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Authors: H. G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento

El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo (40 page)

BOOK: El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo
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Se les permitía, incluso se las animaba a charlar unas con otras, pues las directoras, con toda razón, consideraban que todo lo que generaba variaciones de humor producía agradables fluctuaciones en los motivos, y Elizabeth casi se vio obligada a oír las historias de estas vidas con las que la suya propia se entretejía: estaban, desde luego, mutiladas y distorsionadas por la vanidad, pero, a pesar de todo, eran bastante comprensibles.

Y pronto comenzó a apreciar los pequeños rencores y camarillas, los pequeños malentendidos y alianzas que se enredaban en torno a ella. Una mujer era excesivamente habladora y descriptiva acerca de un maravilloso hijo suyo, otra había cultivado una estúpida ordinariez en el hablar que parecía considerar la más ingeniosa expresión concebible de originalidad. Una tercera cotorreaba siempre sobre el vestido y susurraba a Elizabeth cómo ahorraba sus peniques día tras día y pronto disfrutaría de un glorioso día de libertad vistiendo… y luego seguían horas de descripción. Otras se sentaban siempre juntas y se daban una a otra nombres cariñosos hasta que un día sucedió una tontería y se sentaron separadas, ciegas y sordas, al parecer, la una a la otra. Y de todas ellas salía constantemente un
tap, tap, tap, tap
y la directora estaba siempre atenta al ritmo para saber si alguna decaía.
Tap, tap, tap, tap…
así pasaban sus días y así tenían que pasar. Elizabeth se sentaba entre ellas, amable y tranquila, con el corazón alegre, maravillándose del Destino:
Tap, tap, tap; tap, tap, tap; tap, tap, tap
.

Y así les llegó a Denton y a Elizabeth una larga sucesión de días laboriosos que les endurecieron las manos, tejieron extraños hilos de una sustancia nueva y más dura en la suave belleza de sus vidas, y trajeron graves líneas y sombras a sus rostros. Las brillantes y cómodas maneras de la vida anterior habían retrocedido a distancias inaccesibles; lentamente aprendieron la lección de los bajos fondos, sombría y laboriosa, vasta y preñada. Allí sucedieron muchos pequeños incidentes, cosas que resultaría tedioso y triste contar, cosas que fueron amargas y penosas de soportar, humillaciones, tiranías tales como las que siempre han de amasar el pan del pobre en las ciudades. Y algo nada insignificante que representó para ellos el apagón total de la vida y fue que la niña a la que habían engendrado enfermó y murió. Pero esa historia, esa antigua y perpetuamente recurrente historia ha sido contada tantas veces, ha sido relatada con tanta belleza que no es necesario repetirla aquí de nuevo. Hubo el mismo miedo agudo, la misma larga ansiedad, el inevitable golpe aplazado y el negro silencio. Siempre ha sido así, siempre será así. Es una de las cosas que tienen que ser. Y fue Elizabeth la primera en hablar después de un doloroso, embotado intervalo de días. No desde luego, del estúpido nombrecito que ya no nombraba a nadie, sino de la oscuridad que dominaba su alma. Habían atravesado juntos las vías tumultuosas y llenas de gritos de la ciudad, el clamor del comercio, el de las vociferantes religiones que competían entre ellas, el del llamamiento político, todos ellos se habían topado con oídos sordos. El resplandor de las luces de los focos, de las letras danzantes y de los feroces anuncios habían caído sobre rostros rígidos y desgraciados sin recibir la menor atención. Tomaron la cena en el comedor en un sitio aparte.

—Quiero —dijo Elizabeth torpemente— ir hasta las plataformas de vuelo, a aquel banco. Aquí no se puede decir nada.

Denton la miró.

—Será de noche —apuntó.

—He preguntado. Hace bueno.

Se detuvo.

Comprendió que ella no podía encontrar palabras para explicarse. De repente se dio cuenta de que ella quería ver las estrellas una vez más, las estrellas que habían observado juntos desde el campo en aquella loca luna de miel de hacía cinco años. Algo le anudó la garganta. Miró a lo lejos.

—Tendremos mucho tiempo para ir —dijo en un tono de lo más corriente.

Por fin fueron a su banquito en las plataformas de vuelo y estuvieron sentados largo rato en silencio. El banquito estaba en sombra, pero el cenit era de un azul pálido con el resplandor de la plataforma por encima de ellos y toda la ciudad se extendía bajo ellos, cuadrados y círculos y manchas brillantes apresadas en una malla de luz. Las pequeñas estrellas parecían muy débiles y diminutas: con todo lo cercanas que habían estado para el observador antiguo, ahora se habían convertido en algo infinitamente remoto. Sin embargo uno podía verlas en las oscurecidas manchas entre el resplandor, y, especialmente en el cielo en dirección norte, a las antiguas constelaciones que se deslizaban constante y pacientemente en torno al Polo. Nuestra pareja estuvo largo tiempo en silencio, y finalmente Elizabeth suspiró.

—Si comprendiera —dijo ella—, si pudiera comprender. Cuando uno está aquí abajo allá la ciudad lo parece todo, el ruido, la prisa, las voces… hay que vivir, hay que luchar. Aquí no es nada, algo que pasa. Se puede pensar en paz.

—Sí —dijo Denton—. ¡Qué frágil es todo ello! Desde aquí más de la mitad está tragado por la noche… Desaparecerá.

—Nosotros desapareceremos primero —dijo Elizabeth.

—Lo se —dijo Denton—. Si la vida no fuera un instante, toda la historia parecería como el suceso de un día… Sí, desapareceremos. Y la ciudad desaparecerá, y todo lo que ha de venir. El hombre y el superhombre y maravillas inefables. Y no obstante…

Se detuvo y luego comenzó de nuevo.

—Sé lo que sientes. Al menos me imagino… Allá abajo uno piensa en su trabajo, en las pequeñas vejaciones y placeres, la comida y la bebida y la comodidad y el dolor. Uno vive y tiene que morir. Allá abajo todos los días nuestro sufrimiento parecía el fin de la vida… Aquí arriba es diferente. Por ejemplo, allá abajo parecería casi imposible seguir viviendo si uno estuviera horriblemente desfigurado, horriblemente mutilado, deshonrado. Aquí arriba, bajo estas estrellas, nada de eso importaría. A ellas no les importa… Son parte de algo. Parece como que uno comprendiera ese algo, bajo las estrellas…

Se detuvo. Las vagas e impalpables ideas que tenía en la cabeza, nebulosas emociones medio conformadas en conceptos, desaparecían ante la tosca capacidad de expresión de las palabras.

—Es difícil de expresar —dijo sin convicción.

Siguieron sentados en una larga quietud.

—Está bien venir aquí —dijo por fin—. Nos detenemos, nuestras mentes son muy limitadas. Después de todo no somos más que pobres animales que venimos de las bestias, cada uno con una mente, los pobres comienzos de una mente. Somos tan estúpidos. Tantas cosas duelen. Y no obstante…

—Lo se, lo se, y algún día comprenderemos.

—Toda esta terrible tensión, toda esta disonancia terminará en armonía, y lo sabremos. Nada lo es, pero se orienta hacia ella. Nada. Todos los fracasos, los seres más pequeños apuntan a esa armonía. Veremos que todo es necesario para ella. Veremos. Nada, ni siquiera el ser más horrible, puede excluirse. Ni el más trivial. Cada uno de tus golpecitos de martillo sobre el latón, cada momento de trabajo, mi vagancia incluso… ¡Nuestra querida hija! Cada momento de nuestra pobre hijita… Todas estas cosas continúan por siempre. Y las borrosas e impalpables. Nosotros, sentados aquí juntos. Todo… La pasión que nos unió, y lo que le ha pasado desde entonces. Ya no es pasión ahora. Más que nada es sufrimiento. Cariño…

No pudo decir más, no pudo ir más lejos con sus pensamientos.

Elizabeth no respondió, estaba muy quieta, pero pronto buscó su mano y la encontró.

IV

En los bajos fondos

Bajo las estrellas uno puede estirarse hacia arriba y llegar a la resignación cualquiera que sea la desgracia, pero en el calor y la tensión del día de trabajo caemos de nuevo, vienen la indignación y la ira y los estados de ánimo intolerables. ¡Qué pequeña es toda nuestra magnanimidad, un accidente, una fase! Hasta los santos antiguos tenían primero que huir del mundo. Y Denton y Elizabeth no podían huir de su mundo, ya no había caminos abiertos hacia tierras sin dueño donde los hombres pudieran vivir libremente aunque con privaciones y mantener la paz de sus almas. La ciudad había engullido a la humanidad.

Durante algún tiempo a estos dos Siervos del Trabajo les mantuvieron en las ocupaciones originales, a ella en el estampado de latón y a Denton en la prensa. Luego él tuvo un cambio que le proporcionó experiencias frescas y aún más amargas de la vida en los bajos fondos de la gran ciudad. Le trasladaron al cuidado de una prensa bastante más complicada en la fábrica central del Monopolio de Baldosas de Londres.

En esta nueva situación tenía que trabajar en una larga sala abovedada con algunos hombres más, la mayor parte Siervos del Trabajo de nacimiento. Accedió de mala gana a este trato social. Su educación había sido refinada, y, hasta que su mala suerte le hizo llevar esa vestimenta, no había hablado nunca en su vida con los rostros pálidos vestidos de lona azul excepto para dar órdenes o por alguna necesidad inmediata. Ahora finalmente había llegado el contacto. Tenía que trabajar junto a ellos, compartir las herramientas, comer con ellos. Tanto a Elizabeth como a él esto les pareció una degradación más.

Esta aversión le habría parecido extrema a un hombre del siglo XIX. Pero, lenta e inevitablemente, en los años intermedios se había abierto un abismo entre los que vestían la lona azul y las clases superiores, una diferencia no sólo de circunstancias y hábitos de vida, sino de hábitos de pensamiento, incluso de lenguaje. Los bajos fondos habían desarrollado un dialecto propio: arriba, también, había surgido un dialecto, un código de pensamiento, una lengua de cultura que aspiraba a aumentar permanentemente las distancias entre ella misma y la vulgaridad mediante una diligente búsqueda de nuevas distinciones.

Además el lazo de la fe ya no mantenía unida a la raza. Los últimos años del siglo XIX se caracterizaron por un rápido desarrollo, entre los ricos ociosos, de perversiones esotéricas de la religión popular: glosas e interpretaciones que reducían las amplias enseñanzas del carpintero de Nazaret a la estrechez exquisita de sus vidas. Y a pesar de sus inclinaciones hacia las antiguas formas de vida ni Elizabeth ni Denton habían sido lo suficientemente originales como para escapar a la influencia de su entorno. En asuntos de comportamiento corriente habían seguido las pautas de su clase, así que cuando finalmente se convirtieron en Siervos del Trabajo les pareció que caían entre ofensivos animales inferiores. Se sintieron como se hubiera podido sentir un duque o una duquesa del siglo xix que hubiera tenido que alojarse en el Jago.

Su impulso natural le inclinó a
guardar las distancias
. Pero la primera intención de Denton de mantener un digno aislamiento en el nuevo entorno fue pronto desbaratada con rudeza. Se había imaginado que la caída a la posición de Siervo del Trabajo era el final de la lección, que cuando su hijita había muerto habían tocado fondo en la vida, pero ciertamente no era más que el comienzo. La vida nos exige algo más que asentimiento. Y ahora en una sala llena de obreros atendiendo a la máquina había de aprender una lección más amplia, de conocer otro factor en la vida, un factor tan elemental como la pérdida de cosas que nos son queridas, más elemental incluso que el trabajo.

Que desalentara la conversación con su silencio fue una causa inmediata de ofensa, se interpretó, bastante correctamente, me temo, como desprecio. Su ignorancia del dialecto vulgar, algo de lo que hasta entonces había estado orgulloso, de repente revistió un nuevo aspecto. No comprendió al instante que su reacción a los comentarios groseros y estúpidos, pero bienintencionados, que saludaron su aparición tuvo que sentar a sus autores como puñetazos en la cara.

—No entiendo —dijo con bastante frialdad, y a la aventura—. No, gracias.

El hombre que se le había dirigido le clavó la mirada, frunció el ceño y se dio la vuelta.

Un segundo, que también fracasó con el oído desacostumbrado de Denton, se tomó la molestia de repetir su comentario y Denton descubrió que le estaba ofreciendo el uso de una lata de aceite. Dio las gracias educadamente y el hombre se embarcó en una inquisitiva conversación. Denton, subrayó, había sido un elegante y el quería saber cómo había dado en llevar la lona azul… Obviamente esperaba un interesante relación de vicios y extravagancias. ¿Había estado Denton alguna vez en una ciudad de placer? Denton iba a descubrir rápidamente hasta qué punto la existencia de estos maravillosos lugares de disfrute calaba y viciaba los pensamientos y el honor de estos involuntarios y desesperados obreros de los bajos fondos.

Su temperamento aristocrático se sintió ofendido por estas preguntas. Respondió con un escueto:

—No.

El hombre persistió con una pregunta todavía más personal, y esta vez fue Denton el que se dio la vuelta.

—¡Puñetas! —exclamó el interlocutor, muy asombrado.

Pronto se le metió a Denton en la cabeza que esta notable conversación estaba siendo repetida en tonos indignados a oyentes más afines y que levantaba asombro y carcajadas irónicas. Miraron a Denton con un interés manifiestamente acrecentado. Comenzó a notar una curiosa sensación de aislamiento. Intentó pensar en la prensa y sus extrañas peculiaridades…

Las máquinas mantenían a todos muy ocupados al principio, luego venía un receso. Era sólo un intervalo para un tentempié. Demasiado breve para poder ir a un comedor de la Compañía del Trabajo. Denton siguió a sus compañeros de trabajo a una corta galería en la que había algunos cubos de basuras y desechos de las prensas.

Cada hombre sacó un paquete con comida. Denton no tenía paquete alguno. El director, un joven descuidado que tenía el puesto por enchufe, había omitido avisar a Denton que era necesario hacer una solicitud para esta provisión. Se quedó de pie, solo y hambriento. Los otros se juntaron en un grupo y hablaban en tonos bajos mirándole una y otra vez. Se puso nervioso. Le costaba cada vez más esfuerzo mantener la apariencia de que no le importaba. Intentó pensar en las palancas de la nueva prensa.

Pronto uno de ellos, hombre más bajo, pero mucho más ancho y fuerte que Denton, se le acercó. Denton se volvió hacia él con toda la indiferencia posible:

—Toma —dijo el delegado, o eso le consideró Denton, tendiéndole un trozo de pan en una mano no muy limpia. Tenía la cara morena con una nariz ancha y la boca inclinada hacia una de las comisuras.

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