El Avispero (34 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaca

BOOK: El Avispero
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—En el glúteo izquierdo —añadió a su explicación la jefa Hammer. Brazil ya estaba en el interior de la casa con ella, porque la puerta no podía quedarse abierta toda la noche.

Brazil echó una ojeada a las despampanantes alfombras orientales sobre suelos pulidos de maderas nobles, a los buenos óleos, a los muebles elegantes y a los tapizados con ricos cueros y telas cálidas. Estaba en el vestíbulo de la espléndida casa restaurada de la jefa Hammer y no había nadie más. Se encontraban los dos solos y Brazil empezó a sudar profusamente de nuevo. Ella no se dio cuenta, o por lo menos no lo demostró.

—Le harán radiografías para asegurarse de que la bala no está alojada cerca de nada importante —continuó explicando.

Las balas +P de punta hueca tenían una cara oscura, pensó Hammer. El objetivo de su diseño era que el proyectil de plomo se expandiera y desgarrara el tejido como un taladro. Las balas rara vez tenían orificio de salida, y no había modo de saber cuánto plomo había esparcido por la formidable zona anatómica inferior de Seth. Brazil escuchaba todo esto mientras se preguntaba si la jefa se decidiría a contárselo a la policía.

—Jefa Hammer… —Brazil se sintió obligado a decir algo—. Supongo que no ha informado usted de lo sucedido.

—¡Oh, querido! —Ni siquiera se le había pasado por la cabeza—. Tienes razón. Supongo que habrá que hacer un informe. —Empezó a deambular mientras volvía a la cruda realidad—. ¡Oh, no, no! Sólo me faltaba esto. Y ahora tendré que oír comentarios en la radio sobre el tema, en televisión. En tu periódico. Es horrible. ¿Te imaginas la cantidad de gente que se lo pasará en grande con todo esto?

Imaginó a Cahoon sentado en su corona, leyendo sobre el asunto entre carcajadas.

EL MARIDO DE LA JEFA DE POLICÍA SE HIERE DE UN DISPARO

Sospechas de ruleta rusa

Nadie se dejaría engañar un solo minuto. ¿Un esposo deprimido, sin trabajo y obeso, en la cama, con el 38 de su mujer cargado con una sola bala? Todos los agentes que habían trabajado para Hammer sabían que su marido andaba tonteando con la posibilidad del suicidio. Todos sabían que tenía graves problemas en casa. Algunos incluso sospecharían que ella había disparado a su esposo, y que sabía perfectamente cómo salir del caso sin verse implicada. Y quizá tampoco era al glúteo izquierdo donde apuntaba para hacer el disparo. Quizás él se había vuelto en el último instante.

Hammer se dirigió a la cocina y descolgó el teléfono. Era sencillamente imposible que marcara el número de urgencias de la policía y que la llamada fuese emitida a todos los agentes, sanitarios de ambulancias, periodistas y propietarios de emisoras móviles policiales de la región. Pidió que se pusiera al aparato el capitán de guardia. Resultó ser Horgess. Éste era incondicionalmente leal a su jefa, pero no tenía fama de agilidad mental.

—Horgess —le dijo—. Necesito que envíe a un agente a mi casa lo antes posible para tomar una declaración. Ha habido un accidente.

—¡Oh, no! —Horgess se inquietó. Si alguna vez le sucedía algo a la jefa, tendría que responder directamente ante Goode—. ¿Se encuentra usted bien?

Judy Hammer se dominó.

—Mi marido está en el Carolinas Medical. Ha tenido un accidente con un arma de fuego. Se pondrá bien.

Horgess agarró de inmediato su radio portátil. Hizo una llamada a la unidad 538, una novata tan asustada que sólo era capaz de hacer lo que le ordenaban. La decisión habría sido acertada si Horgess no hubiera interpretado mal la razón de que Hammer lo hubiera llamado directamente a él, el oficial de guardia.

—Necesito que vaya ahora mismo allí para tomar una declaración sobre un disparo accidental —dijo Horgess por la radio, en tono excitado.

—Recibido —contestó la unidad 538—. ¿Algún herido?

—Uno. El sujeto va camino del Carolinas Medical.

Todos los agentes de servicio y algunos que no lo estaban, y cualquiera que tuviera una radio policial, pudieron oír cada palabra de la transmisión. La mayoría dio por sentado que la jefe Hammer había resultado herida accidentalmente, lo cual significaba que Jeannie Goode era en aquel mismo instante la jefa interina. Nada habría podido causar más pánico entre las fuerzas policiales. Hammer tenía una emisora de radio fija en la cocina y la conectó.

—¡Horgess! ¡Idiota! —exclamó con incredulidad, sin dirigirse a nadie en concreto, a solas en la cocina de la casa.

Dejó de deambular. Cayó en la cuenta de que Andy Brazil todavía estaba esperando en el vestíbulo. No estaba muy segura de por qué se encontraba allí, y de pronto pensó que tal vez no era muy conveniente que un reportero joven y guapo, vestido de policía, estuviera en la casa con ella inmediatamente después de un accidente doméstico como aquél. Hammer también sabía que todo el turno de noche se dirigía volando hacia aquella casa para investigar el destino de su jefa.

Goode nunca tenía la radio conectada cuando estaba en casa o en su coche, pero una fuente le había puesto al corriente y ya se estaba enfundando el uniforme, dispuesta a tomar el mando del Departamento de Policía de Charlotte, mientras la unidad 538 aceleraba por Fourth Ward. La agente de la unidad 538 estaba tan aterrorizada que sintió náuseas en el estómago. Tomó por Pine Street y se sorprendió al encontrar ya otros cinco coches patrulla frente a la casa de Hammer, con las luces encendidas. En el retrovisor de la unidad 538 aparecían más coches, un montón de ellos, que apresuraban la marcha a través de la noche en ayuda de su jefa caída. La agente de la unidad 538 aparcó, cogió con mano temblorosa la plantilla metálica para el papeleo, se preguntó si no sería mejor marcharse sin más, pero decidió que no.

Hammer salió al porche para tranquilizar a su gente.

—Todo está bajo control —les dijo.

—Entonces, no está usted herida… —apuntó un sargento cuyo nombre no recordaba.

—El herido es mi marido. Y no creemos que sea nada grave —los tranquilizó ella.

—Entonces, todo va bien.

—¡Uf, menudo susto!

—Estamos muy aliviados, jefa Hammer.

—Nos vemos por la mañana.

Hammer los despidió con un gesto de la mano.

Era todo lo que los agentes necesitaban oír. Cada uno de ellos descolgó en secreto su micrófono y emitió varios clics para indicar a sus camaradas que allí todo estaba en orden. Sólo la agente de la unidad 538 tenía un asunto por terminar y siguió a Hammer al interior de la casa, antigua y lujosa. Tomaron asiento en el salón.

—Antes de empezar —indicó Hammer—, voy a decirle cómo vamos a realizar el procedimiento.

—Sí, señora.

—No debe quedar ninguna duda de que aquí se haya llevado a cabo otra cosa que lo correcto, de que se haya efectuado excepción alguna por el hecho de que el sujeto afectado resulte ser mi marido.

—Sí, señora.

—Esto es un trámite rutinario y debe hacerse según el manual.

—Sí, señora.

—Mi marido debe ser acusado de manejo imprudente de un arma de fuego y de dispararla dentro de los límites de la ciudad —continuó Hammer.

—Sí, señora.

La agente empezó a rellenar con letra insegura el informe sobre el disparo accidental. Aquello era asombroso. Hammer no debía de tener mucho aprecio a su marido. Lo estaba cargando con las máximas acusaciones; estaba encerrándolo y tirando la llave. Aquello no era sino una demostración más de la teoría de la agente de la unidad 538 respecto a que las mujeres como Hammer llegaban donde estaban porque eran insensibles y agresivas. Eran hombres forjados en el molde equivocado en la factoría. Hammer recitó toda la información pertinente. Contestó a las preguntas banales de la agente y se libró de ella cuanto antes.

Brazil permaneció sentado a la mesa de la cocina. Se preguntó si alguien habría reconocido su característico BMW, aparcado ante la casa. ¿Qué pensarían los patrulleros si consultaban los datos del coche? ¿A quién había ido a ver allí? Recordó con abatimiento que Axel y sus amigos vivían en unas casas adosadas justo al doblar la esquina. Un agente suspicaz pensaría que Brazil había aparcado a una manzana de distancia para intentar engañarlos a todos. Si el rumor llegaba a oídos de Axel, pensaría que Brazil lo seguía a escondidas y que le interesaba.

—Andy, vamos a resolver esto. —Hammer entró en la cocina—. Supongo que es demasiado tarde para que esto salga mañana en el periódico.

—Sí, jefa. Hace horas que se ha cerrado la edición local —respondió él. Echó una ojeada al reloj, sorprendido de que ella quisiera ver la noticia en el periódico.

—Pues necesitaré que me ayudes. Y tengo que confiar en que lo harás, incluso después de lo sucedido con el Canal 3 —añadió.

No había nadie a quien Brazil tuviera más deseos de ayudar.

Hammer observó con desesperación el reloj de la pared. Eran casi las tres de la madrugada. Tenía que ir al hospital, tanto si le gustaba a Seth como si no, y tres horas después tenía que estar levantada. Al cuerpo de Hammer ya no le gustaban las noches en blanco, pero la soportaría. Siempre lo hacía. Su plan era el mejor que podía establecer bajo unas circunstancias realmente extremas y perturbadoras. Sabía que al día siguiente las noticias sacarían punta al extraño accidente de Seth y a lo que podía significar. Judy no podía silenciar las emisoras de radio ni de televisión, pero al menos podía aclarar los hechos al día siguiente con un relato del incidente auténtico y detallado, firmado por Brazil.

Éste permaneció callado y aturdido mientras se desplazaba en el asiento del copiloto del impecable Crown Victoria de Judy Hammer. Ella hablaba y él tomaba notas. Hammer le contó toda su vida anterior y por qué se había incorporado a las fuerzas de seguridad ciudadana. Le habló de Seth, del apoyo que había significado para ella mientras se abría paso en el escalafón de aquella auténtica milicia machista. Hammer estaba exhausta y se mostraba vulnerable; su vida personal se hacía añicos y llevaba dos años sin acudir a un terapeuta. Brazil la había sorprendido en un momento significativo y estaba emocionado y honrado ante su demostración de confianza. No la defraudaría.

—Es un ejemplo perfecto de cómo el mundo no tolera que los poderosos tengan problemas —explicaba Hammer mientras avanzaba por Queens Road West bajo un dosel de grandes robles—. Pero en realidad todo el mundo tiene problemas. Hay en nuestras relaciones fases tormentosas y trágicas a las que no tenemos tiempo suficiente de atender, y nos desanimamos y creemos que hemos fracasado.

Brazil se dijo que aquella mujer era la persona más maravillosa que había conocido en su vida.

—¿Cuánto tiempo lleva casada? —le preguntó.

—Veintiséis años.

La noche anterior a la boda había sabido que cometía un error. Ella y Seth se habían unido por necesidad, no por deseo. Ella había tenido miedo de seguir adelante sola, y en aquel entonces Seth le había parecido un hombre fuerte y competente.

Tumbado boca abajo en la sala de exploración, después de las radiografías y de la limpieza de la zona y de ser llevado en camilla por todo el lugar, Seth se preguntó cómo podía haber sucedido aquello. En otro tiempo, su esposa lo admiraba, valoraba sus opiniones y se reía con sus agudezas. Nunca habían sido gran cosa en la cama. Ella tenía mucha más energía y aguante y él, por mucho que hubiese querido complacerla, no podía alcanzar la misma nota, y normalmente ya roncaba cuando ella volvía del baño, dispuesta para el siguiente acto.

—¡Ay! —exclamó.

—Tiene que aguantar quieto, señor —dijo por centésima vez la severa enfermera.

—¿Por qué no me pone fuera de combate? —De sus ojos manaban las lágrimas y tenía los puños muy apretados.

—Señor Hammer, es usted muy afortunado.

En esta ocasión era la voz de la cirujana de urgencias, que agitaba unas radiografías cuyo sonido recordaba el de las hojas de sierra. La cirujana era una mujer menuda y bonita de largos cabellos rojizos. A Seth le humilló pensar que la única perspectiva que la enfermera tendría de él sería la de su gordo trasero, que no había visto nunca el sol.

17

El Carolinas Medical Center era famoso por su servicio de urgencias, y los pacientes llegaban hasta allí por aire desde toda la región. Aquella mañana, a primera hora, los helicópteros eran siluetas silenciosas en los helipuertos rojos de los tejados, cuyo centro estaba marcado por unas grandes haches, y los autobuses lanzadera se desplazaban lentamente desde los aparcamientos hasta las diferentes zonas del enorme complejo de cemento. La flota de ambulancias del centro médico era de color blanco y amarillo cerceta, los colores de los Hornets y de gran parte de lo que llenaba de orgullo a Charlotte.

Todo el personal del hospital se enteró de que había llegado un personaje importante. No hubo esperas, ni hemorragias en las sillas, ni amenazas, ni atajos o negligencias. Seth Hammer, como había sido registrado en el centro y como había sido llamado durante la mayor parte de su matrimonio, había sido conducido directamente a la sala de urgencias. Lo habían entrado y sacado de muchas habitaciones en la camilla. No estaba seguro de haber entendido la jerga de la bonita cirujana. Al parecer, aunque la destrucción de tejido por la bala había sido considerable, por lo menos no había alcanzado ninguna arteria ni vena principal. No obstante, puesto que se trataba de un paciente importante, no se podía correr riesgos y le explicaron que el personal médico haría arteriogramas y lo llenaría de contraste para ver qué encontraban. Le administrarían una lavativa de bario.

Hammer aparcó en un lugar reservado a la policía, junto a la sala de urgencias, antes de que dieran las cuatro. Brazil llenó veinte hojas de su cuaderno de notas y sabía más sobre el particular que cualquier otro reportero. La jefa cogió su gran bolso con su compartimiento secreto y respiró profundamente antes de apearse. Brazil dudaba. No sabía si hacer la siguiente pregunta, pero estaba obligado. Además era por su propio bien.

—Jefa Hammer… —titubeó—, ¿le parece bien si llamo a un fotógrafo para que le tome unas instantáneas aquí, más tarde, a la salida del hospital?

Ella echó a andar con un gesto de despreocupación.

—No me importa.

Cuanto más pensaba en ello, más cuenta se daba de que no importaba lo que el reportero escribiera. Su vida estaba acabada. En el transcurso de un único y breve día, todo se había perdido. Un senador había sido asesinado, la quinta de una serie de muertes brutales cometidas por alguien a quien la policía no estaba ahora más cerca de atrapar. El USBank, propietario de la ciudad, estaba reñido con ella. Y ahora su marido se disparaba a sí mismo en el culo mientras jugaba a la ruleta rusa. Los chistes serían incontables. ¿Sugería aquello cuál consideraba su órgano más vital? Hammer perdería el cargo. Bueno, pero todavía podía ofrecer los dos centavos que valía, camino de la puerta. Brazil acababa de dejar una cabina de teléfonos y caminaba a paso vivo para mantenerse a su lado.

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