El Avispero (27 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaca

BOOK: El Avispero
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Seth sabía perfectamente cómo era aquello, y mientras terminaba de colocar el cuenco del helado en el lavavajillas alimentó pensamientos violentos. El hombre estaba rociando su Chunky Monkey de madrugada con caramelo y chocolate líquido cuando entró la Jefa Esposa con su botella de agua Evian. ¿Y qué hizo en cuanto llegó? Sumirse en lamentaciones y más lamentaciones. Sobre su peso, sus arterias coronarias, su propensión a la diabetes, su holgazanería, sus problemas dentales. Seth se dirigió al salón, se dispuso a ver
Seinfeld,
intentó hacer caso omiso de las palabras de su mujer y se preguntó qué le habría atraído alguna vez de Judy Hammer.

Cuando se habían conocido, ella era una mujer enérgica vestida de uniforme. Seth nunca olvidaría cómo lucía el azul marino, qué figura tenía. Nunca le había contado sus fantasías de verse inmovilizado por ella, esposado, atado, reducido, esclavizado y arrastrado al furgón celular de la cautividad erótica. Después de tantos años, ella seguía sin saber nada. Ninguna de aquellas fantasías se había realizado. Judy nunca lo había reducido físicamente.

Nunca había hecho el amor con ella vestida de uniforme; ni siquiera ahora, que tenía suficientes galones e insignias como para impresionar al Pentágono. Cuando su esposa acudía a banquetes o a funerales policiales y se presentaba con el uniforme azul, Seth volvía acomplejado. Se sentía abrumado, impotente y frustrado. Al final, después de tantos años y de tantas decepciones, ella seguía espléndida. Ojalá no le hiciera sentirse tan repulsivo y despreciable. Ojalá no lo hubiera empujado a aquello, no lo hubiera forzado a ello, no le hubiera dado aquella vida ni le hubiera causado voluntariamente la ruina más vil. Judy era la culpable de que estuviera tan gordo y fuera un fracaso.

La jefa, su esposa, no tenía la menor idea de ninguna de las ambiciones de su marido, de sus fantasías lujuriosas ni de su amplia gama de resentimientos. De haberlos conocido, no se habría sentido halagada, divertida ni responsable, pues la jefa Hammer no se dejaba excitar por la capacidad de dominio, ni le gustaba ejercer el control, ni estaba dispuesta a reconocer fácilmente que otras personas pudieran sentirse halagadas o excitadas por el cargo que ella ejercía. Jamás se le habría pasado por la imaginación que Seth se dedicara a comer helado con caramelo líquido, chocolate fundido caliente y cerezas al marrasquino a hora tan intempestiva porque en realidad deseaba ser esposado a las barras de la cama o ser sometido a un registro desconsiderado durante largo rato. Seth deseaba que su mujer lo detuviera por deseos animales y arrojara la llave de la celda. Quería que se consumiera y dudara de sí misma y de todo lo que había hecho. Lo que no le interesaba un ápice era seguir sentenciado al confinamiento en solitario en que se había convertido su matrimonio.

La jefe Hammer no iba de uniforme. Iba envuelta en una bata larga y gruesa de tela de toalla y padecía de insomnio, lo cual no era nada inusual. Rara vez dormía mucho rato porque su mente mantenía su propio horario, sin contar para nada con su cuerpo. Estaba sentada en el salón, con
The Tonight Show
de fondo mientras leía el
Wall Street Journal,
diversos informes, otra larga carta de su anciana madre y una cuantas páginas destacadas de
A Return to Love,
de Marianne Williamson. Hammer hizo cuanto pudo para apagar el ruido que hacía Seth en la cocina.

El fracaso que significaba para él su paso por el mundo era parecido a la sensación que experimentaba ella. No importaba lo que se dijera a sí misma o lo que contara a los terapeutas a los que había dejado en Atlanta y en Chicago; lo que Judy Hammer sentía a todas horas, todos los días, era un profundo fracaso personal. Había hecho algo terriblemente mal, o Seth no estaría suicidándose con un tenedor, una cuchara y chocolate deshecho. Cuando miraba hacia atrás, Judy se daba cuenta de que la mujer que se había casado con él era otra persona. Ella, la jefa Hammer, era una reencarnación de esa manifestación anterior perdida. No necesitaba a ningún hombre. Ni siquiera necesitaba a Seth. Todo el mundo lo sabía, incluso él mismo.

Era cosa habitual y sabida que los mejores policías, los marines, los aviadores, la guardia nacional, los bomberos y los militares en general que eran mujeres no necesitaban a los hombres, personalmente. Hammer había dado trabajo a muchas de tales independientes; las incorporaba sin hacer preguntas siempre que no hubieran adoptado completamente malas costumbres masculinas, como meterse en peleas en lugar de evitarlas y de ser posesivas, exigentes y dominantes. La conclusión de Hammer después de todos aquellos años fue que tenía una mujercita sobrada de peso, neurótica y que no trabajaba, que no hacía otra cosa que quejarse. Judy Hammer estaba dispuesta a cambiar.

Así fue como cometió un error táctico esa misma madrugada, envuelta en su larga bata limpia. Decidió salir al porche y sentarse en la mecedora con una copa de chardonnay, a solas con sus pensamientos, para tener unos momentos de calma.

Brazil quedó hechizado cuando Judy Hammer apareció como una visión, como una diosa resplandeciente a la luz de la lámpara, toda de blanco. El corazón se le aceleró de tal modo que no era capaz de ponerse a su altura. Se quedó muy quieto en el frío banco de cemento, temiendo que ella lo viera. Observó cada pequeño gesto que hacía, cómo se impulsaba hacia delante y se dejaba ir, el giro de la muñeca al levantar la copa ahusada, la cabeza inclinada hacia atrás para equilibrar el movimiento. Vio el perfil curvo de su cuello mientras se mecía con los ojos cerrados.

¿Qué pensaba Hammer? ¿Era una persona como él, con aquellas sombras oscuras, aquellos rincones fríos y solitarios de la existencia que mantenía ocultos a todo el mundo? La vio mecerse despacio, solitaria, y sintió una punzada en el pecho. Se sentía atraído por aquella mujer sin saber bien por qué. Debía de ser la adoración a la heroína. Realmente no sabía qué haría si tenía ocasión de tocarla. Pero allí, mientras la observaba en plena noche, deseó hacerlo. Era bonita, incluso para su edad. No era delicada sino fascinante, poderosa, irresistible, como un coche de coleccionista, un BMW antiguo en perfecto estado, con cromados en lugar de plástico. Tenía carácter y sustancia, y Brazil estaba seguro de que su marido era todo un personaje, un hombre de los quinientos de
Fortune
, un abogado, un cirujano, alguien capaz de mantener una conversación interesante con su esposa durante los breves y atareados encuentros entre ellos.

La jefa Hammer se impulsó de nuevo en la mecedora y se llevó la copa de vino a los labios. No importaba en qué momento de la vida estuviese, nunca llegaba a desconectar por completo su sexto sentido callejero. Siempre sabía perfectamente cuándo la estaban observando. De repente se puso en pie, con los pies firmemente plantados en el suelo del porche. Escrutó la noche y detectó la vaga silueta de alguien sentado en aquel irritante rincón ajardinado que lindaba con su casa. ¿Cuántas veces había dicho a la asociación del barrio que no quería una zona pública contigua a su domicilio? ¿Quién le hacía caso? Para espanto de Brazil, la mujer descendió los peldaños del porche y se plantó entre los arbustos, mirándolo directamente.

—¿Quién anda ahí? —preguntó.

Brazil no podía hablar. Ni un incendio ni una llamada de socorro habrían conseguido activar su lengua paralizada.

—¿Quién anda ahí? —continuó ella con tono irritado—. Son casi las dos de la madrugada. La gente normal ya está en casa a estas horas, así que o no es usted normal o está interesado en mi casa. En esta casa vive un agente de policía. Hay armas y disparan a matar. ¿Todavía quiere entrar a robar?

Brazil se preguntó qué sucedería si echaba a correr a toda pastilla. Cuando era pequeño creía que si corría a toda velocidad desaparecería, se haría invisible o se convertiría en mantequilla, como en
Little Black Sambo.
Pero no era así. Por eso Brazil se quedó en el banco como una estatua, observando cómo se acercaba la jefa Judy Hammer. Una parte de él quería que ella supiera que estaba allí, para que ello le permitiera lanzarse, confesar su nerviosismo, hacer que ella lo quitara de en medio, que lo despidiera de su Departamento de Policía y se lo sacara de encima de una vez, como merecía.

—Se lo voy a pedir otra vez —dijo ella en tono de advertencia.

A Brazil se le ocurrió que quizá llevaba un arma encima, tal vez en el bolsillo. Dios mío, ¿cómo era posible que sucediese una cosa así? No se proponía nada malo cuando había acudido allí a la salida del trabajo. Lo único que quería era sentarse a pensar y a contemplar a Judy y ver qué sentía al respecto.

—No dispare —dijo, y se puso en pie lentamente mientras alzaba las manos en gesto de rendición.

Hammer supo al instante que se las tenía con un chiflado. ¿«No dispare»? ¿Qué coño era aquello? Allí había alguien que la conocía, estaba claro. ¿Por qué, sino, iba alguien a pensar que estaba armada y que no dudaría en disparar? Hammer siempre había alimentado el temor tácito de que al final sería liquidada por algún chiflado con una misión. Asesinada. Ve adelante y pruébalo, era su lema. Siguió la pared de ladrillo tras cruzar más arbustos mientras el nivel de pánico de Brazil alcanzaba un nuevo máximo. Volvió la mirada hacia el coche que tenía aparcado en la calle y se dio cuenta de que cuando hubiera corrido hasta el vehículo y hubiera escapado en él, ella ya tendría el número de matrícula. Decidió tranquilizarse y aparentar inocencia. Volvió a sentarse mientras ella, con la bata blanca, se acercaba flotando.

—¿Qué hace aquí? —preguntó, apenas a unos palmos de distancia de él.

—No quería molestar a nadie —se disculpó.

Hammer vaciló, no muy segura de lo que había esperado encontrar.

—Son casi las dos de la madrugada —repitió.

—En realidad es un poco más tarde —dijo Brazil con la mano en la barbilla y la cara entre las sombras—. El lugar es encantador, tan apacible para pensar, para meditar, para entrar en el espacio personal de uno…

A Hammer, todo aquello le producía mala espina. Se sentó en el banco, al lado del desconocido.

—¿Quién eres? —preguntó, y a la luz indirecta era un artista pintando amorosamente su rostro mientras lo estudiaba.

—Nadie en especial —respondió Brazil.

Sí, claro que lo era. Judy Hammer pensó en su horrible existencia, en el marido que tenía allí dentro, donde ella vivía. Aquel tipo sentado en el banco a su lado comprendía. La apreciaba por quién era y por lo que era. Respetaba su poder y la deseaba como mujer, al propio tiempo. Sentía un profundo interés por sus pensamientos, por sus ideas, por sus recuerdos de infancia. Brazil siguió con el dedo el perfil de su cuello y siguió en las profundidades de la mullida bata blanca de tela de toalla. Se tomó su tiempo. La besó, primero con dudas, hasta que estuvo seguro de que ella le devolvía el beso y entonces se aplicó en su labio inferior hasta que las lenguas se conocieron y se hicieron amigas.

Cuando despertó en su dormitorio, cerrado con llave, aún no había terminado y estaba agitadísimo. Era horrible. ¿Por qué demonios no podía ser posible? Pero decididamente no lo era. Lo que estaba claro era que se hallaba en el pequeño parque, contemplando la casa de Hammer, y que ella había salido a relajarse en la mecedora. Lo que no estaba claro era que hubiese sucedido nada de lo demás, excepto en sueños fragmentarios. Ella no sabía que estaba allí fuera, en la oscuridad, oyendo el aleteo de su bandera de Carolina del Norte al viento, sobre el porche. A la mujer no le había importado lo más mínimo. Brazil no había acercado sus labios a los de ella en ningún momento, no había acariciado su suave piel ni nunca lo haría. Estaba terriblemente avergonzado. Estaba frustrado y confuso. Ella probablemente le sacaba treinta años. Era enfermizo. Dentro de él debía de haber algo que marchaba muy mal.

Cuando llegó a su casa, a las tres y cuarto, Brazil escuchó los mensajes del contestador. Había cuatro, y las cuatro veces habían colgado. Aquello sólo empeoró su malhumor. No pudo evitar el pensamiento de que la pervertida andaba tras él porque él también era un pervertido. Tenía que haber una razón para que alguien enfermo se sintiera atraído por él. Al amanecer, mientras se ponía la ropa de hacer deporte, estaba irritado. Cogió una raqueta de tenis y el cubo de pelotas y cruzó la puerta a paso ligero.

La mañana estaba húmeda de rocío y el sol ya imponía su potente presencia. Las magnolias estaban tupidas y cargadas de capullos blancos cerúleos que olían a limón cuando pasó bajo ellas. Atajó por el campus de Davidson, apresuró la carrera por el sendero que serpenteaba detrás de Jackson Court y se dirigió a la pista. Corrió diez kilómetros rápidos y luego practicó furiosos servicios de tenis. Trabajó con pesas en el gimnasio, corrió varias vueltas al
sprint
e hizo flexiones y sentadillas hasta que los opiáceos naturales de su organismo surtieron efecto.

Hammer estaba preocupada por la mañana que le habían echado a perder. Aquello le sucedía por cambiar su costumbre y almorzar con West, quien era totalmente incapaz de mantenerse apartada de problemas. Aquel día Hammer vestía uniforme, lo cual era extraordinariamente raro en ella. En quince años no había creído necesario discutir fechas con la fiscal del distrito para la presentación ante un tribunal, y no quería problemas en este sentido. Hammer creía en el poder de las confrontaciones personales y había decidido que la fiscal de distrito iba a tener una. A las nueve de la mañana, Hammer estaba en el gran edificio de granito de los Juzgados Criminales y esperaba en la zona de recepción a la fiscal del distrito.

Nancy Gorelick había sido reelegida tantas veces que se presentaba sin oposición, y la mayoría de la gente no se habría molestado en acudir a las urnas si no hubiera habido otros puestos con candidatos por los que votar a favor o en contra. Hammer y ella no eran amigas, personalmente. La fiscal de distrito sabía muy bien quién era la policía, desde luego, y había leído algo sobre las heroicidades de Hammer en el periódico matinal. Batman y Robin. ¡Oh, por favor! Gorelick era una republicana despiadada partidaria de colgar primero y preguntar después. Estaba cansada de personas que se creían con derecho a privilegios especiales, y en su mente no había dudas sobre las razones para la improvisada visita de Hammer.

Gorelick hizo esperar lo suficiente a Hammer. Cuando la fiscal indicó por el intercomunicador a su secretaria que ya podía hacerla pasar, Hammer ya estaba deambulando por la zona de recepción, pendiente del reloj y más irritada con cada segundo que pasaba. La secretaria abrió una puerta de madera oscura y Hammer cruzó el umbral tras ella.

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