—El problema es Panesa, maldita sea —opinó el alcalde.
Cahoon sintió una nueva oleada de irritación. Tardaría en recuperarse del editorial del director del periódico en el dominical, con su comentario acerca de arrojar piedras. También Panesa tenía que desaparecer. El cerebro de Cahoon repasó rápidamente su formidable red de conocidos y buscó aliados en la cadena Knight-Ridder. Aquello tenía que venir de las alturas, a nivel de presidente o de alta dirección.
Cahoon conocía a todos los componentes, pero los medios de comunicación eran unos malditos ciempiés. Tan pronto se acercaba uno a ellos para tantearlos, se enroscaban sobre sí mismos y no querían saber nada más.
—La única persona que puede controlar a Panesa es usted —dijo el alcalde a Cahoon—. Yo lo he intentado pero no me hace caso. Es como intentar convencer a Hammer de que sea sensata. Olvídelo.
Tanto el editor como la jefa de policía no se atenían a razones. Tenían ideas propias y debían ser neutralizados. También Andy Brazil se estaba convirtiendo en un problema. Cahoon conocía lo suficiente la situación como para saber por dónde atacarla exactamente.
—Hable con el chico —dijo Cahoon al alcalde—. Probablemente ya ha intentado sacarle unas declaraciones; ¿me equivoco?
—Todos lo intentan.
—Pues deje que acuda a verlo, Chuck. Pongámoslo de nuestro bando, donde debe estar —continuó Cahoon con una sonrisa mientras contemplaba el cielo estival en calma.
Brazil había concentrado de nuevo su atención en las muertes del Asesino de la Viuda Negra. Estaba seguro de que no cesarían. Se sentía obsesionado por ellas, convencido de que conseguiría descubrir un detalle concreto, una importante clave o revelación que llevaría a la policía hasta el psicópata responsable. Se había puesto en contacto telefónico con Bird, un elaborador de perfiles psicológicos del FBI, y había escrito un artículo de espeluznante precisión, aunque manipulador. La noche anterior Brazil había vuelto a las vías de ferrocarril de West Trade Street para explorar el demolido edificio de ladrillos, y su linterna iluminó la brillante cinta amarilla de la policía, batida por el viento, que marcaba la escena del crimen. Se había quedado allí, contemplando aquel lugar olvidado y atemorizador, intentando percibir la emoción que desprendía. Trató de imaginar cómo había ido a parar el senador a aquel lugar.
Cabía la posibilidad de que el senador proyectara un encuentro con alguien entre la oscura vegetación, donde no lo viera nadie. Brazil se preguntó si la autopsia habría revelado la ingestión de drogas. ¿Acaso el senador tenía un vicio secreto que le había costado la vida? Brazil había rondado después por South College Street y había observado a las prostitutas, sin saber distinguir todavía si eran hombres o policías de antivicio. Observó a la muchacha que había visto varias veces por allí y no tuvo duda de que ella lo había reconocido, en su BMW, mientras caminaba lánguidamente y lo miraba con descaro.
Aquella mañana, Brazil estaba cansado. Apenas pudo terminar seis kilómetros en la pista y ni se molestó en pisar el campo de tenis.
No había visto mucho a su madre y ella lo castigaba con su silencio las raras ocasiones en que estaba despierta y levantada. La mujer le dejaba notas de las tareas que era preciso hacer y estaba más desaliñada de lo habitual. Tosió, suspiró e hizo todo lo que pudo para que su hijo se sintiera desdichado y culpable. Brazil continuó pensando en el sermón que le había dirigido West sobre las relaciones disfuncionales. Sus palabras le resonaban en la cabeza a cada paso que daba y centelleaban en la noche cuando intentaba conciliar el sueño.
No había visto ni hablado con West desde hacía días y se preguntó cómo estaría y por qué no llamaba nunca para ir a practicar tiro, a salir de ronda o sólo para saludarlo. Se sentía de mal humor, pensativo y encerrado en sí mismo, y había abandonado sus intentos de averiguar qué diablos se había apoderado de él. No entendía por qué Hammer no había contactado con él para agradecerle la semblanza que había hecho de ella. Tal vez había algo en el artículo que no le había gustado. Quizás había interpretado mal algún dato. Realmente había puesto todo su corazón en aquel artículo y lo había trabajado hasta la extenuación. Y ya que pasaba lista, también Panesa parecía tenerlo en el olvido. Brazil pensó que si él fuera tan importante como cualquiera de aquellas personas poderosas, sería más sensible. Intentaría pensar en los sentimientos de los inferiores, les alegraría la vida haciéndoles una llamada o enviándoles una nota. O incluso flores.
Las únicas flores que había en la vida de West en aquellos momentos eran las que
Niles
había destrozado sobre la mesa del comedor. Esto había ocurrido después de que el gato esparciera basura en el cuarto de baño mientras su dueña estaba en la ducha. Sus pies descalzos habían estado a punto de pisar arena de gato y los desagradables regalitos envueltos en ella. De todos modos, West tampoco andaba de buen humor. Estaba furiosa por el torbellino de controversia que envolvía a su amada jefa y pensaba con recelo dónde podía terminar todo aquello. El día que Goode se había convertido en jefa interina, West había vuelto a la granja. La jefa ayudante tenía la certeza de que Brazil había seguido a Hammer a rincones muy privados en los que ni siquiera ella había entrado nunca.
Todo resultaba muy típico, pensó mientras maldecía a
Niles,
se secaba los pies y limpiaba el suelo del cuarto de baño. Brazil la había utilizado para ganar ascendiente ante su jefa. Se había mostrado como un buen amigo hasta el momento en que había tenido oportunidad de congraciarse con alguien más poderoso, y desde aquel instante no había vuelto a tener noticia de él. ¿No era así como iban las cosas? El muy desgraciado… No la había llamado para ir a montar o a practicar tiro o simplemente para asegurarse de que seguía viva. West descubrió lo que quedaba de las azucenas rojas de su jardín mientras
Niles
corría a esconderse bajo el sofá.
Las azucenas resurrección que Hammer llevó a la habitación de Seth en el hospital, a las diez de la mañana, eran magenta y tenían un nombre muy indicado. Colocó las flores en una mesa y acercó una silla. La cama estaba inclinada hacia delante, lo cual permitía a su marido leer, comer, departir con los visitantes y seguir la televisión de costado.
Seth tenía la mirada apagada a causa de la infección por estreptococos que lo había invadido desde colonias desconocidas. Fluidos y antibióticos dispuestos para el combate desfilaban incesantemente a través de estrechos tubos hasta las agujas insertadas en ambos brazos. Hammer empezaba a asustarse. Seth ya llevaba en el hospital tres noches con aquélla.
—¿Qué tal te sientes, querido? —le preguntó, acariciándole el hombro.
—Fatal —respondió él, y volvió a dirigir la mirada al programa de actualidad que echaban en la tele.
Ya había visto, oído y leído la noticia y era consciente del acto terrible que había cometido. Sobre todo sabía lo que le había hecho a su esposa y a su propia familia. Sinceramente, no lo había hecho a propósito en ningún caso. Cuando estaba en sus cabales, habría muerto antes que herir a nadie.
Quería a su esposa y no podía vivir sin ella. Si arruinaba su carrera en aquella ciudad, ¿qué sería de él? En el caso de que sucediera tal cosa, ella podría ir adonde quisiera, y si tenía que ir a otra parte le sería mucho más fácil dejarlo, abandonarlo, como ya había amenazado que haría.
—¿Y a ti cómo te van las cosas? —murmuró Seth mientras la presentadora del programa, Leeza, charlaba con un fontanero transexual de espectacular escote.
—No te preocupes por mí —dijo Hammer con firmeza, acariciándole de nuevo el hombro—. Ahora lo único que importa es que te pongas bien. Piensa de forma positiva, cielo. La mente tiene efecto sobre todas las cosas. Aparta los pensamientos negativos.
Era como decir que la cara oscura de la luna se iluminara un poco. Seth la miró. No podía recordar la última vez que lo había llamado «cielo». Tal vez nunca.
—No sé qué decir —le confió él.
La mujer supo perfectamente a qué se refería. Estaba corroído por el remordimiento, el sentimiento de culpa y la vergüenza. Había empezado a arruinar la vida de su esposa y de sus hijos, y cada vez lo hacía mejor. Lo cierto es que debería sentirse miserable.
—No tienes que decir nada —lo tranquilizó Hammer suavemente—. Lo hecho, hecho está. Ahora, sigamos adelante. Cuando salgas de aquí iremos a buscar ayuda para ti. De momento, es lo único que importa.
Seth cerró los ojos y las lágrimas se agolparon tras sus párpados. Vio a un hombre joven sonriente y feliz, con pantalones blancos muy anchos, corbata de lazo y sombrero garboso que descendía apresuradamente los peldaños de granito del capitolio del estado de Arkansas, aquella mañana soleada.
En otro tiempo, Seth se había mostrado encantador y seguro de sí mismo. Entonces sabía divertirse, salir de fiesta y contar historias divertidas.
Los psiquiatras habían probado el Prozac, el Zoloft, el Nortriptileno y el litio. Seth había seguido dietas. En una ocasión había dejado de beber.
Se había sometido a sesiones de hipnosis y había acudido a tres reuniones de Bulímicos Anónimos. Finalmente, lo había abandonado todo.
—No hay remedio —dijo a su esposa entre sollozos—. No queda nada salvo morir.
—No digas eso —replicó ella con un perceptible temblor en la voz—. ¿Me oyes, Seth? ¡No vuelvas a decirlo nunca más!
—¿Por qué no te basta con mi amor? —exclamó él.
—¿Qué amor? —La mujer se incorporó, dejando asomar la cólera tras su telón de autocontrol—. Tu idea del amor es esperar a que te haga feliz mientras tú no haces nada por ti mismo. Yo no soy tu niñera, ni tu guardiana, ni tu patrona. En una palabra, no soy tu cuidadora. Y punto. —Se puso a deambular llena de rabia por la pequeña habitación—. Se supone que soy tu compañera, tu amiga y tu amante. ¿Pero sabes una cosa, Seth? ¡Si esto fuera tenis, yo estaría jugando sola a ambos lados de la red en un partido de dobles, mientras tú estarías sentado a la sombra, acaparando todas las pelotas y llevando tu propio tanteo privado!
Brazil había pasado la mayor parte de la mañana dudando si llamar a West para preguntarle si le apetecía jugar un rato a tenis. Sería una excusa lo bastante inocente. Lo último que quería era darle la satisfacción de pensar que le importaba un ápice no haber tenido noticia de ella en tres días y medio. Aparcó en el recinto del All Right de West Trade, cerca de Presto's, y entró en el local a tomar un café. Estaba hambriento pero se reservó para algo más saludable. Más tarde pasaría por el Just Fresh, el restaurante de comida rápida con el lema de «comer bien sienta bien», situado en el atrio del First Union. Eso y los bocadillos de pechuga de pollo a la plancha de Wendy's, sin queso ni mahonesa, era prácticamente lo único que tomaba últimamente, y estaba perdiendo peso. A veces se preguntaba si estaría volviéndose anoréxico.
Tomó asiento en la barra, revolvió el café solo con azúcar y esperó a que Spike dejara de romper huevos con una mano sobre un cuenco. Brazil tenía ganas de charla. El reloj de Michelob Dry de la pared, sobre la cabeza de Spike, marcaba las diez y cuarenta y cinco. Había mucho que hacer y Brazil tenía que tenerlo terminado a las cuatro de la tarde, cuando empezaba formalmente su turno en el periódico.
Por mucho que Packer apreciara las exclusivas de Brazil, era preciso cubrir las noticias habituales de robos, atracos, violaciones, suicidios, peleas en bares, delitos bancarios de cuello blanco, aprehensiones de droga, problemas domésticos, mordeduras de perros y otras historias de interés humano. De la mayoría de estas historias se apropiaba Webb antes de que pudiera verlas alguien más. De hecho, la situación había llegado a tal punto que el resto de los medios se referían ya a la cubeta de noticias para la prensa del Departamento de Policía de Charlotte como «el chalé de Webb».
Tras recordar que Brazil ya le había expresado sus quejas al respecto, West había prestado su colaboración, finalmente, con una llamada al Canal 3 para quejarse ante el administrador general. La llamada no había solucionado nada. Goode tampoco estaba receptiva cuando West le había planteado el asunto; en realidad West desconocía que Goode también era una fuente de información del periodista.
Últimamente, a ella y a Brent Webb se los había visto por toda la ciudad en el Miata de Goode, aparcado en cualquier rincón. Si actuaban así no era porque tuviesen problemas para ir al apartamento de la mujer, que vivía sola, sino porque el riesgo de que los vieran era un enorme aliciente para la pareja. No era inusual que aparcaran a unas manzanas de la casa de él, mientras su esposa le preparaba la cena, le recogía la ropa sucia y le ordenaba los calcetines.
La fuerza de choque que West había formado para investigar los trapicheos de drogas que se llevaban a cabo en el Presto Grill también tenía mucha basura que localizar, revolver y, con un poco de suerte, encajar con otros hechos delictivos de la ciudad. Mungo era un policía de la secreta y estaba comiendo unas alas de pollo a la plancha con puré en el local mientras Brazil, a quien Mungo no conocía, apuraba su café. Mungo era una montaña con vaqueros y camiseta de los Panthers, llevaba el billetero sujeto al cinto con una cadena, lucía unos cabellos largos y crespos atados en una cola de caballo y portaba una cinta en torno a su frente huidiza. También llevaba un aro en la oreja.
El detective, que estaba fumando y mantenía un ojo entrecerrado, seguía el interrogatorio al que el joven rubio sometía a Spike junto a la plancha.
—No, señor. —Spike procedía a dar la vuelta a una hamburguesa y a unas empanadillas de verdura—. En este local no hay nadie de por aquí, ¿comprendes a lo que me refiero?
Spike hablaba con un fuerte acento portugués.
—No importa de dónde vengan —respondió Brazil—. Lo importante es lo que sucede una vez que están aquí. Mira, la fuente de la porquería que circula por ahí está precisamente aquí, en este local. —El joven rubio hablaba con tono duro mientras tamborileaba con el dedo índice en el mostrador—. Sale de aquí, estoy seguro. ¿Tú qué opinas?
Spike no iba a profundizar más en aquel tema, y Mungo tenía el radar fijo en la conversación. Además, aquel rubio guapito le resultaba familiar. A Mungo le parecía haberlo visto en alguna parte y eso no hacía sino convencerlo aún más de que terminaría por clasificar al rubio como sospechoso. Pero lo primero era lo primero. Mungo tenía que seguir allí sentado un rato y ver qué más sucedía. Además, aún no había terminado el desayuno.