West sabía que no debía mostrar miedo. ¿Cómo podía suceder aquello otra vez? ¿Qué había de la fuerza de choque que había escogido con todo cuidado, la «fuerza fantasma», como la había bautizado, cuya misión día y noche era la captura del Asesino de la Viuda Negra? No pudo evitar una reflexión sobre la conferencia de prensa y los extractos que habían reproducido en radio y en televisión. Estuvo tentada de preguntarse si sería algo más que una coincidencia, si alguien estaría burlándose abiertamente de Charlotte, de su policía y de sus ciudadanos.
El asesinato se había producido cerca de Trade Street, detrás de un edificio de ladrillo en ruinas desde el que se veía perfectamente el estadio y la estación de enlace de Duke Power. West y Brazil se acercaron al destello desorientador de las luces de emergencia y se encaminaron a una zona acordonada con cinta amarilla de la policía. Más allá quedaban unas vías de ferrocarril y un Maxima blanco de último modelo con la puerta del conductor abierta, la luz interior conectada y el avisador en marcha. West probó de nuevo en el móvil el número de su jefa. Durante los últimos diez minutos el teléfono había estado ocupado porque Hammer tenía un hijo en espera y al otro en la línea. Cuando Hammer colgó, su teléfono volvió a sonar de inmediato con más malas noticias.
Cuatro minutos más tarde salía a toda prisa de su barrio de Fourth Ward en su coche, mientras West le entregaba el móvil a Brazil. Éste lo devolvió a la funda de cuero del cinturón, donde quedaba mucho espacio porque los policías voluntarios iban ligeros. Brazil se alegró de colgar de su cinto algo que fuera «legal en la carretera», un término típico de Charlotte cuya etimología podía remontarse a los dioses de la Nascar y a los bólidos que pilotaban, ninguno de los cuales, por cierto, estaba permitido en las autopistas de cada día a menos que fuera encadenado a un camión de transporte. Brazil envidiaba lo que tenía descontentos a casi todos los agentes. Los dolores de espalda, la incomodidad y el peso no entraban en la mente del joven.
Por supuesto, llevaba una radio con canales para todas las zonas que debía cubrir, un aparato con antena corta y gruesa con propensión a clavarse en el sobaco de los agentes muy bajos. También llevaba un busca al que nadie llamaba nunca, una linterna Mini Mag-Lite de dos mil doscientas candelas de intensidad con una funda negra de cuero y el teléfono móvil de West, porque no le permitían llevar el del
Observer
cuando vestía de uniforme. Tampoco portaba armas ni sprays defensivos. Su cinto de uniforme no llevaba porra extensible, defensa de goma, cartucheras de doble cargador, esposas ni funda de dobles esposas. Tampoco tenía linterna larga con funda, cartuchera de servicio Pro-3 ni guardacargadores, y no tenía ni un solo remache del cinturón enmohecido, ni siquiera un llavero silencioso con una solapa de velero para envolverlo.
West llevaba todo aquello y más. Iba cargada con todo el equipo, y
Niles
podía oírla llegar desde el otro extremo de la ciudad. Minuto a minuto, el felino abisinio de menos de cuatro kilos esperó el sonido y escuchó el entrañable tintineo, y el chirrido y todos los demás ruidos que acompañaban cada paso. Su decepción se estaba haciendo crónica, y la ausencia casi imperdonable; el gato permaneció sentado en la ventana sobre el fregadero, esperando y observando, cada vez más atraído por el edificio del USBank Corporate Centre, el USBCC, que dominaba el cielo. En sus vidas anteriores,
Niles
había conocido de cerca las mayores estructuras erigidas por cualquier civilización, las pirámides, las espléndidas tumbas de los faraones.
En las fantasías de
Niles,
el USBCC era el gigante rey Usbecece, con su corona de plata, y sólo era cuestión de tiempo el que su majestad se liberara de sus amarras. Entonces se volvería a izquierda y derecha a observar a sus débiles vecinos.
Niles
imaginó por primera vez al rey avanzando con paso cauto y pesado, tanteando el camino y haciendo vibrar el suelo. El rey provocaba en
Niles
un temor reverencial porque no tenía sonrisa y porque cuando el sol alcanzaba sus ojos y los volvía dorados, resultaban imponentes, como el mero peso del poderoso monarca. El rey Usbecece podía aplastar el
Charlotte Observer,
todo el Departamento de Policía, todo el LEC y todo el edificio del Ayuntamiento. Podía aplastar a todas las fuerzas de la policía armada con su jefa, los ayudantes de ésta, el alcalde y el editor del periódico, reduciéndolo todo a polvo.
Hammer se apeó del coche y no perdió un segundo en abrirse paso entre los detectives y la policía uniformada. Pasó bajo la cinta amarilla que siempre le producía dolor y temor, la viera donde la viera. Hammer no estaba en la buena forma que le habría gustado, y ello se debía sobre todo a su estado mental. Desde el ultimátum a Seth, su calidad de vida había empeorado radicalmente. Aquella mañana su marido no se había levantado de la cama y murmuraba algo sobre el doctor Kevorkian, últimas voluntades y la sociedad Hemlock. Seth había pontificado muchas veces sobre la estupidez de pensar que el suicidio era egoísta, pues cualquier adulto tenía derecho a quitarse de en medio.
—¡Por el amor de Dios! —había exclamado su esposa—. Levántate y sal a dar un paseo.
—No. No puedes obligarme. No tengo que seguir en este mundo si no quiero.
Aquello había impulsado a Hammer a retirar todas sus armas de los lugares habituales. Hammer había coleccionado muchas a lo largo de los años y las había ocultado estratégicamente en diversos rincones de la casa. Cuando West había llamado aún quedaba por localizar la vieja y fiel Smith & Wesson especial del 38 de cinco disparos, en acero inoxidable, con cachas Pachmeyer. Hammer estaba bastante segura de que la encontraría en el cajón de su neceser, en el cuarto de baño. Estaba casi convencida de que la había dejado allí la última vez que había recogido las armas y las había encerrado en la caja fuerte antes de que llegaran de visita sus nietos.
Hammer tenía muchas preocupaciones. Se sentía deprimida y hacía lo que podía para sobrellevarlo mientras los nervios de la rueda de prensa, en la que habían estado presentes los medios a nivel nacional, continuaban pasándole factura. Lo que más detestaba en el mundo era los políticos. Los consideraba la maldición de su existencia. ¡Un porcentaje del ciento cinco por ciento de resolución de casos! Ojalá Cahoon estuviera allí, en aquel lugar perdido de la mano de Dios. Aquello era lo que tenía que ver. Los Cahoon del mundo lo perdían de vista, no eran capaces de afrontarlo, palidecían y huían. Aquel comerciante muerto, ensangrentado, no tenía que ver con las apariencias, con el desarrollo económico ni con la industria turística. Aquel solar lleno de hierbas y tachonado de luciérnagas cerca de las vías del tren, aquel coche de alquiler Thrifty abierto e iluminado…, todo aquello tenía que ver con la realidad.
Hammer no habló con nadie mientras se acercaba al lugar de la tragedia y los focos azules y rojos iluminaron su rostro, serio y preocupado. Se reunió con West y Brazil cerca del Maxima mientras el doctor Odom disponía otra bolsa negra en torno a otro cuerpo. El forense tenía los guantes ensangrentados, y el sudor le caía en los ojos mientras su corazón latía despacio y con fuerza. Había visto casos de feroces homicidios sexuales durante toda su vida, pero nada como aquello. El doctor Odom era una persona compasiva, aunque se había endurecido. Hacía mucho tiempo que había aprendido a contenerse, a mantener cierta distancia. Era triste, pero cierto, que le resultaba más fácil sentirse profesional cuando las víctimas eran mujeres u homosexuales manifiestos que no tenían un buen encuentro, o en algunos casos extranjeros. Al forense le había resultado cómodo establecer categorías.
Ahora se sentía cada vez más inseguro de su teoría del asesino en serie de homosexuales. Esta vez la víctima resultaba ser el senador Ken Butler, de Raleigh, de cincuenta y cuatro años. Y lo último que el doctor Odom querría dar a entender, en forma alguna, era que el tan apreciado líder fuese un ápice menos «normal» que el que más. El doctor Odom también sabía, por su amplia experiencia, que los políticos homosexuales no rondaban las calles del centro de una ciudad en busca de chicos. Iban a parques públicos y a aseos de hombres, donde siempre podían jurar que no se estaban exhibiendo ni ofreciendo una invitación. Sólo estaban orinando.
El doctor Odom cerró la cremallera de la bolsa sobre la carne desnuda y la sangre, y con ello tapó el reloj de arena anaranjado fuego. Miró a Hammer y sacudió la cabeza mientras se incorporaba. La espalda lo estaba matando. Brazil contemplaba el Maxima con las manos en los bolsillos para asegurarse de que no tocaba algo inadvertidamente y dejaba sus huellas. Aquello sería el final de su carrera. Era posible que incluso se convirtiera en sospechoso. Al fin y al cabo, ¿no se producía la coincidencia de que estaba en la zona cada vez que aparecía algún cadáver? Echó una mirada nerviosa a su alrededor y se preguntó si se le habría ocurrido a alguien una idea semejante, aunque fuera remotamente. El doctor estaba ocupado en ofrecer su opinión a Hammer y a West.
—Es una pesadilla terrible —decía el forense.
Tiró de los guantes hasta quitárselos y no supo muy bien qué hacer con ellos. Echó un vistazo alrededor y buscó un cubo para restos biológicos. Su mirada se cruzó con la de Denny Raines. Dirigió un gesto de saludo al hombre de la ambulancia y éste, un tipo alto y atractivo, se acercó con una camilla y su equipo. Raines le guiñó un ojo a West, a la que encontraba muy sexy de uniforme. West estaba increíblemente guapa, y Hammer tampoco la desmerecía. Brazil fijó la vista en Raines y tuvo una sensación extraña cuando lo vio contemplar fijamente a las dos mujeres. No estaba seguro de qué era lo que andaba mal, pero de pronto se sentía intranquilo y se le había hecho un nudo en el estómago. Le hubiera gustado plantarse ante Raines y pedirle que empezara algo para que Brazil pudiera terminarlo, o al menos ordenar a Raines que abandonara la escena.
—Bien, ahora es todo suyo —continuó el doctor Odom, dirigiéndose a Hammer mientras los sanitarios desplegaban las patas de la camilla, que soltaron unos chasquidos—. Yo no soltaré prenda a la gente de la prensa. Nunca lo hago. Cualquier declaración tendrá que proceder de usted.
—No vamos a facilitar la identidad del muerto esta noche. —Hammer fue muy clara al respecto—. No lo haremos hasta que contemos con una identificación positiva.
Pero la jefa de policía no tenía ninguna duda al respecto. El carné de conducir estaba en el suelo del Maxima, en el lado del copiloto. Hammer reconoció la estatura imponente del senador, los cabellos canosos, la perilla y su rostro firme. El hombre no había sobrevivido lo necesario como para que se registrara una respuesta tisular a sus horrendas heridas, ni siquiera magulladuras o contusiones. Butler no tenía un aspecto muy distinto al que mostraba la última vez que Hammer lo había visto, en un cóctel en Myers Park. La mujer estaba terriblemente turbada, pero decidida a que no se notara. Se acercó a Brazil, quien rondaba por las inmediaciones del coche tomando notas.
—Andy —le dijo, tocándole el brazo—. Seguro que no necesito decirte lo delicado que es todo esto…
El joven guardó silencio y la miró como si ella fuera la razón por la que la gente acudía a la iglesia cada domingo. Ella era Dios. Hammer se sintió aturdida cuando dirigió la mirada al interior del coche, a la cartera de piel negra con las iniciales K.O.B. estampadas en oro. Estaba en el asiento de atrás, abierta, igual que la bolsa de efectos personales y la de los trajes, y su contenido se hallaba desparramado en el asiento. Hizo un silencioso inventario de llaves, calculadora, billetes, bolsas de cacahuetes de USAir, móvil, bolígrafos, papel, agenda de direcciones, condones Trojan lubricados, zapatos, calcetines y pantalones cortos Jockey, todo ello revuelto por unas manos duras y despiadadas.
—¿Seguro que se trata del senador? —consiguió preguntar Brazil.
Hammer lo miró de nuevo con expresión preocupada.
—Todavía no está suficientemente confirmado como para que lo difundas.
—De acuerdo —asintió él—, siempre que no le deis la noticia a nadie más. La primicia es mía.
—Bien. Tú haz lo que debes y yo cumpliré. —Era el pacto habitual—. Llámame mañana por la tarde, a las cinco. Te daré una declaración.
Cuando Hammer se alejó, Brazil la siguió con la mirada mientras abandonaba la escena del crimen, se agachaba para pasar bajo la cinta amarilla de la policía y seguía caminando con paso decidido hacia la noche destellante de azules y rojos. Los equipos de televisión, los reporteros de radio y una multitud de informadores de prensa se lanzaron tras ella como una manada de lobos. Hammer se los quitó de encima y montó en su coche oficial. Brazil deambuló por la zona un poco más. Cuando se acercó al lugar donde habían dado muerte al senador, se sintió tan perturbado que no acertaba a comprenderlo. Raines y los demás sanitarios de la ambulancia procedían a trasladar el cuerpo al vehículo, y la grúa de Ace, Servicio las Veinticuatro Horas, maniobraba para llevarse el Maxima al departamento de policía.
La ambulancia conectó la sirena mientras daba marcha atrás y se llevó el cuerpo del senador al depósito de cadáveres. Las cámaras tomaron toda la escena. Brent Webb miró a Brazil con ojos de envidia. No era justo que Brazil recibiera aquel trato especial y pudiera pasearse por la escena del crimen con una linterna como si aquello fuera cosa suya. Estaba seguro de que la posición privilegiada de Brazil, su baza de triunfo, se acabaría muy pronto. El reportero de televisión se pasó la mano por su peinado perfecto y se lubricó los labios con bálsamo labial. Miró a la cámara con expresión de sinceridad y contó al mundo la novedad trágica más reciente mientras el tren Norfolk-Southern pasaba al fondo, lento y estentóreo.
La linterna de Brazil barrió grava y hierbajos al borde de los raíles oxidados mientras el último vagón se perdía en la noche oscura y calurosa con un sonoro traqueteo. La sangre coagulada, de un rojo intenso, brillaba bajo el potente haz de luz que iluminaba un trapo sucio y unas monedas ensangrentadas que le habrían caído de los bolsillos cuando le bajaron los pantalones al asesinado senador. La sangre y los humores se adherían a la hierba kudzú, en la que había esparcidos fragmentos de cráneo y sesos. Brazil respiró profundamente y su mirada siguió los raíles oscuros hacia el perfil de rascacielos de la ciudad, enorme y brillante.