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Authors: H. G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento

El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo (47 page)

BOOK: El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo
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—Es posible —dijo—. Es creíble. Es sorprendente, pero reconcilia algunas dificultades. El poder de hacer milagros es un don, una cualidad especial como la genialidad o la clarividencia… hasta ahora le ha sucedido a gente excepcional en muy raras ocasiones. Pero en este caso… Siempre he dudado de los milagros de Mahoma, de Buda y de Madame Blavatsky. Pero, ¡por supuesto! ¡Sí, es simplemente un don! Ejemplifica tan bellamente los argumentos de ese gran pensador —el tono de voz del señor Maydig bajó—, su Excelencia el Duque de Argyl. Aquí topamos con leyes más fundamentales, más profundas que las leyes ordinarias de la naturaleza. Sí, sí. ¡Continúe, continúe!

El señor Fotheringay pasó a contar su percance con Winch, y el señor Maydig, ya no sobrecogido ni asustado, comenzó a estirar los miembros y a añadir asombros.

—Esto es lo que más me ha preocupado —siguió el señor Fotheringay—. Esto era sobre lo que más necesitaba que me aconsejaran. Por supuesto, está en San Francisco, donde quiera que esté San Francisco, pero desde luego es embarazoso para los dos, como comprenderá, señor Maydig. No veo cómo puede comprender lo que ha sucedido y me atrevería a decir que está asustado y exasperado de forma tremenda y tratando de echarme el guante. Y diría que sigue poniéndose en camino para venir aquí. Yo lo devuelvo mediante un milagro cada pocas horas cuando pienso en ello. Y desde luego eso es algo que no podrá entender y necesariamente le enojará, y además si cada vez compra un billete le costará mucho dinero. He hecho lo más que he podido por él, pero desde luego es difícil para él ponerse en mi lugar. Posteriormente pensé que sus vestidos podían haberse chamuscado, ya sabe, si el Hades es lo que se supone que es, antes de que lo trasladara. En ese caso supongo que en San Francisco lo hubieran encerrado. Por supuesto que le ordené un traje nuevo y puesto encima tan pronto como pensé en ello. Pero, como ve, estoy ya metido en un endiablado enredo…

El señor Maydig puso aspecto serio.

—Comprendo que esté metido en un lío. Sí, es una posición difícil. Cómo ha de solucionarlo… —se volvió difuso e indeciso—. Sin embargo, vamos a dejar a Winch por un rato y a discutir el problema más general. Creo que no se trata de un caso de magia negra o algo así. Creo que no hay el menor matiz de delincuencia en todo ello, señor Fotheringay, ninguna de ningún género, a no ser que haya suprimido hechos materiales. No, son milagros, puros milagros, milagros, si puedo decirlo, de la más alta categoría.

Empezó a dar pasos por la alfombra de la chimenea y a gesticular, mientras el señor Fotheringay estaba sentado con el brazo sobre la mesa y la cabeza en el brazo con aspecto preocupado.

—No sé cómo voy a solucionar lo de Winch —dijo.

—El don de hacer milagros, obviamente es un don muy poderoso —dijo el señor Maydig—; encontraremos una solución para Winch, no se preocupe. Mi querido señor, es usted un hombre de lo más importante, con las posibilidades más sorprendentes. ¡Aportando pruebas, por ejemplo! Y en otros aspectos, las cosas que puede hacer…

—Sí, he pensado en una cosa o dos —dijo el señor Fotheringay—. Pero algunas de ellas salieron un poco torcidas. ¿Vio usted aquel pez del principio? El tipo de jarrón equivocado y el tipo de pez incorrecto. Y pensé en preguntar a alguien.

—Un comportamiento apropiado —dijo el señor Maydig—, un comportamiento muy apropiado, el comportamiento más apropiado.

Se detuvo y miró al señor Fotheringay.

—Es prácticamente un don ilimitado. Comprobemos sus poderes, por ejemplo. A ver si realmente… Si realmente son todo lo que parecen ser.

Y de esa manera, por increíble que pueda parecer, en el estudio de la casita de detrás de la iglesia congregacionalista, la tarde del domingo 10 de noviembre de 1896 el señor Fotheringay, incitado e inspirado por el señor Maydig, empezó a hacer milagros. Se recaba la atención del lector respecto de la fecha de forma especial y definitiva. El lector objetará, probablemente ha objetado ya, que ciertos puntos de esta historia son improbables, que si cualquiera de las cosas de este tipo ya descritas hubieran ocurrido realmente habrían aparecido en todos los periódicos hace un año. Encontrará especialmente difíciles de aceptar los detalles que siguen a continuación, porque entre otras cosas implican que él o ella, el lector en cuestión, tuvo que haber muerto de forma violenta y sin precedentes hace más de un año. Ahora bien, un milagro no es nada si no es improbable, y de hecho el lector fue muerto de forma violenta y sin precedentes hace un año. En el subsiguiente curso de esta historia eso quedará completamente claro y creíble, como lo admitirá todo lector sensato y razonable. Pero éste no es lugar para el fin de la historia, estando como estamos a poco más de la mitad. Al principio los milagros realizados por el señor Fotheringay eran pequeños y tímidos, menudencias con copas y mobiliario de salón, tan débiles como los milagros de los teósofos y, aun débiles como eran, eran recibidos con estupor por su colaborador. Él hubiera preferido dejar solucionado el asunto de Winch, pero el señor Maydig no se lo permitía. No obstante, después de haber hecho una docena de estas trivialidades domésticas, su sensación de poder aumentó, su imaginación comenzó a dar señales de estimulación y su ambición creció. Su primera empresa de mayores dimensiones se debió al hambre y a la negligencia de la señora Minchin, el ama de llaves del señor Maydig. La comida a la que el ministro condujo al señor Fotheringay estaba mal puesta y era poco atractiva como refrigerio para dos laboriosos hacedores de milagros, pero estaban sentados, y el señor Maydig lamentaba con dolor más que con ira las deficiencias de su ama de llaves, cuando al señor Fotheringay se le ocurrió que tenía una oportunidad por delante.

—No cree, señor Maydig —dijo—, si no es tomarse libertades… que yo…

—¡Mi querido señor Fotheringay! ¡Por supuesto! ¡No faltaba más! El señor Fotheringay ondeó la mano.

—¿Qué tomamos? —preguntó con generosa liberalidad, y, a petición del señor Maydig modificó la cena muy a fondo.

—En cuanto a mí —dijo echando un ojo a lo seleccionado por el señor Maydig—, soy siempre especialmente aficionado a la jarra de cerveza y a una buena rebanada de pan con queso fundido al estilo de Gales, y eso es lo que pediré. No soy muy dado al borgoña —y de inmediato la cerveza y el queso galés aparecieron puntualmente a sus órdenes. Estuvieron mucho tiempo sentados cenando, hablando de igual a igual, como pronto percibió el señor Fotheringay con una sensación de sorpresa y satisfacción, de todos los milagros que harían próximamente.

—Y por cierto, señor Maydig —dijo el señor Fotheringay—, quizá pudiera ayudarlo… en plan casero.

—No entiendo bien —dijo el señor Maydig llenándose un vaso de viejo borgoña milagroso.

El señor Fotheringay se sirvió un segundo queso galés que quedaba y dio un bocado.

—Estaba pensando —dijo— que podría (ñam, ñam) hacer (ñam, ñam) un milagro con la señora Minchin (ñam, ñam), hacerla mejor.

El señor Maydig bajó el vaso y miró dubitativo.

—Ella… se opone fuertemente a las interferencias, ya sabe, señor Fotheringay. Y de hecho son más de las once y media y probablemente esté en la cama y dormida. Cree usted que en general…

El señor Fotheringay consideró estas objeciones.

—No veo que no se deba hacer mientras duerme.

Durante un tiempo el señor Maydig se opuso a la idea y luego cedió. El señor Foderingay emitió las órdenes y un poco menos cómodos, quizá, los dos caballeros continuaron con su comida. El señor Maydig se estaba explayando sobre los cambios que podría esperar al día siguiente en su ama de llaves con un optimismo que pareció incluso al sentido del yantar del señor Fotheringay un poco forzado y agotador cuando desde arriba empezó a llegar una serie de confusos ruidos. Se intercambiaron miradas interrogativas y el señor Maydig abandonó apresuradamente la habitación. El señor Fotheringay le oyó llamando a su ama de llaves y luego oyó sus pisadas subiendo suavemente hasta ella.

En un minuto o así el ministro volvió, el paso leve y la cara radiante.

—Maravilloso —dijo—, ¡y conmovedor! ¡De lo más conmovedor!

Empezó a dar pasos por la alfombra de la chimenea.

—Un arrepentimiento, un arrepentimiento de lo más conmovedor… por la rendija de la puerta. ¡Pobre mujer! ¡Un cambio de lo más maravilloso! Se había levantado. Se debió de haber levantado inmediatamente. Se había despertado para romper una botella privada de brandy que tenía en su baúl. ¡Y para confesarlo además!… Pero esto nos da, nos abre, el panorama más sorprendente de posibilidades. Si hemos podido obrar este milagroso cambio en ella…

Al parecer la cosa es ilimitada —dijo el señor Fotheringay—. Y en cuanto a Winch…

—Completamente ilimitada.

Y desde la alfombra de la chimenea el señor Maydig, dejando a un lado la dificultad de Winch, desplegó una serie de maravillosas propuestas, propuestas que inventaba sobre la marcha.

Ahora bien, cuáles fueron esas propuestas no concierne a lo esencial de esta historia. Baste decir que estaban pensadas en un espíritu de infinita benevolencia, la clase de benevolencia que solía calificarse de panza llena. Baste decir también que el problema de Winch siguió sin resolver. Ni siquiera es necesario describir hasta qué punto esa serie llegó a realizarse. Hubo cambios sorprendentes. A altas horas los señores Maydig y Fotheringay se encontraban cruzando a toda velocidad la fría plaza del mercado bajo la quietud de la luna en una especie de éxtasis de taumaturgia, el señor Maydig, todo agitación y gesto, el señor Fotheringay, conciso e hirsuto y ya nada avergonzado de su grandeza. Habían reformado a todos los borrachos del distrito parlamentario, cambiado toda la cerveza y alcohol en agua —el señor Maydig se había impuesto al señor Fotheringay en este punto—, además habían mejorado considerablemente las comunicaciones ferroviarias del lugar, drenado la ciénaga de Flinder, mejorado el suelo del monte de Un Árbol y curado la verruga del vicario, e iban a ver qué se podía hacer con el dañado muelle del Puente Sur.

—La ciudad —jadeó el señor Maydig— no será la misma mañana. ¡Qué sorprendidos y agradecidos estarán todos!

Y justo en ese momento el reloj de la iglesia dio las tres.

—Oiga —dijo el señor Fotheringay—, son las tres. Tengo que volver a casa. He de estar en el trabajo a las ocho. Y además la señora Wimms…

—Estamos sólo empezando —dijo el señor Maydig rebosante de la dulzura del poder ilimitado—. Estamos sólo empezando. Piense en todo el bien que estamos haciendo. Cuando la gente se despierte…

—Pero… —objetó el señor Fotheringay.

El señor Maydig le cogió de repente por el brazo. Tenía los ojos brillantes y desorbitados.

—Mi querido amigo —dijo—, no hay prisa. Mira —apuntó a la Luna en el cenit—, ¡Josué!

—Josué? —dijo el señor Fotheringay.

Josué —dijo el señor Maydig—. ¿Por qué no? Párala.

El señor Fotheringay miró a la Luna.

—Está un poco alta —dijo después de una pausa.

—¿Por qué no? —repitió el señor Maydig—. Por supuesto que no se para. Detienes la rotación de la Tierra, ya sabes. El tiempo se para. No es que estemos haciendo daño a nadie.

—¡Hum! —dijo el señor Fotheringay—. Bueno —suspiró—. Lo intentaré.

—Ahora.

Se abotonó la chaqueta, y se dirigió al globo habitable, con tanta seguridad como tenía en sus poderes.

—Ya, para de rotar, ¿quieres? —dijo el señor Fotheringay.

Atropelladamente estaba volando de pies a cabeza en el aire a una velocidad de docenas de millas por minuto. A pesar de los innumerables círculos que estaba describiendo por segundo, pensó, porque el pensamiento es maravilloso —a veces tan lento como la brea fluyendo, a veces tan instantáneo como la luz. Pensó en un segundo y quiso:

—Que baje sano y salvo. Pase lo que pase, que baje sano y salvo.

Lo quiso justo en el preciso momento, porque sus vestidos calentados por su rápido vuelo por el aire estaban ya empezando a chamuscarse. Bajó con una enérgica, aunque de ningún modo peligrosa, sacudida a lo que pareció ser un montículo de tierra recién removida. Una gran masa de metal y cascotes, extraordinariamente parecida a la torre del reloj del medio de la plaza del mercado, se estrelló contra la tierra cerca de él, revotó sobre él y voló hecha piedras, ladrillos y cascotes como una bomba que estalla. Una vaca volando por el aire golpeó uno de los bloques y se aplastó como un huevo. Hubo un estrépito que hizo que todos los más violentos estrépitos de su vida anterior no parecieran sino el sonido de polvo cayendo y fue seguido por una serie descendente de estrépitos menores. Un fortísimo viento rugió por toda la tierra y el cielo de forma que apenas si pudo levantar la cabeza para mirar. Durante un rato estuvo demasiado atónito y sin aliento incluso para ver dónde estaba o qué había pasado. Y su primer movimiento fue para palparse la cabeza y cerciorarse de que el pelo que flotaba al viento era todavía el suyo.

—¡Cielos! —jadeó el señor Fotheringay, apenas capaz de hablar a causa del vendaval—. ¡Me he librado por un pelo! ¿Qué ha salido mal? Tormentas y truenos. Y hace sólo un minuto una noche apacible. Es Maydig el que me ha metido en este tinglado. ¡Qué viento! Si sigo haciendo estas estupideces tendré un accidente estúpido…

—¿Dónde está, Maydig? ¡En qué maldito lío está todo!

Miró a su alrededor hasta donde los aleteos de su chaqueta le permitían. El aspecto de las cosas era realmente extraño en extremo.

—El cielo está bien, de todas formas —dijo el señor Fotheringay—. Y eso es casi todo lo que está bien. Y hasta parece que se aproxima un terrorífico vendaval. Pero allá arriba está la Luna. Exactamente igual que estaba en este momento. Brillante como el mediodía. En cuanto al resto… ¿Dónde está el pueblo? ¿Dónde… dónde está todo? ¿Y qué diablos puso este viento a soplar? Yo no ordené ningún viento.

El señor Fotheringay luchó en vano por ponerse en pie, y después de un fracaso permaneció a cuatro patas, aguantando. Revisó el mundo iluminado por la luna en dirección a sotavento, con las puntas de la chaqueta ondeando sobre su cabeza.

—Hay algo que está realmente mal —dijo el señor Fotheringay—. Pero qué es… sólo Dios sabe.

A lo largo y a lo ancho no se veía nada en el blanco resplandor a través de la bruma de polvo que iba por delante del rugiente vendaval más que revueltas masas de tierra e incipientes montones de ruinas, nada de árboles, ni casas, ni formas familiares, sólo un páramo de desorden desvaneciéndose por fin en la oscuridad bajo las columnas y serpentinas de los remolinos, los rayos y truenos de una tormenta que se levantaba rápidamente. Cerca de él, en el lívido resplandor, había algo que podía haber sido alguna vez un olmo, una aplastada masa de astillas, temblaba de las ramas a la base, y más lejos una retorcida masa de vigas de hierro —obviamente el viaductosobresalía de una apilada confusión.

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