El Avispero (35 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaca

BOOK: El Avispero
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—Nosotros también publicaremos la historia del Asesino de la Viuda Negra, si hay una identificación positiva —le recordó con nerviosismo.

A ella le daba lo mismo.

—Me pregunto… —Brazil tentó su suerte—, me pregunto si tendría algún inconveniente en que yo deslizara en el artículo un par de detalles que pudieran engañar al asesino.

—¿Qué? —Hammer lo miró totalmente perpleja.

—Ya me entiende. Si lo lío un poco. En fin, a la jefa ayudante West tampoco le pareció buena idea —reconoció.

La sagaz Hammer captó lo que insinuaba el reportero y le interesó.

—Siempre que no difundas detalles delicados del caso.

Se fijó en la enfermera de urgencias situada tras su consola y se encaminó hacia ella. No fueron precisas introducciones.

—Ahora mismo está camino de la sala de operaciones —explicó la enfermera a la jefa de policía—. ¿Quiere esperar?

—Sí —decidió Hammer.

—Si prefiere un poco de calma, tenemos una habitación privada que utiliza el capellán —ofreció la enfermera a la mujer, que era una de sus heroínas.

—Me sentaré aquí, como todo el mundo —dijo Hammer—. Alguien podría necesitar esa habitación.

La enfermera confiaba en que no fuese así. No había fallecido nadie en las últimas veinticuatro horas y era preferible que las cosas no cambiaran en su turno. Las enfermeras siempre se llevaban la peor parte en tales circunstancias. Los médicos desaparecían de pronto. Se marchaban a su siguiente episodio dramático y dejaban a las enfermeras las tareas de desintubar, colocar las tarjetas de identificación en el dedo gordo del pie, conducir el cuerpo al depósito y tratar con los parientes y deudos, que nunca daban crédito a lo sucedido y amenazaban con demandas. Hammer encontró dos asientos en un rincón de la recepción. Allí esperaba una veintena de personas que necesitaban atención médica, la mayoría de ellas acompañada de alguien que intentaba consolarla. Muchos discutían, otros gemían, ensangrentaban toallas para cortar hemorragias, sostenían un brazo o una pierna rotos con el miembro sano o se aplicaban hielo sobre quemaduras. Casi todos lloraban, o se dirigían al baño cojeando, y bebían agua en vasos de cartón y reprimían otro acceso de náuseas.

Hammer contempló la escena, muy afectada ante lo que veía. Por eso había escogido su profesión o, mejor, por eso la profesión la había escogido a ella. El mundo se desmoronaba y ella quería contribuir a sostenerlo. Se fijó en un hombre joven que le recordaba a Randy, su hijo. El joven estaba solo, a cinco sillas de ella. Ardía de fiebre, sudaba y tiritaba, y tenía dificultades para respirar. Hammer observó sus pendientes, su rostro cincelado y su cuerpo demacrado y supo qué le sucedía. Con los ojos cerrados, el hombre pasó la lengua por sus labios cuarteados. Daba la impresión de que todo el mundo se sentaba lo más lejos posible de él, sobre todo los que perdían fluidos corporales. Hammer se puso en pie. Brazil no apartó la vista de ella ni un solo instante.

Cuando Hammer se acercó, la enfermera le dirigió una sonrisa.

—¿Qué puedo hacer por usted? —le preguntó.

—¿Quién es ese hombre joven de ahí? —Hammer se lo indicó.

—Tiene alguna infección respiratoria. —La enfermera adoptó un tono profesional—. No estoy autorizada a dar nombres.

—El nombre puede dármelo él mismo —le respondió Hammer—. Quiero un vaso grande de agua con mucho hielo y una manta. ¿Cuándo podrán echarle un vistazo? Da la impresión de que puede desmayarse en cualquier momento, y si es así voy a saberlo.

Unos segundos más tarde Hammer volvía a la sala de espera con agua y una manta suave, bien doblada. Se sentó al lado del joven y lo envolvió con ella. El joven abrió los ojos mientras ella le acercaba algo a los labios. Estaba helado y húmedo y le sentó de maravilla. El calor empezó a penetrar en él y sus temblores se calmaron mientras sus ojos febriles se concentraban en un ángel. Harrel Woods había muerto y se sentía aliviado mientras engullía el agua de vida.

—¿Cómo se llama? —La voz del ángel sonaba muy lejana.

Woods quiso sonreír, pero al intentarlo le sangraron los labios.

—¿Lleva encima el permiso de conducir? —quiso saber el ángel.

Al hombre se le ocurrió pensar, difusamente, que hoy día le pedían a uno una identificación con foto incluso en el Paraíso. Abrió con mano floja la cremallera de su billetero de piel negra y entregó el permiso al ángel. Hammer anotó la información por si necesitaba refugio en alguna parte, en el caso bastante improbable de que llegara a salir del hospital. Dos enfermeras se dirigían hacia él con paso decidido, y Harrel Woods fue ingresado en el ala de pacientes de sida. Hammer volvió a su asiento y se preguntó si encontraría café en alguna parte. Continuó con sus reflexiones sobre la ayuda a los demás, y le contó a Brazil que en la adolescencia aquello era lo único que quería hacer en la vida.

—Por desgracia, hoy en día la convivencia parece ser parte del problema —comentó—. ¿Con qué frecuencia ayudamos a otros, realmente?

—Usted acaba de hacerlo —apuntó Brazil.

—Pero no se trata de ese tipo de ayuda, Andy —replicó ella sacudiendo la cabeza—. Eso es humanidad. Y tenemos que volver a impregnar de humanidad lo que hacemos, o no habrá esperanza. No es una cuestión de política o de poder o de detener y encerrar a los delincuentes, sin más. La convivencia siempre ha consistido en llevarse bien y ayudarnos los unos a los otros. Y así debe seguir siendo. Todos formamos un cuerpo.

El cuerpo de Seth estaba pasando por un trance terrible en el quirófano. El arteriograma estaba correcto: el contraste de bario no se había filtrado fuera de los intestinos. Sin embargo, como se trataba de alguien importante, no se correría ningún riesgo. Lo habían preparado y cubierto y volvía a estar boca abajo, y las enfermeras habían taladrado su carne tierna repetidas veces con inyecciones terriblemente dolorosas y con un catéter de Foley para aliviarle el dolor y para comprobar si había presencia de sangre en la orina, o así creía haber oído. También habían acercado una bombona de nitrógeno y la habían conectado a un tubo.

Entonces empezaron a someterlo a lo que llamaban una irrigación de Simpulse, que no era otra cosa que un lavado a presión con solución salina y antibióticos. Le estaban introduciendo tres mil centímetros cúbicos, los aspiraban y desbridaban, entre las quejas del herido.

—¡Duérmanme! —suplicaba.

Era demasiado arriesgado hacerlo.

—Hagan algo —gimió.

Las enfermeras accedieron y le administraron un amnésico que llamaban Midazolam, que no aliviaba el dolor pero que al parecer hacía que el paciente lo olvidara. Aunque la radiografía había localizado la bala, los cirujanos no conseguirían descubrirla entre tanta grasa, a menos que hicieran dados con la nalga de Seth como si fueran a incorporarla a una ensalada del chef. La cirujana era consciente de ello. Se llamaba White, tenía treinta años, era licenciada por Harvard y por el Johns Hopkins y había hecho las prácticas de médico residente en la clínica Cleveland.

La doctora White no se habría preocupado tanto si la bala hubiera sido de las típicas de media vaina y punta redonda. Pero los proyectiles de punta hueca se abrían como una flor con el impacto. La bala deformada había producido un desgarro interno, exactamente como había previsto Remington, y podía seguir haciendo daño después del hecho. Sin duda, aquello lo ponía en un considerable riesgo de infección. La cirujana realizó una incisión para que la herida pudiera drenar, efectuó una cura y la vendó.

Salía el sol cuando la doctora White recibió a la jefa Hammer en la sala de recuperación donde se hallaba Seth, atontado y recostado de lado, conectado a goteros intravenosos y situado tras una cortina corrida para ofrecerle la intimidad que se proporcionaba a los personajes importantes, según la política no escrita que seguía el centro médico.

—Se recuperará —le aseguró la doctora White a la jefa Hammer.

—Gracias a Dios —respondió ésta con alivio.

—Quiero mantenerlo en aislamiento por esta noche y continuar la administración de antibióticos por vía intravenosa. Si experimenta una subida de fiebre durante las primeras veinticuatro horas, nos lo quedaremos más tiempo.

—Y eso puede suceder. —A Hammer le volvieron sus temores.

La doctora White no daba crédito a lo que estaba viviendo. Allí tenía a la jefa de policía, pendiente de sus respuestas. La doctora había leído todos los artículos escritos sobre aquella mujer increíble. Hammer era lo que soñaba ser la joven doctora cuando tuviera más años y más poder. Una mujer cuidadosa, fuerte, atractiva, espléndida. A Hammer nadie se atrevía a toserle. Era imposible que soportara el trato desconsiderado que tenía que encajar la doctora White de sus colegas cirujanos. Muchos de ellos eran graduados de Duke, Davidson, Princeton y Virginia y llevaban sus corbatas de la escuela a los conciertos y a las fiestas sociales. No daban importancia a que alguno del grupo se tomara el día libre para salir a bogar al lago Norman o para jugar a golf. Pero si la doctora White necesitaba unas horas para acudir al ginecólogo, para visitar a su madre enferma o para rendirse a la gripe, su ausencia era otra demostración de por qué las mujeres no encajaban en el mundo de la medicina.

—No esperamos ningún problema. —La doctora White tranquilizó a Hammer—. Pero se han producido daños extensos en los tejidos. —Hizo una pausa y buscó una manera diplomática de explicarlo—. Por lo general, una bala de tal potencia y velocidad debería haber tenido un orificio de salida, disparada desde tan corta distancia. Pero en este caso había demasiada masa como para que el proyectil la traspasara.

La única imagen que le vino a la mente a Hammer fue la de las pruebas que realizaban los examinadores de armas de fuego al disparar contra los gruesos bloques fláccidos de gelatina para balística que fabricaba Knox. Brazil seguía tomando notas. A nadie le importaba. Era una presencia tan respetuosa y útil que habría podido seguir a Hammer durante años sin que nunca fuese un problema. Era muy posible que la mujer no fuera plenamente consciente de ello. Si su inminente destitución no resultaba inevitable, quizá trasladase a Brazil a su oficina en calidad de ayudante.

Hammer pasó poco rato con su esposo. Éste estaba sedado con morfina, y de no haber sido así tampoco habría tenido nada que decirle. Le cogió la mano un momento, murmuró unas palabras para darle ánimos, pero se sintió tan furiosa con él que lo habría matado a tiros allí mismo. Ella y Brazil dejaron el hospital cuando toda la región se dirigía al trabajo. En la puerta se rezagó para que el fotógrafo del
Observer
sacara unas instantáneas espectaculares de la salida de la jefa de policía por la puerta de urgencias, con la cabeza gacha y siguiendo la acera con gesto sombrío mientras un helicóptero de Medvac se posaba en una azotea cercana. En aquel momento llegó otra ambulancia, y los sanitarios se apresuraron a sacar de ella a otro enfermo mientras Hammer pasaba junto al vehículo.

Aquella fotografía de la jefa de policía en la ambulancia, con el helicóptero posándose al fondo, los ojos bajos y una expresión valientemente trágica, era sensacional. A la mañana siguiente destacaba en estantes y pilas de periódicos de toda la zona de Charlotte-Mecklenburg. El artículo de Brazil era el retrato del valor más asombroso que Packer había visto nunca. Toda la sección de información local estaba boquiabierta. ¿Cómo diablos había conseguido Brazil todo aquello? Hammer no tenía fama de divulgar ningún detalle personal sobre ella ni su familia, y de pronto, en un momento en que la discreción era fundamental, revelaba todo aquello a un reportero novato. ¿Cómo era posible?

El alcalde, el administrador municipal, el consistorio y Cahoon no estaban tan impresionados. Durante las entrevistas que les hicieron varios periodistas de radio y de televisión fueron abiertamente críticos con Hammer, quien continuaba atrayendo mucha más atención de la cuenta a los asesinatos en serie y a otros problemas sociales de la ciudad. Existía el temor a que algunas empresas y una cadena de restaurantes reconsideraran la elección de Charlotte para sus nuevas sedes. Los hombres de negocios cancelaban reuniones. Se rumoreaba que los emplazamientos para una fábrica de confección de chips para ordenador y un parque temático de Disney estaban considerando las posibilidades de Virginia.

El alcalde de Charlotte, el administrador municipal y varios miembros del consejo prometieron que se llevaría a cabo una exhaustiva investigación de la policía sobre el disparo accidental. Cahoon, en una breve declaración, reconoció la conveniencia de tal investigación. Los hombres olían sangre y enloquecían. Panesa no solía involucrarse directamente en la elección de bando, pero esta vez se remangó la camisa y redactó un apasionado editorial en la página de opinión donde aparecía su firma los domingos por la mañana.

Se titulaba «El avispero» y en él repasaba con gran detalle las dolencias de la ciudad a través de los ojos de una mujer humana e incansable, su amada jefa, que estaba en plena batalla con sus propios demonios, y a pesar de ello «nunca nos ha fallado ni nos ha abrumado con su dolor privado». «Ahora es el momento de dar apoyo a la jefa Hammer, de mostrarle respeto y cariño y de demostrar que también nosotros podemos plantarnos y hacer la elección correcta.» Panesa continuaba con una alusión al artículo de Hammer en la sala de urgencias, cuando había llevado una manta y agua a un joven que estaba muriéndose de sida. «Eso, ciudadanos de Charlotte, no es mera convivencia en la comunidad; es cristianismo auténtico», escribía Panesa. «Que sean el alcalde Search, el consistorio municipal o Solomon Cahoon quienes arrojen la primera piedra.»

Así continuaron las cosas durante días, agitados y con una creciente hostilidad, que se extendía desde lo alto de la corona y se filtraba por la ventana del alcalde. Las líneas de teléfono zumbaban, llenas de irritación, mientras los padres de la ciudad conspiraban por teléfonos a prueba de pinchazos, urdiendo la manera de expulsar a Hammer de la ciudad.

—Tiene que ser el público quien decida —dijo el alcalde al administrador municipal—. Tienen que pedirlo los ciudadanos.

—No puede ser de otro modo —asintió Cahoon en una llamada posterior desde su espléndido escritorio, mientras contemplaba su reino entre conductos de aluminio.

Lo último que deseaba Cahoon era que un sector del público, molesto, cambiara de banco. Si ese sector era suficientemente numeroso y se pasaba al First Unions, al CCB, al BB&T, al First Citizens Bank o al Wachovia, podía afectar a Cahoon y perjudicarle. El asunto podía convertirse en una epidemia que infectara a los grandes inversores con buena salud, como si fuera un virus de ordenador, el ébola, la salmonella o una fiebre hemorrágica.

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