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Authors: H. G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento

El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo (41 page)

BOOK: El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo
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Denton al instante tuvo dudas de si lo hacía por cortesía o como insulto. Su impulso fue el de rechazarlo.

—No, gracias —respondió, y ante el cambio de expresión del hombre—. No tengo hambre.

Llegaron risas del grupo que estaba detrás.

—Os lo dije —comentó el hombre que había ofrecido a Denton la lata de aceite prestada—. Es un señorito, eso es lo que es. No eres bastante bueno para él.

El rostro moreno se puso un poco más oscuro.

—Toma —dijo el propietario, todavía tendiendo el pan y en tono más bajo—. Tienes que comértelo, ¿entiendes?

Denton miró el rostro amenazador que tenía delante y le pareció que extrañas y finas corrientes de energía le recorrían el cuerpo y las extremidades.

—No lo quiero —respondió intentando una sonrisa agradable que se crispó y falló.

El hombre, decidido, adelantó el rostro y el pan se convirtió en una amenaza física en su mano. La mente de Denton se concentró apresuradamente en un único problema: el de los ojos de su antagonista.

—Cómetelo —insistió el moreno.

Hubo una pausa, y luego los dos se movieron con rapidez. El trozo de pan describió una trayectoria complicada, una curva que habría terminado en la cara de Denton, y entonces el puño de éste golpeó la muñeca de la mano que lo agarraba y voló hacia arriba, fuera del conflicto, jugado ya su papel.

Retrocedió rápidamente con los puños cerrados y los brazos tensos. La tez oscura y acalorada se alejó y se transformó en abierta hostilidad a la espera de su oportunidad. Denton se sintió seguro un instante, extrañamente animado y sereno. El corazón le latía con rapidez. Sentía su cuerpo vivo e incandescente hasta la última partícula.

—¡Bronca, chicos! —gritó alguien, y luego la figura morena había saltado hacia adelante, se había echado atrás y a los lados y vuelto de frente. Denton lanzó golpes y fue golpeado. Le dio la sensación de tener uno de los ojos deshecho y sintió un labio suave bajo el puño justo antes de que le golpearan de nuevo, esta vez bajo la barbilla. Un gran abanico de agujas se abrió de repente. Momentáneamente estuvo convencido de tener la cabeza rota en pedazos y luego algo le golpeó la cabeza y la espalda por detrás y la pelea se hizo impersonal y sin interés.

Era consciente de que el tiempo, segundos o minutos, había pasado, abstracto e inmutable. Yacía con la cabeza en un montón de cenizas y algo húmedo y caliente le corría rápido por el cuello. La primera conmoción se disolvió en sensaciones puntuales. Toda la cabeza le latía, el ojo y la barbilla latían intensamente y en la boca tenía sabor a sangre.

—Está bien —dijo una voz—. Abre los ojos.

—Le está bien empleado —intervino una segunda voz.

Sus compañeros estaban de pie a su alrededor. Hizo un esfuerzo y se incorporó. Puso la mano en la parte posterior de la cabeza y tenía el pelo húmedo y lleno de cenizas. Una carcajada saludó al gesto. Tenía el ojo parcialmente cerrado. Se percató de lo que había pasado. Su momentánea previsión de una victoria final había desaparecido.

—Parece sorprendido —dijo alguien.

—¿Quieres más? —preguntó un gracioso, y a continuación imitando el acento de Denton—. No, gracias.

Denton vio al hombre moreno con un pañuelo manchado de sangre delante de la cara y un tanto en el trasfondo.

—¿Dónde está el trozo de pan que tiene que comer? —dijo un individuo pequeño con cara de hurón, y buscó con el pie en las cenizas del cubo de basura próximo.

Denton tuvo un momento de debate interno. Sabía que el código del honor requería que un hombre siguiera la pelea que había comenzado hasta el amargo final, pero éste era su primer paladeo de la amargura. Estaba decidido a levantarse de nuevo, pero no sintió un impulso apasionado. Se le ocurrió, aunque la idea no se presentó como una espuela violenta, que quizá, después de todo, era un cobarde. Durante un rato tuvo la voluntad tan pesada como una barra de plomo.

—Aquí está —dijo el hombrecillo con cara de hurón, y se inclinó a coger un trozo lleno de ceniza. Miró a Denton y luego a los otros.

Lenta y desganadamente, Denton se puso en pie. Un albino de cara sucia tendió la mano al de rostro de hurón.

—Dame ese mendrugo —dijo, y avanzó amenazador, pan en mano, hacia Denton—. Así que todavía no has llenado la barriga, ¿eh?

Ahora se estaba acercando.

—No, no la he llenado —respondió Denton cogiendo aliento, y decidió atacar a este bruto tras la oreja antes de quedarse sin sentido otra vez. Se asombró de lo mal que se había juzgado por adelantado. Unas cuantas ridículas embestidas y abajo se fue de nuevo. Observó los ojos del albino. Éste tenía la mueca burlona y segura del que planea una broma simpática. A Denton le punzó la repentina percepción de humillaciones por venir.

—Déjale solo, Jim —dijo el hombre moreno repentinamente por encima del trapo manchado de sangre—. A ti no te ha hecho nada.

La mueca del albino desapareció. Se detuvo. Miró a uno y a otro. A Denton le pareció que el moreno exigía el privilegio de su destrucción. El albino hubiera sido mejor.

—Déjale solo —repitió el moreno—. ¿Entiendes? Ya ha tenido lo suyo.

Un estruendo de campana alzó la voz resolviendo la situación. El albino dudó.

—Suerte has tenido —dijo añadiendo una sucia metáfora y se volvió con los otros hacia la sala de prensa de nuevo.

—Espera al final del turno, amigo —añadió el albino por encima del hombro como ocurrencia tardía.

El moreno esperó a que el albino le precediera. Denton comprendió que tenía un respiro.

Los hombres pasaron hacia una puerta abierta. Denton se dio cuenta de sus obligaciones y se apresuró a unirse al final de la cola. En la puerta de la galería abovedada de las prensas un policía del trabajo con uniforme amarillo marcaba una tarjeta. Había ignorado la hemorragia del moreno.

—Date prisa —le dijo a Denton.

—¡Vaya! —exclamó a la vista de su desaliño facial—. ¿Quién te ha golpeado?

—Es asunto mío —dijo Denton.

—No, si afecta a tu trabajo, no lo es —dijo el hombre de amarillo—. Cuidado con eso.

Denton no respondió. Él era un bruto, un trabajador que vestía lona azul. Sabía que las leyes contra el asalto y la agresión no eran para los de su clase. Fue a su prensa.

Podía sentir la piel de la frente y la barbilla y la cabeza estirándose en nobles moretones. Sintió el latido y el dolor de cada contusión al dilatarse. Su sistema nervioso se ralentizó hasta el letargo. A cada movimiento en los ajustes de la prensa sentía que levantaba un peso. Y en cuanto a su honor, eso también latía y resoplaba. ¿En qué posición estaba? ¿Qué había ocurrido exactamente en los últimos diez minutos? ¿Qué vendría a continuación? Sabía que había cantidad de cosas que meditar, pero no podía pensar salvo en rachas desordenadas.

Su estado de ánimo era una especie de asombro inactivo. Todas sus concepciones se habían venido abajo. Había considerado su seguridad frente a la violencia física como innata, como una de las condiciones de la vida. Y así, desde luego, había sido mientras vestía la indumentaria de la clase media, mientras tenía las posesiones de la clase media que le servían de defensa. Pero ¿quién iba a interferir entre brutos del Trabajo que se peleaban entre sí? Y ciertamente en esos tiempos nadie lo haría. En los bajos fondos no había ley entre un hombre y otro. La ley y la maquinaria del Estado se habían convertido para ellos en algo que los mantenía sometidos, que los apartaba de gran cantidad de la propiedad y el placer deseables, y eso era todo.

La violencia, ese océano en el que los brutos vivían perpetuamente y de la que mil diques y dispositivos habían protegido nuestra azarosa vida civilizada, había fluido de nuevo por los sótanos que se hundían y los había sumergido. Los puños mandaban. Denton había dado por fin con lo elemental, el puño y la trampa, la voluntad tenaz y la camaradería, igual que sucedía al principio de los tiempos.

El ritmo de su máquina cambió y los pensamientos se le interrumpieron. Al poco pudo pensar de nuevo. ¡Era extraño lo rápido que habían pasado las cosas! No guardaba hacia los hombres que le habían dado la paliza un rencor muy vivo. Estaba amoratado e instruido. Ahora veía con absoluta imparcialidad lo razonable de su impopularidad. Se había comportado como un idiota. El desdén, el aislamiento son privilegios del fuerte. El aristócrata caído que se aferra todavía a su distinción inútil es con toda seguridad el caso de afectación más lamentable de todo este mundo que clama. ¡Cielos! ¿Qué tenía el que despreciar en estos hombres? ¡Qué lástima no haber comprendido todo esto mejor cinco horas antes! ¿Qué ocurriría al final de la sesión? No podía decir. No podía imaginárselo. Era incapaz de imaginar los pensamientos de estos hombres. Únicamente captaba su hostilidad y completa ausencia de simpatía. Vagas posibilidades de vergüenza y violencia se perseguían unas a otras por su cabeza. ¿Podría diseñar algún arma? Recordó su agresión al hipnotizador, pero aquí no había lámparas sueltas. No veía nada que pudiera coger para defenderse.

Durante un rato pensó en salir como un rayo hacia la seguridad de las vías públicas inmediatamente después de terminada la sesión de trabajo. Aparte de la trivial consideración del respeto de sí mismo, comprendió que eso significaría únicamente posponer y agravar estúpidamente el problema. Vio al cara de hurón y al albino hablando juntos y mirando hacia él. Al poco estaban hablando con el moreno que intencionadamente le daba su ancha espalda.

Por fin llegó el final de la segunda sesión. El prestador de las latas de aceite paró su prensa bruscamente y se volvió limpiándose la boca con el dorso de la mano. Sus ojos mostraban la expectación tranquila del que se sienta en un teatro.

Era el momento de la crisis y todos los nerviecillos del cuerpo de Denton parecían saltar y bailar. Había decidido presentar pelea si se le ofrecía cualquier nueva humillación. Paró su prensa y se volvió. Afectando una gran tranquilidad caminó bajo la bóveda y entró en el pasillo de los depósitos de ceniza sólo para descubrir que había dejado la chaqueta, que se había quitado por el calor de la bóveda, junto a la prensa. Volvió. Se dio de cara con el albino. Oyó al cara de hurón en tono de protesta:

—Realmente debería… comerlo —dijo—. Debería… realmente.

—No, déjale —dijo el moreno.

Aparentemente no le iba a pasar nada más ese día. Salió al pasillo y a la escalera que subía a las cintas transportadoras de la ciudad. Emergió al lívido brillo y al fluido movimiento de las calles públicas. El rostro desfigurado se le hizo agudamente presente y palpó las hinchadas magulladuras con una mano lánguida e inquisitiva. Subió a la cinta más rápida y se sentó en un banco de la Compañía del Trabajo.

Se sumió en una modorra pensativa. Vio los peligros y tensiones inmediatos de su posición con una especie de claridad estática. ¿Qué haría mañana? No podía decir. ¿Qué pensaría Elizabeth de su embrutecimiento? No podía decir. Estaba exhausto. Pronto, una mano en el brazo le sacó de sus cavilaciones. Levantó la vista y vio al moreno sentado a su lado. Se sobresaltó. ¡Seguro que en una vía pública estaba protegido contra la violencia!

En el rostro del moreno no quedaban huellas de su participación en la pelea. Su expresión no comportaba hostilidad alguna, parecía casi respetuosa.

—Disculpa —dijo con ausencia total de truculencia.

Denton se dio cuenta de que no intentaba ninguna agresión. Miró fijamente a la espera de lo que viniera a continuación. Era evidente que la frase siguiente era premeditada.

—Lo-que-iba-a-decir-era-esto… —dijo el moreno que se quedó en silencio buscando más palabras.

—Lo-que-iba-a-decir-era-esto —repitió.

Finalmente abandonó la estrategia preparada.

—Tienes razón —gritó poniendo una mano sucia en la mugrienta manga de Denton—. Tienes razón. Eres un caballero. Lo siento, lo siento mucho. Quería decírtelo.

Denton se dio cuenta de que en el hombre debían de existir motivos más importantes que el puro impulso a procedimientos abominables. Meditó y se tragó un orgullo indigno.

—No quería ofenderte —dijo— al rechazar el trozo de pan.

—Lo hice en plan amistoso —dijo el moreno recordando la escena, pero… delante de ese maldito Whitey y su risita, bueno, tenía que pelear.

—Sí —dijo Denton con repentino fervor—, fui un estúpido.

—¡Ah! —dijo el moreno con gran satisfacción—. Eso está bien. ¡Chócala!

Y Denton le estrechó la mano.

La cinta transportadora corría por el establecimiento de un moldeador de rostros y la parte inferior de la fachada consistía en un espejo con gigantesco despliegue, pensado para estimular el ansia de unas facciones más regulares. Denton vio el reflejo de su nuevo amigo y el suyo propio enormemente retorcido y ensanchado. Su propia cara estaba hinchada, reducida a un solo lado y manchada de sangre, una mueca de amabilidad idiota e insincera distorsionaba la anchura. Un mechón de pelo le tapaba un ojo. El truco del espejo presentaba al moreno como una gruesa expansión del labio y las ventanas nasales. Luego, bruscamente, esta visión pasó… para volver a la memoria en las anémicas meditaciones de una aurora sin haber pegado ojo. Cuando estrechaba las manos el moreno hizo una confusa observación en el sentido de que siempre había sabido que se llevaría bien con un caballero si alguno se cruzaba en su vida. Prolongó el apretón hasta que Denton, bajo la influencia del espejo, retiró la mano. El moreno se puso pensativo, escupió de modo impresionante en la cinta transportadora y retomó su tema.

—Lo que iba a decir era esto.

Se le puso la voz áspera y meneó la cabeza en dirección al pie. A Denton le entró curiosidad.

—Continúa —dijo atento.

El moreno se decidió. Agarró el brazo de Denton y adoptó una actitud familiar.

—Perdona —dijo—. El hecho es que no sabes pelear. Bueno, no sabes cómo empezar. Te matarán si no haces caso. Sujetando las manos. ¡Así!

Subrayó su declaración con increpaciones y observando con recelo el efecto de cada juramento.

—Por ejemplo. Eres alto. Brazos largos. Tienes un alcance mayor que ninguno de la maldita bóveda. ¡Puñetas!… pero pensé que tenía delante a un duro. En lugar de lo que… Perdona. De haberlo sabido no te habría golpeado. Es como sacos peleando. No está bien. Tus brazos parecían colgados de ganchos. Completamente, colgados de ganchos. Eso.

Denton miró fijamente y luego se sorprendió e hizo daño a su magullada barbilla con una repentina carcajada. Amargas lágrimas le asomaron a los ojos.

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