El Departamento de Policía de Charlotte está ocupado en resolver una serie de asesinatos que comparten las mismas características: la víctima es siempre un hombre de negocios no residente en la ciudad cuyo cadáver aparece en un coche de alquiler en un barrio de las afueras.
Judy Hammer, directora del departamento, es una mujer honesta y responsable. Virginia West, subdirectora encargada de la sección de investigación, es competente y atrevida. Andy Bazil, inteligente y de buen corazón, es un periodista que trabaja como agente voluntario junto a West en la resolución del caso. Alrededor de este trío giran los personajes que configuran el mundo de Charlotte, sus sentimientos, tragedias y hazañas. La investigación policial se encuentra en unas manos muy humanas, y el desarrollo de cada una de estas vidas está estrechamente ligado al de su ciudad, Charlotte, el avispero.
Patricia Cornwell
El avispero
ePUB v1.0
NitoStrad16.09.12
Título original:
Hornet's Nest
Autor: Patricia Cornwell.
Primera edición:mayo de 1998
Traducción: Hernán Sabaté
Editor original: NitoStrad (v1.0)
ePub base v2.0
A los y las policías
Esa mañana apretaba el verano. El cielo cubierto se cernía sobre Charlotte, y el aire caliente bullía en el pavimento. El tráfico rebosaba, la gente se abría paso hacia el futuro prometedor tras el volante, cruzando entre nuevas construcciones, y el pasado quedaba arrasado como por un
bulldozer.
El edificio del USBank Corporate Center se alzaba sesenta pisos por encima del centro de la ciudad, rematado por una corona que parecía los tubos de un órgano que tocara un himno al dios del dinero. Charlotte era una ciudad de ambición y de cambio. Había crecido tan deprisa que no siempre sabía encontrar sus propias calles. Se desarrollaba con rapidez, como un adolescente, y en ocasiones con torpeza y un exceso de lo que sus primeros pobladores llamaran orgullo.
La ciudad y su condado llevaban el nombre de la princesa Carlota Sofía de Mecklenburg-Strelitz, quien se convertiría en reina consorte de Jorge III. Los alemanes, que tenían los mismos deseos de libertades que los escoceses e irlandeses, eran una cosa. Los ingleses, otra. Cuando en 1780 lord Cornwallis decidió presentarse en la ciudad y ocupó lo que se conocería como la Ciudad de la Reina, fue recibido con tal hostilidad por aquellos testarudos presbiterianos que el inglés calificó a Charlotte como «el avispero de Norteamérica». Dos siglos más tarde, el símbolo del enjambre era el sello oficial de la ciudad, del equipo de baloncesto y del departamento de policía, que lo protegía todo.
Era el blanco derviche giróvago sobre fondo azul medianoche que la jefa ayudante Virginia West llevaba en las hombreras de su camisa blanca de uniforme, con todos sus galones. La mayoría de los agentes, para ser sinceros, no tenía idea de qué significaba el símbolo. Algunos pensaban que era un tornado, un búho blanco o una barba. Otros estaban seguros de que tenía que ver con algún acontecimiento deportivo en el coliseo o en el estadio de doscientos treinta millones de dólares que se cernía sobre el centro de la ciudad como una nave extraterrestre. Pero West había recibido más de una picadura y conocía perfectamente a qué se refería lo del nido de avispas. Era lo que la esperaba cada mañana cuando llegaba a su trabajo y hojeaba el
Charlotte Observer.
Se extendía la violencia y todo el mundo hablaba a la vez. Aquel lunes, West estaba de un humor sombrío y se sentía dispuesta a agitar las cosas en serio.
El Departamento de Policía de la ciudad se había trasladado recientemente a un nuevo y exquisito complejo de cemento conocido como el Centro de Seguridad Ciudadana, el LEC, en el corazón del casco antiguo, en Trade Street, la misma calle que habían seguido los opresores británicos para entrar en la ciudad, mucho tiempo atrás. Las obras de construcción en la zona parecían inacabables, como si el cambio fuera un virus que se adueñara de la vida de West. El aparcamiento en el LEC seguía siendo un lío, y West aún no se había trasladado del todo al despacho. Todavía quedaban muchos charcos de barro y polvo y su coche camuflado era nuevo, de un impactante azul uniforme, que llevaba al túnel de lavado tres veces a la semana como mínimo.
Cuando llegó a la zona de aparcamiento reservada frente al LEC, no pudo creer lo que veía. Su sitio estaba ocupado por el cochazo de un camello, un Suzuki de cromados relucientes y pintura iridiscente verde loro que causaba el asombro de la gente por más de un motivo, como ella sabía.
—¡Maldita sea!
West miró alrededor, como si pudiera reconocer a la persona que se había atrevido a semejante atentado.
Otros policías entraban y salían con sus vehículos y transportaban detenidos en aquel departamento de mil seiscientos policías y colaboradores en constante movimiento. West permaneció sentada unos instantes y continuó escrutando el lugar, tentada por el aroma del pastelillo de beicon y huevo, que para entonces ya estaba frío. Cuando quedó libre un hueco en la zona de estacionamiento limitado frente a las puertas de reluciente cristal, aparcó el coche y se apeó, cargada precariamente con el maletín, la libreta de notas, los expedientes, los periódicos, el desayuno y un café largo.
Cerró la puerta con un golpe de cadera en el momento en que el tipo al que estaba buscando salía del edificio. Iba vestido al estilo carcelario, con unos pantalones tejanos muy bajos de cintura, que dejaban al descubierto una franja de quince centímetros de calzoncillos de tono pastel. Esta indumentaria se había puesto de moda en las prisiones cuando a los internos se les confiscaba el cinturón para que no se ahorcaran o ahorcaran a otros. La moda había desbordado todas las fronteras raciales y socioeconómicas hasta el punto de que media ciudad estaba a punto de perder los pantalones. Para West, resultaba incomprensible. Dejó el coche donde lo tenía y sostuvo a duras penas todo lo que tenía en las manos mientras el tipo pasaba al trote junto a ella y murmuraba un «buenos días».
—¡Brewster! —La voz de West detuvo al individuo como si le estuviera apuntando con un arma—. ¿Qué demonios hace tu coche aparcado en mi sitio?
El hombre abrió los brazos sonriente, dejando a la vista una serie de anillos y un Rolex falso. Bajo la chaqueta asomó la pistola.
—Mire eso. Dígame qué ve. ¡Ni una maldita plaza de aparcamiento en todo Charlotte!
—¡Por eso las personas importantes como yo tenemos asignado uno! —replicó ella al detective cuyo trabajo supervisaba; le arrojó las llaves y le ordenó—: Devuélvemelas cuando hayas movido el coche.
A sus cuarenta y dos años, West aún conseguía que los hombres volvieran la cabeza para mirarla, y nunca se había casado con nada que no fuera lo que consideraba su misión en la tierra. Tenía unos cabellos de un intenso tono rojizo, algo descuidados y más largos de lo que le gustaba llevarlos, unos ojos oscuros y vivarachos y un cuerpo que no se merecía pues no hacía nada por mantener las curvas y la firmeza en los lugares adecuados. Llevaba el uniforme de una manera que provocaba la envidia de otras mujeres, pero no había sido ésa la razón de que escogiese la policía uniformada en lugar de la de paisano. West supervisaba la labor de más de trescientos detectives, indisciplinados como Ronald Brewster, que necesitaban todos los recordatorios de la jerarquía y el orden que pudiera utilizar.
Los agentes la saludaron mientras se encaminaba a la entrada. Tomó a la derecha y se encaminó a los despachos en los que la jefe Judy Hammer decidía todo lo relativo a la seguridad ciudadana en aquella zona de doscientos cincuenta kilómetros cuadrados. A West le encantaba su jefa, pero en aquel momento estaba disgustada con ella. Sabía por qué la habían convocado temprano para una reunión y consideraba la situación ilógica e incontrolable. Aquello era una locura. Entró en el antedespacho de Hammer, donde el capitán Fred Horgess hablaba por teléfono. El hombre cubrió el micrófono del aparato con la mano y movió la cabeza hacia ella en un gesto de «no hay nada que hacer» mientras West cruzaba la estancia hasta la puerta de madera oscura donde una brillante placa de bronce anunciaba el apellido Hammer.
—No servirá de nada —le advirtió el hombre encogiéndose de hombros.
—¿Por qué será que no necesitaba que me dijeras eso? —replicó West, irritada.
Sostuvo como pudo lo que llevaba en las manos, llamó con la punta del zapato negro de charol de Bates y levantó el tirador de la puerta con la rodilla. Estuvo a punto de derramar el café, pero enderezó el vaso a tiempo. Dentro, Hammer estaba sentada tras su escritorio sobrecargado de papeles, rodeada de fotografías enmarcadas de hijos y nietos, y con su lema, PREVENIR EL PRÓXIMO DELITO, colgado en la pared. Tenía cincuenta y pocos años y vestía un elegante traje chaqueta de pata de gallo. Su teléfono sonaba incesantemente, pero en aquel momento tenía asuntos más importantes en la cabeza.
West dejó su cargamento en una silla y tomó asiento en otra, cerca de la condecoración de la Victoria Alada que la Asociación Internacional de Jefes de Policía había concedido a Hammer el año anterior. Hammer no se había preocupado de ponerla en un pedestal ni de colocarla en un lugar de honor. En realidad el trofeo, de un metro de altura, seguía ocupando el mismo cuadrado de moqueta junto al escritorio, como si esperara un traslado a otro lugar mejor. Judy obtenía aquellos premios porque no se sentía motivada por ellos. West quitó la tapa del vaso de café y una nube de vapor surgió del interior.
—Ya sé a qué viene esto —declaró—, y ya sabes lo que pienso.
Hammer le pidió silencio con un gesto. Se inclinó hacia delante y puso las manos sobre el escritorio.
—En resumidas cuentas, Virginia, tengo el apoyo del consejo municipal, del administrador municipal, del alcalde… —empezó a decir.
—Y todos ellos, incluida tú, se equivocan —dijo West, mientras revolvía el café—. No puedo creer que tú los convencieras de esto y te aseguro que encontrarán algún modo de joder las cosas, porque en el fondo no quieren que sucedan. Y tú tampoco deberías querer. Para un periodista de sucesos, convertirse en policía voluntario y salir a la calle con nosotros supone un conflicto de intereses.
Con un crujido del celofán, West quitó el envoltorio de un grasiento pastelillo que Hammer no se habría llevado a los labios jamás, ni siquiera en los viejos tiempos, cuando estaba demasiado delgada y pasaba todo el día de pie, trabajando en el calabozo, en la sección juvenil, en análisis criminológicos, en archivos, en inspecciones, en robos de coche, en todas aquellas emocionantes tareas de las que se ocupaban las mujeres en los tiempos en que no se les permitía patrullar. Hammer no creía en las grasas.
—El último reportero de sucesos del
Observer
—insistió tras dar un bocado— nos jodió tanto que demandaste al periódico.
A Hammer no le gustaba pensar en Weinstein, aquel tipo despreciable, aquel auténtico delincuente cuyo
modus operandi
consistía en introducirse en el despacho del capitán de servicio o de la división de investigaciones cuando no había nadie por allí y robar informes de las mesas, impresoras y máquinas de fax. Esta conducta colaboradora culminó en su artículo, un retrato de Hammer en primera página del dominical, en el que decía que utilizaba el helicóptero de la policía para su disfrute personal. Había ordenado a agentes fuera de servicio que la llevaran a casa e hicieran ciertos trabajos domésticos. Y que cuando su hija fue detenida por conducir en estado de embriaguez, Hammer consiguió que se retiraran los cargos. Nada de eso era verdad. Ni siquiera tenía una hija.