y di las gracias con un gesto a la turista japonesa, quien me sonrió afable.
Después de eso regresé al museo en algunas ocasiones, pero la magia no volvió a manifestarse. Mi mente se había cerrado demasiado para cuando cumplí los doce años, convertida ya en una joven mujer. Sólo se lo conté a mi tío, quien asintió sabiamente y se creyó hasta la última palabra. Jamás se lo conté a nadie más. A los adultos normales no les gusta que los niños les hablen de cosas que sus propias mentes grises les niegan.
Al crecer, comencé a tener dudas sobre la validez de mis recuerdos, hasta que en mi dieciocho cumpleaños lo había atribuido todo al resultado de una imaginación hiperactiva. La reaparición esa noche de Rochester en el exterior del apartamento de Styx sólo servía para confundir. La realidad, eso estaba claro, empezaba a ceder.
La Corporación Goliath
«… Nadie podría discutir que tenemos una deuda de gratitud con la Corporación Goliath. Nos ayudaron a recuperarnos tras la Segunda Guerra y no deberíamos olvidarlo. Sin embargo, recientemente, da la impresión de que la Corporación Goliath se va rezagando con respecto a sus promesas de justicia y altruismo. Ahora nos vamos encontrando en la desafortunada posición de seguir pagando una deuda que se saldó hace tiempo; con intereses…»
S
AMUEL
P
RING
Discurso ante el parlamento del Goliathescéptico inglés
Me encontraba en el Cementerio Conmemorativo de OpEspec en Highgate mirando la lápida de Snood. Decía:
F
ILBERT
R. S
NOOD
Un buen agente que entregó sus
años a la llamada del deber
—El tiempo no espera por nadie—
OE-12 y OE-5
1953-1985
Dicen que el trabajo te envejece —y a Filbert le había envejecido mucho—. Quizá fuese para mejor que no me hubiese llamado tras el accidente. No habría funcionado y la separación, al producirse —separación que llegaría con seguridad—, podría haber sido excesivamente dolorosa. Coloqué una pequeña piedra sobre su lápida y le dije adiós.
—Tuvo usted suerte —dijo una voz.
Me volví para ver a un hombre bajo vestido con un traje oscuro y caro sentado en el banco opuesto.
—¿Disculpe? —pregunté, desconcertada por la intrusión en mis pensamientos.
El hombre bajo sonrió y me miró con intensidad.
—Me gustaría hablar con usted sobre Acheron, señorita Next.
—Es uno de los ríos que fluye en el mundo subterráneo
[3]
—le dije—. Busque en la biblioteca local en la sección de mitología griega.
—Me refería a la persona.
Le miré durante un momento, intentando deducir quién era. Llevaba un pequeño sombrero sobre una cabeza redonda a la que habían cortado el pelo para dejarla como una pelota de tenis. Tenía rasgos marcados, labios finos y no era lo que llamarías un ser humano de aspecto atractivo. Exhibía pesada joyería de oro y un alfiler de corbata con un diamante que relucía como una estrella. Sus zapatos de piel estaban cubiertos de manchas blancas y del bolsillo del chaleco le colgaba una cadena de reloj de oro. No estaba solo. De pie junto a él había un joven también vestido con traje oscuro con un bulto donde debía haber una pistola. Había estado tan perdida en mis reflexiones que no me había dado cuenta de que se habían acercado. Supuse que pertenecían a asuntos internos de OpEspec o similar; asumí que Flanker y compañía todavía no habían terminado conmigo.
—Hades ha muerto —me limité a responder, al no estar dispuesta a enredarme.
—Usted no parece creerlo.
—Sí, bien. Me han dado seis meses de permiso debido a estrés causado por el trabajo. El psiquiatra considera que sufro de síndrome de memoria falsa y de alucinaciones. Yo no creería nada de lo que digo, si fuese usted… y eso incluye lo que acabo de decir.
El hombre bajo volvió a sonreír, mostrando un enorme diente de oro.
—No creo que sufra de estrés, señorita Next. Creo que está usted tan cuerda como yo. Si alguien que ha sobrevivido a Crimea, a la policía y a ocho años de complejo trabajo como detective literario viniese y me dijese que Hades seguía con vida, prestaría bastante atención.
—¿Y quién sería usted?
Me entregó una tarjeta bordeada en oro con el logotipo azul oscuro de la Corporación Goliath estampado en relieve.
—Me llamo Schitt —respondió—. Jack Schitt.
Me encogí de hombros. La tarjeta me decía que pertenecía al servicio de seguridad interna de Goliath, una organización en la sombra que se encontraba bien lejos del control del gobierno; por decreto constitucional no respondían ante nadie. La Corporación Goliath disponía de miembros honorarios en ambas cámaras y consejeros financieros en el tesoro. El sistema judicial tenía una buena representación de gente de Goliath en el panel de selección de los jueces del tribunal supremo, y la mayoría de las universidades importantes tenían a un inspector de Goliath en residencia. Nadie se daba cuenta de lo mucho que influían en los asuntos del país, lo que quizá demostrase lo bien que se les daba. Sin embargo, a pesar de toda la benevolencia externa de Goliath, había murmullos de disidencia con respecto a los privilegios permanentes de la Corporación. Sus funcionarios no eran elegidos por el pueblo o el gobierno y sus actividades estaban reconocidas por ley. Sólo un político muy valiente se atrevería a dar voz a su inquietud.
Me senté junto a él en el banco. Hizo que su secuaz se fuese.
—Bien, ¿a qué se debe su interés en Hades, señor Schitt?
—Quiero saber si está vivo o muerto.
—Ha leído el informe del forense, ¿no es así?
—Sólo dice que un hombre de la altura, corpulencia y dentición de Hades se incineró en un coche. Hades ha escapado de cosas peores. Leí
su
informe;
mucho
más interesante. No tengo ni idea de por qué esos payasos de OE-1 lo desestimaron con tanta rapidez. Tras la muerte de Tamworth, usted es el único operativo que sabe algo sobre él. Realmente no me preocupa de quién fue la culpa de lo sucedido esa noche. Sólo quiero saber: ¿qué iba a hacer Acheron con el manuscrito de
Martin Chuzzlewit
?
—¿Quizás extorsión? —aventuré.
—Es posible. ¿Dónde está ahora?
—¿No estaba con él?
—No —respondió Schitt sin alterarse—. En su testimonio dijo que se lo llevó consigo en un maletín de cuero. No se encontró ni rastro en el coche quemado. Si
sobrevivió
, también lo hizo el manuscrito.
Le miré neutral, preguntándome adónde conducía todo esto.
—Entonces, debió de pasárselo a un cómplice.
—Es posible. El manuscrito podría valer hasta cinco millones en el mercado negro, señorita Next. Mucho dinero, ¿no cree?
—¿Qué está sugiriendo? —pregunté con brusquedad, perdiendo los nervios.
—Nada en absoluto; pero su testimonio y el cadáver de Acheron no acaban de encajar, ¿no es así? Usted dijo que le disparó después de que matase al joven agente.
—Se llamaba Snood —dije enfáticamente.