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Authors: H. G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento

El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo (44 page)

BOOK: El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo
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—¡Temple! —dijo Bindon—. ¡Es una chica maravillosa! ¡ Es una chica maravillosa!

—Se negará.

—Claro que se negará. Pero déjaselo planteado. Déjaselo planteado. Y algún día, en ese sofocante cuartucho, en esa penosa y fatigosa vida de la que no pueden salir, se pelearán. Y entonces…

Mures meditó el asunto e hizo lo que le habían dicho.

Entonces Bindon, tal y como había quedado con su asesor espiritual, se fue de retiro. El convento de la secta Huysmanita era un hermoso lugar, con el aire más puro de Londres, iluminado con luz natural y con reconfortantes claustros con jardines de auténtico césped al aire libre donde el penitente hombre de placer podía disfrutar al mismo tiempo todos los placeres del ocio y todas las satisfacciones de una distinguida austeridad. Y salvo por la participación en la sencilla y saludable dieta del lugar y en ciertos cantos solemnes, Bindon pasó todo el tiempo meditando sobre el tema de Elizabeth y sobre la extrema purificación que su alma había experimentado desde la primera vez que la vio y sobre si podría conseguir una dispensa para casarse del experimentado y compasivo Padre a pesar del próximo pecado de su divorcio. Y luego… Bindon se apoyaría contra una columna del claustro y se sumiría en sueños sobre la superioridad del amor virtuoso sobre cualquier otra forma de desenfreno. Ignoró lo mejor que pudo una sensación en la espalda y en el pecho que estaba tratando de atraer su atención, una proclividad a tener calor y escalofríos, una sensación general de mala salud y de incomodidad cutánea. Todo eso desde luego pertenecía a la vieja vida que se estaba sacudiendo.

Cuando salió del retiro fue inmediatamente a Mures a preguntarle noticias de Elizabeth. Mures estaba claramente bajo la impresión de que el era un padre ejemplar, profundamente afectado en su corazón por la infelicidad de su hija.

—Estaba pálida —dijo muy emocionado—. Estaba pálida. Cuando le pedí que viniera y lo dejara y fuera feliz ella puso la cabeza sobre la mesa —Mures respiró hondo por la nariz— y lloró.

Estaba tan agitado que no pudo decir más.

—¡Ah! —dijo Bindon respetando este dolor varonil.

—¡Oh! —exclamó Bindon de repente con la mano en el costado.

Mures elevó la vista desde la profundidad de su dolor, alarmado.

—¿Qué pasa? —preguntó, visiblemente afectado.

—Un dolor de lo más agudo. ¡Discúlpeme! Me estaba hablando de Elizabeth.

Y Mures, tras expresar una sincera preocupación por el dolor de Bindon, continuó con su informe. Era incluso sorprendentemente esperanzado. Elizabeth, con la primera emoción al descubrir que su padre no la había abandonado en absoluto, había sido franca con él acerca de sus sufrimientos y disgustos.

—Sí —dijo Bindon solemnemente—. Todavía la conseguiré.

Y luego ese novedoso dolor le crispó por segunda vez.

Para estos dolores inferiores el cura era comparativamente ineficaz, inclinándose a considerar al cuerpo y a ellos como ilusiones mentales dóciles a la contemplación. Así que Bindon llevó el asunto a un hombre de una clase que odiaba, a un médico de reputación y descortesía extraordinarias.

—Tenemos que examinarle de arriba abajo —dijo el médico, y lo hizo con la franqueza más repelente.

—¿Trajo algún hijo al mundo? —preguntó este grosero materialista entre otras cuestiones impertinentes.

—No que yo sepa —respondió Bindon demasiado asombrado para defender su dignidad.

—¡Ah! —dijo el médico, y prosiguió con sus golpes y auscultaciones.

La ciencia médica en aquel tiempo estaba sólo alcanzando los comienzos de la precisión.

—Lo mejor sería que fuera directamente —dijo el médico— a hacerse la Eutanasia. Cuanto antes mejor.

A Bindon le dio un sofoco. Había estado intentando pasar por alto las explicaciones técnicas y las previsiones de las que el médico había abusado.

—¡Oiga! —exclamó—. Pero quiere decir… Su ciencia…

—Nada —aseguró el médico—. Algunos opiáceos. Es obra suya, sabe, hasta cierto punto.

—Tuve grandes tentaciones en mi juventud.

—No es tanto por eso, sino porque procede de mala cepa. Incluso si hubiera tomado precauciones habría tenido que habérselas con tiempos dolorosos. El error estuvo en nacer. Las indiscreciones de los padres. Y ha esquivado el ejercicio, y etcétera.

—No tuve a nadie que me aconsejara.

—Los médicos están siempre dispuestos a hacerlo.

—Fui un joven muy vigoroso.

—No discutamos. El mal está ya hecho. Ha vivido. No podemos hacerle nacer otra vez. Nunca debió haber nacido en absoluto. Francamente… ¡la Eutanasia!

Bindon le odió en silencio durante un rato. Cada palabra del brutal experto chocaba contra sus refinamientos. Era tan grosero, tan impermeable a todas las más sutiles cuestiones de la existencia. Pero no sirve de nada pelearse con un médico.

—Mis creencias religiosas —dijo—. No apruebo el suicidio.

—Lo ha estado practicando toda su vida.

—Bueno, en cualquier caso ahora he terminado por adoptar una visión seria de la vida.

—Tendrá que hacerlo si va a seguir viviendo. Tendrá dolores. Pero por razones prácticas es tarde. No obstante, si realmente está decidido… quizá será mejor que haga una pequeña mezcla. Le dolerá mucho. Esas pequeñas crispaciones…

—¡Crispaciones!

—Puros avisos preliminares.

—¿Cuánto tiempo me queda? Quiero decir hasta que empiecen los dolores de verdad.

—Los tendrá bien pronto. Quizá tres días.

Bindon intentó argumentar durante cierto tiempo y en medio de sus alegatos jadeó y se puso la mano en el costado. De repente el extraordinario patetismo de su vida se le apareció claro y vívido.

—Es cruel —dijo—. ¡Es infernal! No he sido enemigo de nadie más que de mí mismo. Siempre he tratado a los demás justamente.

El médico le miró sin ninguna simpatía durante unos segundos. Reflexionaba sobre lo excelente que era que no hubiera más Bindon que siguieran con esa línea de patetismo. Se sintió muy optimista. Luego se volvió al teléfono y pidió una receta de la farmacia central. Una voz a sus espaldas le interrumpió.

—¡Por Dios! —gritó Bindon—. ¡La tendré a pesar de todo!

El médico miró por encima del hombro ante la exclamación de Bindon y luego cambió la receta.

Tan pronto como terminó la visita, Bindon dio rienda suelta a la rabia. Dio por sentado que el médico no sólo era un bruto sin compasión y carente de la cortesía más elemental sino también completamente incompetente y, con la intención de confirmar esta intuición suya, fue sucesivamente a otros cuatro médicos. Pero para curarse de sorpresas guardó en el bolsillo aquella pequeña receta. Con cada uno empezó por expresar sus graves dudas sobre la inteligencia, la honestidad y los conocimientos profesionales del primer doctor y a continuación describía los síntomas suprimiendo en cada caso sólo algunos hechos materiales todos los cuales eran posteriormente descubiertos por el médico. A pesar de la reserva de otro médico ninguno de estos eminentes especialistas le daba a Bindon ninguna esperanza de eludir la angustia y desamparo que se cernían sobre el. Con el último de ellos descargó todo el disgusto acumulado contra la ciencia médica.

—Después de siglos y siglos —exclamó acalorado— y no pueden hacer nada, excepto admitir su inutilidad. Yo les digo ¡sálvenme! y ¿qué hacen ustedes?

—Sin duda es duro para usted —respondió el doctor—. Pero debería haber tomado precauciones.

—¿Cómo iba a saberlo?

—Nosotros no tenemos por qué andar tras de usted —explicó el médico cogiendo un hilo de algodón de su manga púrpura—. ¿Por qué habíamos de salvarle a usted en concreto? Precisamente, desde un punto de vista, es la gente como usted con fantasías y pasiones la que tiene que irse, tienen que irse.

—¿Irse?

—Desaparecer. Es un remolino.

Era un joven de rostro sereno. Le sonrió a Bindon.

—Avanzamos con nuestra investigación, sabe. Damos consejos cuando la gente tiene la sensatez de pedírnoslos. Y esperamos a que llegue nuestra hora.

—¿Esperan su hora?

—Apenas si sabemos bastante todavía para hacernos cargo de la administración, sabe.

—¿La administración?

—No tiene por qué angustiarse. La ciencia es todavía joven. Tiene que seguir creciendo durante algunas generaciones. Ahora sabemos lo suficiente para saber que todavía no sabemos bastante… Pero la hora se acerca de todos modos. Usted no verá la hora. Pero, entre nosotros, ustedes los ricos, los dirigentes políticos con su juego natural de las pasiones, el patriotismo, la religión y todo lo demás han liado bastante las cosas, ¿no es verdad? ¡Esos bajos fondos! Y todo ese tipo de cosas. Algunos de nosotros tenemos una especie de ilusión de que con el tiempo quizá sepamos bastante para ocuparnos de algo más que de la ventilación y del alcantarillado. Los conocimientos continúan acumulándose, ¿sabe? Acumulándose. Y no hay ni la menor prisa en una generación o así. Algún día, algún día los hombres vivirán de una forma diferente. Miró a Bindon y meditó. Tendrán que desaparecer muchas cosas antes de que llegue ese día…

Bindon trató de indicar a este joven lo estúpido e irrelevante de semejante charla para un enfermo como él; lo impertinente y descortés para él, un hombre mayor que ocupaba una posición de extraordinario poder e influencia en el mundo oficial. Insistió en que a un médico le pagaban por curar a la gente, acentuó mucho lo de
pagar
, y no tenía por qué referirse ni por un momento a esas otras cuestiones.

—Pero lo hacemos —dijo el joven insistiendo en los hechos, y Bindon perdió la paciencia.

Indignado, se marchó a casa. Que estos incompetentes impostores, incapaces de salvar la vida de un hombre verdaderamente influyente como él, soñaran en robar algún día el control de la sociedad a los legítimos poseedores de la propiedad, en imponer no se sabía qué tiranía al mundo. ¡Maldita ciencia! Echó pestes contra esa intolerable perspectiva durante un rato, después el dolor volvió y él se acordó de la receta hecha por el primer médico, todavía afortunadamente en su bolsillo. Se tomó directamente una dosis.

Le calmó y alivió mucho y pudo sentarse en el más cómodo de sus sillones junto a su biblioteca (de discos fonográficos) y recapitular el cambiado curso de los acontecimientos. Se le pasó la indignación, la ira y la pasión se desmoronaron bajo el ataque sutil de aquella receta, el patetismo se hizo dueño de la situación. Miró a su alrededor, a su magnífico apartamento voluptuosamente decorado, a sus esculturas y a los cuadros discretamente velados, a todas las muestras de una maldad cultivada y elegante. Tocó un botón y las tristes melodías de la flauta del pastor de Tristán e Isolda llenaron el ambiente. Su vista vagó de un objeto a otro. Eran caros, vulgares y barrocos… pero eran suyos. Representaban de forma concreta sus ideales, su concepción de la belleza y del deseo, su idea de lo que era valioso en la vida. Y ahora… tenía que dejarlo todo como un hombre cualquiera. Tuvo la sensación de ser una llama afilada y delicada que se extingue. Así tiene toda vida que quemarse y desaparecer, pensó. Los ojos se le inundaron de lágrimas.

Entonces se le ocurrió que estaba solo. ¡Nadie se preocupaba de él, nadie le necesitaba! En cualquier momento podría empezar a tener vivos dolores. Podría incluso dar alaridos. A nadie le importaría. Según todos los doctores tendría excelentes razones para gritar de dolor durante un día o así. Eso le recordó lo que su asesor espiritual había dicho de la decadencia de la fe y la fidelidad, la degeneración de la época. Se consideró a sí mismo como una patética prueba de ello. Él, el sutil, hábil, importante, voluptuoso, cínico y complejo Bindon, posiblemente aullando y ni siquiera un ser sencillo y fiel en todo el mundo que aullara con él. No había ni una sola alma sencilla y fiel… ni un pastor que tocara el caramillo en su honor. ¿Habían desaparecido de este mundo duro y precipitado todas esas criaturas sencillas y fieles? Se preguntó si la muchedumbre vulgar y horrorosa que permanentemente transitaba por la ciudad sabría lo que pensaba de ella. Si lo supieran estaba seguro de que algunos intentarían ganarse una opinión mejor. Seguramente el mundo iba de mal en peor. Se estaba haciendo imposible para los Bindon. Quizás algún día… Estaba completamente seguro de que lo único que había necesitado en la vida era comprensión. Durante un rato lamentó no dejar tras él sonetos… cuadros enigmáticos o algo así que mantuviera su ser hasta que por fin llegara el alma comprensiva…

Le parecía increíble que lo que viniera fuera la extinción. Sin embargo su compasivo guía espiritual era en esta materia fastidiosamente figurativo y vago. ¡Maldita ciencia! Había minado toda fe… toda esperanza. Salir, desaparecer del teatro y la calle, de la oficina y del comedor, de los queridos ojos de las mujeres. ¡Y que no le echaran de menos! ¡En general dejar al mundo más feliz!

Reflexionó que nunca había sido muy emotivo. ¿Había sido, después de todo, demasiado poco compasivo? Pocos podían sospechar lo sutilmente profundo que realmente era bajo su máscara de cínica alegría. No comprenderían la pérdida que sufrían. Elizabeth, por ejemplo, no había sospechado…

Él se lo había ocultado. Al llegar sus pensamientos a Elizabeth gravitaron en torno a ella durante un tiempo. ¡Qué poco le comprendía Elizabeth!

Ese pensamiento se le hizo intolerable. Antes que nada tenía que arreglar eso. Se dio cuenta de que todavía tenía algo que hacer en la vida, su lucha con Elizabeth no había terminado aún. Ya nunca la dominaría como había esperado y rogado. ¡Pero todavía podía impresionarla!

Empezó a desarrollar esa idea. La impresionaría profundamente, la impresionaría de forma que lamentara siempre la forma en que le había tratado. Lo que tenía que ver antes que nada era su magnanimidad. ¡Su magnanimidad! ¡Sí! Él la había amado con asombrosa grandeza de corazón. No lo había visto tan claro antes, pero desde luego iba a dejarle todas sus propiedades. Instantáneamente lo dio por algo decidido e inevitable. Ella pensaría lo bueno que era, lo inmensamente generoso; rodeada de todas las cosas que hacen la vida tolerable recibidas de su mano recordaría con infinito pesar su desdén y su frialdad. Y cuando tratara de dar salida a ese pesar se encontraría con que la ocasión había desaparecido para siempre, se encontraría con una puerta cerrada, con una desdeñosa quietud, con un pálido rostro muerto. Cerró los ojos y se quedó un rato imaginándose a sí mismo como ese pálido rostro muerto.

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