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Authors: H. G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento

El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo (39 page)

BOOK: El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo
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—No necesitamos ir allá todavía —dijo Elizabeth.

—No hasta que tengamos hambre —dijo Denton.

No dijeron más.

La mirada de Elizabeth buscó un sitio en el que descansar, pero no encontró ninguno. A la derecha rugían las vías del este, a la izquierda las de la dirección opuesta repletas de gente. Delante y a sus espaldas, por un cable suspendido sobre sus cabezas, se precipitaba una fila de hombres gesticulando, vestidos como payasos; cada uno llevaba marcada en la espalda y en el pecho una letra gigante de forma que todas juntas decían:

PÍLDORAS DIGESTIVAS DE PURKINJE

Una señora pequeña y anémica, vestida de lona azul basta y horrible, apuntaba a una niña hacia una de estas apresuradas filas de anuncios.

—Mira —dijo la mujer anémica—, ahí está tu padre.

—¿Cuál? —preguntó la niña.

—El de la nariz pintada de rojo —respondió la mujer anémica.

La niña empezó a llorar y Elizabeth pudo haber llorado también.

—¿A que le está dando bien a las piernas, eh? —dijo la mujer anémica vestida de azul intentando alegrar las cosas de nuevo.

—¡Mira… ahora!

Sobre la fachada de la derecha un enorme disco de brillo intenso y color fantástico giraba incesante, y letras de fuego que aparecían y desaparecían decían:

¿LE MAREA ESTO?

Luego una pausa seguida de:

TOME PÍLDORAS DIGESTIVAS PURKINJE

Comenzó un ruido vasto y desolador:
Si te gusta la literatura elegante conecta tu teléfono con Bruggles. El autor más grande de todos los tiempos. El pensador más grande de todos los tiempos. Te enseña Moral hasta la coronilla. La viva imagen de Sócrates, salvo el cogote que es el de Shakespeare. Tiene seis dedos en los pies, viste de rojo y no se lava nunca los dientes. Escúchale
.

La voz de Denton se hizo audible en un vacío del tumulto:

—Nunca debí haberme casado contigo —decía—. He derrochado tu dinero, te he arruinado, te he llevado a la desgracia. Soy un canalla… ¡Oh, este maldito mundo!

Intentó hablar, pero durante unos momentos no pudo. Le apretó la mano.

—No —dijo finalmente.

Un deseo medio definido pasó repentinamente a decisión firme. Se levantó.

—¿Vienes?

Él se levantó también.

—No necesitamos ir allá todavía.

—No, no es eso. Quiero que vengas a las plataformas de vuelo donde nos veíamos, ¿sabes? A nuestro banquito.

Él dudó.

—¿Puedes…? —preguntó dubitativo.

Dudó todavía un momento, luego se puso en movimiento para obedecerla.

Y así fue como pasaron su último medio día de libertad al aire libre en el banquito bajo las plataformas de vuelo donde solían encontrarse hacía cinco años, que tan rápidamente habían pasado. Allí le dijo lo que no pudo decirle en las tumultuosas vías públicas. Que ni siquiera entonces se arrepentía de su matrimonio, que cualesquiera que fueran las incomodidades y desgracias que les aguardaban todavía en la vida ella estaba contenta con las cosas tal y como habían sido. El tiempo fue amable con ellos, al banco le daba el sol y estaba caliente y por encima los relucientes aviones iban y venían. Finalmente hacia la puesta del sol se les acabó el tiempo. Hicieron sus votos el uno al otro y apretaron las manos y luego se levantaron y volvieron a las vías de la ciudad, una pareja de aspecto pobre y afligido, cansada y hambrienta. Pronto llegaron a uno de los rótulos de azul pálido que indicaban las oficinas de la Compañía del Trabajo. Estuvieron un rato en la vía central mirándolo, y por fin descendieron y entraron a la sala de espera.

La Compañía del Trabajo había sido originariamente una organización de caridad. Su finalidad consistía en suministrar alimento, cobijo y trabajo a todo el que viniera. Y eso era lo que estaba obligada a hacer según sus reglamentos, y también estaba obligada a proporcionar alimento, cobijo y atención médica a todos los que, incapacitados para trabajar, decidían solicitar su ayuda. A cambio, estos incapacitados firmaban recibos de trabajo que tenían que redimir cuando se recuperaran. Firmaron estos recibos de trabajo con huellas digitales que fueron fotografiadas y archivadas de tal manera que la tal Compañía del Trabajo, extendida por todo el mundo, podía identificar a cualquiera de sus doscientos o trescientos millones de clientes en una hora de investigación. El trabajo del día fue definido como dos turnos en una turbina dedicada a la generación de energía eléctrica o en su equivalente, y su realización podía ser impuesta por ley.

En la práctica, a la Compañía del Trabajo le pareció aconsejable añadir a sus estatutarias obligaciones de alimento y cobijo unos cuantos peniques al día como motivación al esfuerzo y su iniciativa no sólo había abolido completamente el empobrecimiento, sino que suministraba prácticamente toda la mano de obra en todo el mundo salvo la más cualificada y responsable. Casi un tercio de la población mundial era esclava y deudora suya de la cuna a la sepultura. De esta manera práctica, nada sentimental, se había abordado y solucionado el problema del desempleo de manera plenamente satisfactoria. Nadie moría de hambre en las vías públicas y en ninguna parte del mundo apenaban la vista los harapos ni ninguna vestimenta menos sana y adecuada que la higiénica, aunque poco elegante, lona azul de la Compañía del Trabajo. El tema constante de los periódicos fonográficos era cuánto había progresado el mundo desde los días del siglo XIX, cuando los cuerpos de los muertos en accidentes de tráfico o de hambre eran, según decían, una imagen corriente de todas las calles más bulliciosas.

Denton y Elizabeth se sentaron separados en la sala de espera hasta que les llegó el turno. La mayoría de los allí reunidos parecían lánguidos y taciturnos, pero tres o cuatro jóvenes vestidos de forma muy chillona compensaban la quietud de sus compañeros. Eran clientes de por vida de la Compañía del Trabajo, nacidos en la guardería de la Compañía y destinados a morir en su hospital, y habían estado fuera de juerga con algún que otro dinerillo de paga extra. Hablaban a voces en la evolución más reciente del dialecto Cokney, manifiestamente orgullosos de sí mismos.

La mirada de Elizabeth pasó de éstos a las figuras menos seguras. Una pareció darle una pena especial. Era una mujer de quizá cuarenta y cinco años con el pelo teñido de oro, la cara pintada por la que habían corrido abundantes lágrimas. Tenía la nariz pálida, los ojos hambrientos, las manos y los hombros enjutos y sus polvorientas y gastadas galas delataban la historia de su vida. Otro era un viejo de barba gris con los hábitos de un obispo de una de las más altas sectas episcopales, pues la religión ahora era también un negocio y tenía sus altibajos. Y junto a él un chico enfermizo de aspecto disoluto, de unos veintidós años miraba al Destino con ojos feroces.

Pronto, Elizabeth y Denton se entrevistaron con la directora, pues la Compañía prefería mujeres en ese puesto, y comprobaron que tenía un rostro enérgico, modales desdeñosos, y una voz especialmente desagradable. Les dieron diversos cheques incluyendo uno que certificaba que no tenían que llevar el pelo al cero, y cuando hubieron dado sus huellas digitales supieron el número que les correspondería en adelante y cambiaron sus gastados vestidos de clase media por los trajes de lona azul debidamente numerados, acudieron al enorme y sencillo comedor para su primera comida en la nueva situación. Posteriormente tenían que volver a ver a la directora para recibir instrucciones sobre su trabajo. Cuando hubieron hecho el cambio de vestimenta, Elizabeth al principio no se creyó capaz de mirar a Denton, pero el la miró y vio con asombro que incluso en la lona azul todavía era hermosa. Y a continuación su pan y su sopa llegaron deslizándose por el diminuto raíl, bajando por la larga mesa hasta ellos y se detuvieron de un tirón y él se olvidó del asunto, pues no había tenido una comida decente en tres días.

Después de cenar descansaron un rato. Ninguno de los dos habló, no había nada que decir, y pronto se levantaron y volvieron a ver a la directora para saber lo que tenían que hacer. La directora consultó un inventario.

—Vuestras habitaciones no estarán aquí. Estarán en el pabellón de Highbury en la Avenida Noventa y Siete, número 2017. Será mejor que lo apuntéis en vuestra tarjeta. Tú 000, tipo 7, n.° 64, c.d.b., gamma 49, mujer; tú tienes que ir a la Compañía Metalúrgica y probarlo durante un día, cuatro peniques de bonificación si eres satisfactoria, y tú 071, tipo 4, n.° 709, g.f.b., pi 95, varón; tú tienes que ir a la Compañía Fonográfica de la Avenida Ochenta y Uno y aprender algo, no sé qué, tres peniques. Aquí están las tarjetas. Eso es todo. ¡El siguiente! ¿Qué? ¿Que no os habéis enterado bien? ¡Dios! Así que supongo que tendré que repetirlo todo otra vez. ¿Por qué no escucháis? ¡Gente descuidada y manirrota! Se diría que esto no os interesa.

Las vías hacia su trabajo coincidían durante un tiempo. Y ahora vieron que podían hablar. Curiosamente lo peor de su depresión parecía ya pasado ahora que realmente se habían vestido de azul. Denton pudo hablar con interés incluso del trabajo que les esperaba.

—Sea lo que sea —dijo—, no puede ser tan odioso como esa tienda de sombreros. Y después de pagar por Dings todavía nos quedará todo un penique por día entre los dos incluso ahora. Después quizá mejoremos, quizá consigamos más dinero.

Elizabeth se sentía menos inclinada a hablar.

—Me pregunto por qué el trabajo tiene que parecer tan odioso —dijo.

—Es extraño —opinó Denton—, supongo que no lo sería si no fuera por la idea de que le manden a uno de acá para allá. Espero que tengamos directores decentes.

Elizabeth no respondió. No estaba pensando en eso. Seguía el hilo de sus propios pensamientos.

—Desde luego —dijo al poco—, hemos estado utilizando trabajo ajeno toda nuestra vida. Es justo que…

Se detuvo. Era demasiado intrincado.

—Pagamos por el —dijo Denton, que hasta ese momento no se había molestado con cosas tan complicadas.

—No hacíamos nada y sin embargo pagábamos por él. Eso es lo que no puedo comprender.

—Quizá estamos pagando —dijo Elizabeth al poco, pues su teología era simple y anticuada.

Pronto llegó la hora de separarse y cada uno fue al trabajo señalado. El de Denton consistía en atender a una complicada prensa hidráulica que casi parecía un ser inteligente. Esta prensa funcionaba con agua de mar que se destinaba finalmente a lavar el alcantarillado de la ciudad, pues el mundo hacía mucho que había abandonado la locura de derrochar agua potable en sus alcantarillas. El agua era traída junto al extremo este de la ciudad por un vasto canal y luego elevada por una enorme batería de bombas a unos depósitos que estaban a una altura de cuatrocientos pies sobre el nivel del mar desde los que se extendía a través de billones de ramales de arterias por la ciudad. Desde allí bajaba limpiando, haciendo funcionar maquinaria de todas las clases a través de una variedad infinita de conductos capilares hasta las grandes cloacas, las cloacae maximaey así llevar las aguas residuales a las zonas agrícolas que rodeaban Londres por todos los lados.

La prensa se empleaba en uno de los procesos de producción fotográfica, pero la naturaleza del proceso era algo que a Denton no concernía entender. Para el, el hecho más sobresaliente era que tenía que realizarse con luz roja y, en consecuencia, la habitación en la que trabajaba estaba iluminada con un globo coloreado que proyectaba sobre la habitación una iluminación fantástica y penosa. En el rincón más oscuro estaba la prensa cuyo sirviente era ahora Denton. Era algo enorme, oscuro y brillante con una capucha saliente que tenía un remoto parecido con una cabeza inclinada, y, sentado como un Buda metálico en esta luz fantástica que respondía a sus necesidades, le parecía a Denton en ciertas circunstancias casi como si tuviera necesariamente que ser éste el oscuro ídolo al que la humanidad, en una aberración extraña, había ofrecido su vida. Sus obligaciones eran de una variada monotonía.

Los siguientes casos darán una idea del mantenimiento de la prensa. Funcionaba con un bullicioso tintineo metálico mientras todo iba bien, pero si la pasta, que era vertida por otro alimentador desde otra habitación y que estaba permanentemente comprimiéndose en delgadas placas, cambiaba de calidad, el ritmo del tintineo se alteraba y Denton se apresuraba a hacer ciertos reajustes. El más leve retraso implicaba un despilfarro de pasta y la retención de dos o más de sus peniques diarios. Si el suministro de pasta disminuía —había procesos manuales de un tipo especial implicados en su elaboración y a veces los obreros sufrían convulsiones y alteraban su producción—, Denton tenía que desembragar la prensa. En la penosa vigilancia que el cúmulo de tan triviales atenciones comportaba —penoso a causa del incesante esfuerzo que la ausencia de un interés natural requería—, Denton tenía ahora que pasar la tercera parte de sus días. Salvo por alguna visita ocasional del director, un hombre amable aunque especialmente mal hablado, las horas laborales de Denton transcurrían en soledad.

El trabajo de Elizabeth era de un tipo más social. Estaba de moda decorar los apartamentos privados de los muy ricos con paneles de metal bellamente estampados con motivos repetidos. El gusto de la época exigía, sin embargo, que la repetición de los motivos no fuera exacta, es decir, mecánica, sino natural, y se encontró que la disposición irregular de motivos más grata era la que se conseguía empleando mujeres refinadas y de buen gusto natural que estampaban los motivos con pequeños taladros. A Elizabeth le exigían tantos pies cuadrados de placas como mínimo y por los pies cuadrados que hiciera de más recibía un pequeño aumento. El local, como la mayoría de los locales de obreras, estaba a las órdenes de una directora. La Compañía del Trabajo había encontrado que los hombres eran no sólo menos exigentes, sino que tenían mucha tendencia a excusar de la plena realización de sus tareas a señoras favorecidas.

La directora era persona taciturna, no desagradable, con las endurecidas huellas de belleza características de las morenas, y las otras obreras, que por supuesto la odiaban, asociaban su nombre, de manera escandalosa, con uno de los directores de la metalurgia para explicar su posición.

Sólo dos o tres compañeras de Elizabeth eran siervas laborales de nacimiento. Chicas vulgares y malhumoradas. La mayoría correspondía a las que el siglo XIX habría llamado
una dama venida a menos
. Pero el ideal de lo que constituía una dama había cambiado: la débil, marchita y negativa virtud, la voz modulada y el gesto contenido de la señora anticuada habían desaparecido de la tierra. El pelo descolorido, la tez arruinada y el contenido de las conversaciones, llenas de reminiscencias, de la mayoría de sus compañeras delataban las glorias desvanecidas de una juventud conquistadora. Todas estas obreras artísticas eran mucho mayores que Elizabeth y dos de ellas expresaron abiertamente su sorpresa de que alguien tan joven y agradable tuviera que venir a compartir sus fatigas. Pero Elizabeth no las molestó con sus anticuadas concepciones morales.

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