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Authors: H. G. Wells

Tags: #Ciencia Ficción, Clásico, Cuento

El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo (46 page)

BOOK: El bacilo robado y otros incidentes - Cuentos del espacio y del tiempo
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Durante un rato el señor Fotheringay estuvo sentado a oscuras, completamente quieto.

—Realmente ha sucedido, después de todo —dijo—. Lo que no sé es cómo voy a explicarlo.

Suspiró profundamente y empezó a palparse los bolsillos en busca de una cerilla. No pudo encontrar ninguna y se levantó y buscó a tientas por la mesa.

—Ojalá tuviera una cerilla —dijo.

Recurrió al abrigo. Allí tampoco había ninguna, y entonces se le ocurrió que los milagros eran posibles incluso con cerillas. Extendió una mano y la miró con el ceño fruncido en la oscuridad.

—Que haya una cerilla en esa mano —dijo.

Notó que un objeto ligero caía por la palma y los dedos se cerraron sobre una cerilla.

Tras varios intentos inútiles de encenderla descubrió que era una cerilla de seguridad. La tiró y luego se le ocurrió que podía haberla querido encendida. Así lo hizo, y la vio ardiendo en medio del felpudo del tocador. La cogió a toda prisa y se apagó. Percibió que sus posibilidades se ensanchaban. Cogió a tientas la vela y volvió a colocarla en su palmatoria.

—Ahora, ¡enciéndete! —dijo el señor Fotheringay.

En el acto la vela estaba llameando mientras descubría un pequeño agujero negro en el paño que cubría el tocador con un mechón de humo elevándose de él. Durante un rato pasó la mirada del agujero a la llamita y de nuevo al agujero, luego levantó la vista y vio su propia mirada en el espejo. Con esta ayuda se comunicó consigo mismo en silencio durante un tiempo.

—¿Qué pasa ahora con los milagros? —dijo finalmente el señor Fotheringay dirigiéndose a su imagen reflejada en el espejo.

Las subsiguientes meditaciones del señor Fotheringay fueron de una descripción rigurosa, pero confusa. Todo lo que podía comprender era que por lo que a él se refería se trataba de un caso de pura voluntad. La naturaleza de las primeras experiencias le desanimó a hacer más experimentos excepto los de tipo más cauteloso. Pero levantó una cuartilla de papel, y volvió rosa y luego azul el agua de un vaso, y creó un caracol que aniquiló milagrosamente y se proporcionó un milagroso cepillo de dientes nuevo. En algún momento, ya a altas horas, había comprendido que el poder de su voluntad debía de tener alguna cualidad especialmente rara y cáustica, un hecho del que había tenido indicios antes, pero sin certeza corroborada. El susto y la perplejidad de su primer descubrimiento estaba ahora matizado de orgullo ante las pruebas de su singularidad y por vagos presentimientos de ventaja. Se dio cuenta de que el reloj de la iglesia estaba dando la una, y como no se le ocurrió que podía librarse milagrosamente de sus deberes cotidianos en Gomshott, volvió a la tarea de desvestirse para meterse en la cama sin más dilaciones. Cuando luchaba para sacarse la camisa por la cabeza se le ocurrió una idea brillante.

—Que esté en la cama —dijo, y así fue.

—Desvestido —precisó, y encontrando frías las sábanas, añadió apresuradamente—: y en mi camisón. No, en un bonito y suave camisón de lana. ¡Ah! —suspiró con inmenso deleite.

—Y ahora que me quede cómodamente dormido…

Se despertó a la hora usual y estuvo pensativo durante todo el desayuno, preguntándose si la experiencia de la noche anterior no sería un sueño especialmente intenso. Finalmente volvió a pensar en experimentos cautos. Por ejemplo, tenía tres huevos para desayunar, dos se los había suministrado la patrona, buenos, pero de tienda, el otro era un delicioso huevo de ganso, puesto, cocinado y servido por su voluntad extraordinaria. Se fue a Gomshott deprisa en un estado de profunda excitación, aunque cuidadosamente disimulada, y sólo se acordó de la cáscara del tercer huevo cuando la patrona habló de ella por la noche. No pudo hacer nada durante todo el día por culpa del asombrosamente nuevo conocimiento de sí mismo, pero eso no le produjo ningún inconveniente, porque lo compensó milagrosamente en los últimos diez minutos.

Según avanzaba el día su estado mental pasó del asombro a la euforia, si bien las circunstancias de su expulsión del
Dragón Largo
eran todavía desagradables de recordar y una embrollada relación del asunto que había llegado a oídos de sus colegas originó algunas chanzas. Era evidente que había de tener cuidado al levantar objetos frágiles, pero por otra parte su don prometía cada vez más según le daba vueltas en la cabeza. Pretendía entre otras cosas aumentar su riqueza personal mediante actos de creación poco ostentosos. Dio la existencia a un par de espléndidos gemelos de diamantes y los aniquiló de nuevo precipitadamente cuando el joven Gomshott cruzó la contaduría hasta su mesa. Temía que el joven Gomshott se preguntara cómo los había obtenido. Vio con toda claridad que el don requería cautela y atención para ejercitarlo, pero, hasta donde podía discernir, las dificultades que acompañaban a su dominio no serían mayores que las que ya había hecho frente en la práctica del ciclismo. Fue quizás esa analogía tanto como la sensación de que no sería bienvenido en el
Dragón Largo
, la que le llevó después de cenar al callejón de detrás de la fábrica del gas, a ensayar algunos milagros en privado.

Sus intentos adolecían posiblemente de cierta falta de originalidad, pues, aparte del poder de su voluntad, el señor Fotheringay no era un hombre muy excepcional. Le vino a la cabeza el milagro de la vara de Moisés, pero la noche era oscura y poco propicia para el control adecuado de grandes serpientes milagrosas. Luego recordó el cuento de Tannháuser que había leído en la parte posterior del programa de la Filarmónica. Eso le pareció singularmente atractivo e inofensivo. Clavó su bastón —un bastón muy bonito hecho de tronco de palmera enana— en el césped que bordeaba el sendero y ordenó a la madera seca que floreciera. El aire se llenó inmediatamente de perfume de rosas, y mediante una cerilla, él mismo vio que este maravilloso milagro se había realizado, desde luego, a la perfección. Unas pisadas que se aproximaban pusieron fin a su satisfacción. Asustado por un descubrimiento prematuro de sus poderes se dirigió apresuradamente al floreciente bastón:

—Vuelve atrás.

Lo que quería decir era:
Vuelve a ser como antes
, pero desde luego estaba confuso. El bastón retrocedió a velocidad considerable, y llegó, irreprimible, un grito airado y una palabrota procedentes de la persona que se acercaba.

—¿A quién tira zarzas, estúpido? —gritó la voz—. Me ha dado en la espinilla.

—Lo siento, viejo —dijo el señor Fotheringay, y entonces, dándose cuenta de lo embarazoso de su explicación, se atusó nerviosamente el bigote. Vio avanzar a Winch, uno de los tres policías municipales de Immering.

—¿Qué significa esto? —preguntó el policía—. ¡Anda! Es usted, ¿no? ¡El tipo que rompió la lámpara del
Dragón Largo
!

—No significa nada —respondió el señor Fotheringay—. Nada en absoluto.

—¿Entonces por qué lo hace?

—¡Oh, aburrimiento! —dijo el señor Fotheringay.

—Aburrimiento, ¡ya! ¿Sabe que ese palo hace daño? ¿Para qué lo hace, entonces?

De momento al señor Fotheringay no se le ocurrió ninguna razón por la que lo había hecho. Su silencio pareció irritar al señor Winch.

—Esta vez, joven, ha estado agrediendo a la policía. Eso es lo que ha hecho.

—Escuche, señor Winch —dijo el señor Fotheringay, enojado y confuso—, lo siento mucho. El hecho es que…

—¿Sí?

No pudo pensar en otra cosa que la verdad.

—Estaba ensayando un milagro.

Trató de decirlo de una forma casual, pero por más que lo intentó no lo consiguió.

—¡Haciendo un …! Vamos, no diga tonterías. ¡Haciendo un milagro, nada menos! ¡Un milagro! ¡Bueno, esto sí que es divertido! Vaya, ¿no era usted el tipo que no creía en milagros…? El hecho es que éste es otro de sus estúpidos trucos de magia… eso es lo que es. Pues bien, le digo…

Pero el señor Fotheringay nunca oyó lo que el señor Winch iba a decirle. Se dio cuenta de que se había delatado, de que había arrojado su secreto a todos los vientos del cielo. Una violenta racha de irritación le impulsó a la acción. Se enfrentó al policía rápida y furiosamente.

—Vale —dijo—, ya he aguantado bastante. Yo te enseñaré un estupido truco de magia, ¡claro que lo haré! ¡Vete al Hades! ¡Vete ya!

—¡Estaba solo!

El señor Fotheringay no llevó a cabo más milagros esa noche, ni tampoco se molestó en ver lo que había sido de su floreciente bastón. Volvió a la ciudad, asustado y muy tranquilo, y se fue a su dormitorio.

—¡Cielos! —dijo—, es un don poderoso, extremadamente poderoso. Apenas quería decir ni la mitad de lo que dije. ¡Me pregunto cómo será el Hades!

Se sentó en la cama y se quitó las botas. Iluminado por una feliz idea, transfirió el policía a San Francisco, y, sin ninguna interferencia más con la causalidad normal, se fue sensatamente a la cama. Por la noche soñó con la ira de Winch.

Al día siguiente el señor Fotheringay oyó dos interesantes noticias. Alguien había plantado un bellísimo rosal trepador contra la casa privada del señor Gumshott padre en Lullaborough Road, y el río iba a ser dragado hasta el molino de Rawling en busca del policía Winch.

El señor Fotheringay estuvo abstraído y meditabundo todo el día, y no realizó ningún milagro excepto ciertas disposiciones para Winch, y el milagro de completar el trabajo del día con escrupulosa perfección a pesar del enjambre de pensamientos que le zumbaba por la cabeza. La extraordinaria abstracción y humildad de su actitud fue destacada por varios y constituyó un motivo de bromas. La mayor parte del tiempo estuvo pensando en Winch.

El domingo por la tarde fue a los oficios religiosos, y cosa bastante curiosa, el señor Maydig, que tenía cierto interés en temas de ocultismo, predicó sobre
cosas que no son legítimas
. El señor Fotheringay no asistía regularmente a los oficios, pero el sistema de escepticismo contundente al que ya he aludido, se encontraba ahora muy debilitado. El tono del sermón arrojó una luz completamente nueva sobre estos novedosos dones y de repente decidió consultar al señor Maydig inmediatamente después del servicio. Tan pronto como lo tuvo decidido se estuvo preguntando por qué no lo había hecho antes.

Al señor Maydig, hombre flaco y excitable, de muñecas y cuello notablemente largos, le produjo una gran satisfacción la petición de una conversación privada por parte de un joven cuya despreocupación por los asuntos religiosos era tema de general observación en la ciudad. Después de algunos imprescindibles retrasos le llevó al despacho de la residencia eclesiástica, contiguo a la iglesia, le sentó cómodamente y, en pie delante de un animado fuego —sus piernas proyectaban un arco de sombra a lo Cecil Rhodes sobre la pared opuesta—, pidió al señor Fotheringay que expusiera su negocio.

Al principio el señor Fotheringay estaba un poco avergonzado y encontró alguna dificultad en presentar el asunto.

—Mucho me temo que va a ser difícil que me crea… —y cosas así durante algún tiempo. Finalmente probó con una pregunta y solicitó la opinión del señor Maydig sobre los milagros.

El señor Maydig estaba todavía diciendo:

—Bueno… —en un tono extremadamente judicial, cuando el señor Fotheringay le interrumpió de nuevo:

—Supongo que no creerá que una persona corriente, como yo mismo por ejemplo, que pudiera estar sentada aquí mismo ahora, pudiera disponer de algún tipo de don en su interior que le capacitara para hacer cosas por medio de su voluntad.

—Es posible —dijo el señor Maydig—. Algo de eso, quizás, es posible.

—Si pudiera utilizar con toda libertad algo de lo que hay aquí creo que le podría explicar mediante una especie de experimento —dijo el señor Fotheringay—. Bueno, fíjese, por ejemplo, en esa tabaquera que está sobre la mesa. Lo que yo quiero saber es si lo que voy a hacer con ella es un milagro o no. Sólo medio minuto, por favor, señor Maydig.

Frunció el ceño, apuntó a la tabaquera y dijo:

—Conviértete en un florero con violetas.

La tabaquera hizo lo que se le ordenó.

El señor Maydig se sobresaltó violentamente con el cambio y se quedó mirando del taumaturgo al florero. No dijo nada. Pronto se aventuró a inclinarse sobre la mesa y oler las violetas. Eran recién cortadas y muy finas. Luego miró fijamente al señor Fotheringay de nuevo.

—¿Cómo lo hizo? —preguntó.

El señor Fotheringay se tiró del bigote.

—Sólo lo dije, y ahí tiene. ¿Es eso un milagro, o magia negra, o qué es? Y ¿qué cree que me pasa? Eso es lo que quería preguntar.

—Es un suceso de lo más extraordinario.

—Y tal día como hoy la semana pasada no tenía más idea que usted de que pudiera hacer cosas como ésa. Me sobrevino totalmente de repente. Es algo raro en mi voluntad, supongo, y eso es todo cuanto puedo decir.

—Es eso… lo único. ¿Podría hacer otras cosas como ésa?

—¡Cielos, claro que sí! —respondió el señor Fotheringay—, exactamente cualquier cosa.

Pensó y, de repente, recordó un truco de prestidigitación que había visto.

—¡Ahora! —apuntó—. Transfórmate en un jarrón de peces. No, eso no, transfórmate en un jarrón de cristal lleno de agua con peces de colores nadando en su interior. ¡Así está mejor! ¿Lo ve, señor Maydig?

—Es asombroso. Es increíble. Usted es o el más extraordinario… Pero no…

—Podría cambiarlo en cualquier cosa —dijo el señor Fotheringay—. Realmente cualquier cosa. ¡Ahora! Conviértete en una paloma, ¿quieres?

Al otro momento una paloma azul estaba aleteando por la habitación y haciendo que el señor Maydig se agachara cada vez que se le acercaba.

—Párate ahí, quieres —dijo el señor Fotheringay, y la paloma colgó inmóvil en el aire.

—Podría cambiarla de nuevo en florero —dijo, y después de colocar a la paloma en la mesa hizo ese milagro.

—Supongo que dentro de poco querrá su pipa —dijo, y restableció la tabaquera.

El señor Maydig había seguido todos estos últimos cambios en una especie de silencio exclamativo. Miró fijamente al señor Fotheringay y, con mucho cuidado, cogió la tabaquera, la examinó y la volvió a colocar en la mesa.

—¡Bien! —fue la única expresión de sus sentimientos.

—Ahora, después de eso, es más fácil de explicar a lo que vine —dijo el señor Fotheringay, y procedió a una relación larga y enrevesada de sus extrañas experiencias, comenzando con el asunto de la lámpara del
Dragón Largo
y complicada con persistentes alusiones a Winch. Según avanzaba en el relato, el pasajero orgullo que había producido la consternación del señor Maydig desapareció, y se convirtió de nuevo en el señor Fotheringay corriente del trato cotidiano. El señor Maydig escuchó atentamente, la tabaquera en la mano, y su porte cambió también con el curso de la narración. Pronto, mientras el señor Fotheringay abordaba el milagro del tercer huevo, el ministro le interrumpió con una ondeante mano extendida…

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