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Authors: H. G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento

El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo (43 page)

BOOK: El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo
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—Yo habría pensado que sí.

Negó con la cabeza.

—No —dijo—. Yo también he pensado. Lo que dices… no me convence.

Ella lo miró resueltamente a la cara.

—Lo odio —dijo y tomó aliento—. No entiendes, no piensas. Hubo un tiempo en que decías cosas y yo las creía. He aprendido mucho. Tú eres hombre, puedes luchar, abrirte camino. No te importan las magulladuras. Puedes ser rudo y violento, y aún así un hombre. Sí, así sois, así sois. Tienes razón. Sólo que una mujer no es así. Nosotras somos distintas. Nos hemos dejado civilizar demasiado pronto. Los bajos fondos no son para nosotras.

Hizo una pausa y comenzó otra vez.

—¡Lo odio! ¡Odio esta horrible lona! La odio más que… más que lo peor que pudiera suceder. Sólo con tocarla me duelen los dedos. Es horrible para la piel. ¡Y las mujeres con las que trabajo día tras día! Paso las noches en vela pensando que me estaré volviendo como ellas…

Se detuvo.

—Me estoy volviendo como ellas —gritó apasionadamente.

Denton reparó en su angustia.

—Pero —dijo, y se detuvo.

—No entiendes. ¿Qué tengo yo? ¿Qué tengo que pueda salvarme? Tú puedes luchar. Luchar es una tarea de hombres. Pero las mujeres, las mujeres son diferentes… Lo he pensado muy bien, no he hecho otra cosa que pensar día y noche. ¡Mira el color de mi cara! No puedo continuar. No puedo soportar esta vida… no puedo soportarla.

Se detuvo. Dudó.

—No lo sabes todo —dijo bruscamente, y por un instante sus labios exhibieron una amarga sonrisa—. Me han pedido que te deje.

—¡Dejarme!

Ella no respondió, sólo hizo un movimiento afirmativo con la cabeza.

Denton se levantó bruscamente. Se miraron fijamente y en silencio durante largo rato.

De repente ella se volvió y bajó la cara en dirección a la cama de lona. No sollozó, no emitió sonido alguno. Se quedó quieta con la cara baja. Después de un enorme y angustioso vacío los hombros se le contrajeron y empezó a llorar en silencio.

—¡Elizabeth! —susurró—. ¡Elizabeth!

Se sentó con mucha suavidad junto a ella, se inclinó y la rodeó con el brazo en una dudosa caricia, buscando vanamente alguna clave para esa situación intolerable.

—Elizabeth —le susurró al oído.

Ella le apartó con la mano.

—¡No puedo tener hijos para que sean esclavos!

Y estalló en un llanto estrepitoso y amargo.

El rostro de Denton cambió, adquirió una palidez de desmayo. Pronto se deslizó fuera de la cama y se puso en pie. Toda la satisfacción había desaparecido de su rostro, siendo sustituida por rabia impotente. Empezó a despotricar y a maldecir a las fuerzas intolerables que le presionaban y a todos los accidentes y encendidas pasiones y descuidos que se mofan de la vida del hombre. Su vocecita se elevó en aquella diminuta habitación y agitó el puño, este animalucho de la tierra, contra todo lo que le rodeaba, contra los millones a su alrededor, contra su pasado y su futuro y contra toda la inmensa vastedad de la agobiante ciudad.

V

Bindon interviene

Bindon, en su juventud, se había metido en especulaciones y había tenido tres brillantes chiripas. Durante el resto de su vida tuvo la sensatez de dejar a un lado las apuestas y el engreimiento de creerse un hombre muy listo. Cierto deseo de influencia y reputación le llevó a interesarse en las intrigas de negocios de la gigantesca ciudad en la que con tan buena suerte había especulado. Se convirtió por fin en uno de los accionistas más influyentes de la compañía propietaria de las plataformas de vuelo de Londres a las que venían aviones de todas las partes del mundo. Todo esto por lo que se refiere a sus actividades públicas. En su vida privada, era un hombre dedicado al placer. Y la historia de su corazón es la siguiente.

Pero antes de adentrarnos en tamañas profundidades tenemos que dedicar un poco de tiempo al exterior de esta persona. Su base física era delgada, baja y morena, y la expresión de su rostro, que tenía rasgos finos destacados por cosméticos, iba de una insegura satisfacción de sí mismo a un nerviosismo inteligente. Siguiendo la moda limpia e higiénica de la época, se había depilado la cara y la cabeza de forma que el color y contorno de su pelo variaba con la indumentaria que el cambiaba constantemente.

A veces se relajaba con vestidos neumáticos en la línea rococó. Desde los abombados característicos de este estilo y bajo un sombrero translúcido e iluminado vigilaba celosamente con la mirada el respeto del mundo menos elegante. Otras veces resaltaba su elegante delgadez con vestidos ajustados de satén negro. Para dar una sensación de dignidad se ponía anchos hombros neumáticos de los que colgaba un manto de seda china con pliegues cuidadosamente organizados y un Bindon al estilo clásico con calzas de color rosa era también un fenómeno pasajero en la eterna procesión del Destino. En los días en que esperaba casarse con Elizabeth trató de impresionarla y seducirla y al mismo tiempo quitarse de encima algo del peso de cuarenta años llevando el último grito de la moda contemporánea, un traje de material elástico con verrugas y cuernos extensibles que cambiaba de color según caminaba debido a una ingeniosa disposición de cromatóforos versátiles. Y sin duda, de no haber estado el afecto de Elizabeth ya comprometido con el inútil Denton y si sus gustos no hubieran tenido esa extraña inclinación por anticuadas formas de vida, esta concepción extremadamente
chic
la habría embelesado. Bindon, que era uno de esos hombres que siempre invitan al comentario sobre sus vestidos, había consultado al padre de Elizabeth antes de presentarse en ese atavío y Mures le había declarado que era todo lo que deseaba el corazón de una mujer. Pero el asunto del hipnotizador demostró que su conocimiento del corazón de la mujer era incompleto.

Bindon se había hecho a la idea del matrimonio poco tiempo antes de que Mures pusiera en su camino la floreciente feminidad de Elizabeth. Uno de los secretos más queridos de Bindon era su considerable capacidad para una vida pura y sencilla de corte marcadamente sentimental. La idea confería una especie de seriedad patética a los excesos repugnantes, completamente inconsecuentes e irrelevantes que a él le encantaba considerar como maldades elegantes y que alguna buena gente también era tan imprudente como para juzgar de esa deseable manera. Como consecuencia de esos excesos, y también quizás a causa de una tendencia heredada a la decadencia temprana, su hígado quedó seriamente afectado y sufría crecientes incomodidades cuando viajaba en avión. Fue durante su convalecencia de un prolongado trastorno biliar cuando se le ocurrió que a pesar de toda la terrible fascinación del Vicio si encontrara una buena joven, hermosa y afable, de una categoría intelectual no demasiado agresiva que dedicara su vida a cuidarle, quizá todavía pudiera ser salvado para la Virtud, e incluso criar una vigorosa familia a su imagen para solaz de su vejez. Pero como tantos experimentados hombres de mundo, dudaba que hubiera mujeres buenas. De muchas de las que había oído era escéptico en público y temeroso en privado.

Cuando el ambicioso Mures llevó a cabo la presentación de Elizabeth, le pareció que su buena suerte era completa. Se enamoró de ella al instante. Por supuesto que siempre había estado enamorandose desde que tenía dieciséis años siguiendo la extremada variedad de recetas que se puede encontrar en la literatura acumulada en muchos siglos. Pero esto era diferente. Esto era verdadero amor. A él le parecía que hacía aflorar todas las vagas bondades de su naturaleza. Sentía que por amor a ella sería capaz de abandonar la forma de vida que ya le había producido las más graves lesiones en el hígado y en el sistema nervioso. Su imaginación le presentaba imágenes idílicas de la vida del calavera reformado. Nunca sería idealista o estúpido con ella, sino siempre un poco cínico y amargo como correspondía a su pasado. No obstante, estaba seguro de que ella intuiría su verdadera grandeza y bondad. Y a su debido tiempo le confesaría todo, vertería en su escandalizado, bellísimo y a no dudar atentísimo oído, su versión de lo que consideraba sus maldades, mostrando qué complejo de Goethe, de Benvenuto Cellini, de Shelley y todos esos otros muchachos era él en realidad. Y antes de todo esto la cortejaría con infinita sutileza y respeto. Y la reserva con la que Elizabeth le trataba no le parecía ni más ni menos que exquisita modestia acompañada de una igualmente exquisita carencia de ideas.

Bindon no sabía nada de sus erráticos afectos ni del intento hecho por Mures de utilizar el hipnotismo como correctivo de la digresión de su corazón. Él creía que estaba en los mejores términos con Elizabeth y había tenido mucho éxito con diversos y significativos regalos de joyería y de los cosméticos más eficaces cuando su fuga con Denton puso al mundo patas arriba para él. La primera reacción ante el asunto fue de rabia nacida de la vanidad herida, y como Mures era la persona más conveniente, lanzó sobre él la primera descarga.

Inmediatamente fue a insultar groseramente al desolado padre, después pasó un día activo y resuelto yendo y viniendo por la ciudad y entrevistando gente en un intento sistemático, y en parte con éxito, de arruinar a aquel especulador matrimonial. La naturaleza eficaz de estas actividades le produjo una euforia temporal y fue al comedor que había frecuentado en sus días malvados en un estado de ánimo de
¡al diablo con todo!
y cenó excesiva y alegremente con otros dos dorados jóvenes en los primeros cuarenta. Abandonaba el juego. Ninguna mujer se merecía que fuera bueno con ella y hasta se sorprendió a sí mismo con la veta de ingenioso cinismo que le salió. Una de las otras desesperadas y afiladas lenguas, calentada por el vino, hizo una chistosa referencia a su desilusión, pero en aquel momento no pareció desagradable. A la mañana siguiente se encontró con el hígado y el ánimo inflamados. A patadas hizo pedazos la máquina de noticias fotográficas, despidió a su sirviente, y decidió que se vengaría terriblemente de Elizabeth o de Denton o de alguien. Pero en cualquier caso habría de ser una venganza terrible de forma que el amigo que se había reído de él no volviera a verle como la estúpida víctima de una chica. Sabía algo de la pequeña propiedad que le pertenecía, y que ésta sería el único apoyo de la joven pareja hasta que Mures cediera. Si Mures no se ablandaba y si algo desafortunado ocurría al negocio en el que yacían las expectativas de Elizabeth ellos se encontrarían con tiempos muy difíciles y serían bastante dúctiles a tentaciones del tipo más siniestro. La imaginación de Bindon, abandonando completamente su hermoso idealismo, desarrolló la idea de las tentaciones de tipo siniestro. Se imaginó a sí mismo como el hombre rico, implacable, intrincado y poderoso en persecución de la doncella que le había desdeñado. Y de repente le vino a la cabeza su imagen, vívida y dominante, y por primera vez en su vida Bindon comprendió el verdadero poder de la pasión. Su imaginación se quedó aparte como un ujier respetuoso que ha hecho su trabajo introduciendo a la emoción.

—¡Dios mío! —gritó Bindon—. ¡La tendré! ¡Aunque tenga que matarme para conseguirla! ¡Y a ese otro tipo…!

Después de una visita al médico y de una penitencia por los excesos de la noche anterior en forma de amargos medicamentos, un Bindon calmado pero absolutamente resuelto salió en busca de Mures. Halló a éste completamente abatido, empobrecido y humilde, en un estado de ánimo de exasperada supervivencia, dispuesto a venderse en alma y cuerpo más para recuperar su perdida posición en el mundo que por ningún interés en una hija desobediente. En la razonable discusión que siguió se acordó que había que dejar a los descarriados jóvenes que se hundieran en la desgracia o posiblemente incluso ayudarlos en esa disciplina que siempre se supera a sí misma mediante la influencia financiera de Bindon.

—¿Y luego? —preguntó Mures.

—Irán a la Compañía del Trabajo —dijo Bindon—. Vestirán la lona azul.

—¿Y luego?

—Se divorciará —respondió, y, plenamente decidido sobre el proyecto, se sentó un momento. En aquel tiempo las austeras limitaciones del divorcio de la época victoriana se habían relajado extraordinariamente y una pareja se podía separar por cien motivos diferentes.

Entonces Bindon dejó repentinamente atónito a Mures y a sí mismo poniéndose de pie de un salto.

—¡Se divorciará de él! —gritó—. Así lo quiero y así se hará. ¡Por Dios que así será! Él será humillado y ella también. A él lo machacaré y lo pulverizaré.

La idea de machacar y pulverizar le excitó aún más. Comenzó a dar olímpicos pasos por el pequeño despacho.

—¡La tendré! —gritó—. ¡La tendré! ¡Ni el cielo ni el infierno la librarán de mí!

La pasión se extinguió al expresarla y le dejó, al final, simplemente histriónico. Adoptó una pose, y con heroica decisión ignoró una aguda punzada de dolor en torno al diafragma. Mures estaba sentado con la gorra neumática desinflada y a todas luces muy impresionado.

Y así fue cómo, con bastante tenacidad, Bindon se entregó a la tarea de ser la providencia maligna de Elizabeth utilizando con ingeniosa destreza cualquier pizca de ventaja que la riqueza otorgara en aquel tiempo a un hombre sobre sus semejantes. El recurso a los consuelos de la religión no obstaculizó esas operaciones en absoluto. Iba a hablar con un interesante, experimentado y compasivo Padre de la secta Huysmanita del culto de Isis acerca de todas las conductillas irracionales que a él le encantaba considerar como la maldad específicamente suya con la que avergonzaba al cielo, y el interesante, experimentado y compasivo Padre, representando a un cielo avergonzado, con una agradable pretensión de horror sugería penitencias sencillas y fáciles y recomendaba una fundación monástica ventilada, fresca, higiénica y nada masificada para pecadores penitentes visceralmente trastornados de la clase refinada y rica. Y después de estas excursiones Bindon volvía de nuevo a Londres completamente activo y apasionado. Maquinaba con una energía realmente considerable, y pasaba por cierta galería muy por encima de las cintas transportadoras de la calle desde la que podía observar la entrada de las dependencias de la Compañía del Trabajo en el pabellón que cobijaba a Denton y a Elizabeth. Por fin un día vio a Elizabeth entrar y eso renovó su pasión.

Y así, a su debido tiempo, maduraron los complicados designios de Bindon y pudo visitar a Mures para decirle que los jóvenes estaban al borde de la desesperación.

—Es el momento —dijo— de que jueguen su papel tus afectos paternales. Ella ha llevado la lona azul durante meses, han sido hacinados en uno de esos cuartuchos del Trabajo y la chiquilla está muerta. Ahora ya sabe de lo que le vale su hombría, su protección, pobrecilla. Ahora verá las cosas más claras. Vete a verla, yo no quiero aparecer en este asunto todavía, e indícale lo necesario que es que se divorcie de él… —Es muy obstinada —dijo Mures dudoso.

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