—Andy —dijo ella con voz calmada—, cuéntame qué ha sucedido, por favor.
—No sé cómo, ese cabrón ha conseguido entrar en mi ordenador, en mis archivos. Lo han dado todo por los canales de noticias antes de que saliera el periódico. Me han robado la primicia.
Le temblaba la voz y no quería que West lo viera de aquel modo.
Ella estaba perpleja.
—¿Ese cabrón? —preguntó—. ¿A quién te refieres?
—A Webb. —Apenas se pudo contener cuando pronunció aquel apellido—. ¡El mismo que se folla a tu colega jefa ayudante!
—¿A quién? —West estaba verdaderamente perdida.
—A Goode —respondió—. Todo el mundo lo sabe.
—Pues yo no tenía ni idea. —West se preguntó cómo se le había podido escapar un dato interno como aquél.
A Brazil se le había roto el corazón para siempre. West no estaba muy segura de qué hacer mientras volvía a enjugarse el rostro.
Bubba volvió hasta el camión con disimulo, ocultando su rostro contraído y su nariz accidentada bajo la sombra de una gorra de béisbol de la Exxon. Se encaramó a la cabina con sus compras y observó el coche de policía por el parabrisas. Dedicó un rato a hojear la revista e hizo una pausa en las historias con verdadero interés. Había muchas de ellas e intentó no pensar en su esposa ni hacer comparaciones mientras calculaba el mejor método de ataque.
Aquella noche iba ligero de instrumentos: sólo una pistola Colt de siete disparos, calibre 38, en una funda en el tobillo, que no era el arma que habría escogido si hubiese sabido que podía tener un enfrentamiento con aquellos policías. Menos mal que tenía un refuerzo entre los asientos, una carabina Quality Parts Shorty E-2, calibre 223, con un cargador de treinta proyectiles, punto de mira regulable y cañón cromado y terminado en un fosfato de manganeso que no brillaba de noche. A todos los efectos prácticos, era un equivalente de un M-16, y con él podía acribillar el coche de West al estilo de Bonnie and Clyde. Pasó una página y acarició más grandes ideas, disfrutando de la oscuridad.
En realidad West nunca se había visto en el trance de consolar a un miembro del género masculino. Muy raramente había necesidad de hacer tal cosa, y al carecer de precedente por el que guiarse utilizó el sentido común. Brazil escondía el rostro entre las manos. Ella sentía una lástima terrible por él. La situación le parecía de lo más desgraciada.
—La cosa tampoco está tan mal —continuó diciendo, y le dio unas palmaditas en el hombro—. Encontraremos una salida a esto, ¿de acuerdo?
Continuó con las palmaditas, pero al ver que aquello no causaba efecto se desanimó.
—Vamos, vamos —dijo. Le pasó el brazo alrededor de los hombros y lo atrajo hacia ella.
De repente Brazil estaba en su regazo y la ceñía por la cintura, agarrado a ella como un niño pequeño. Los accesos de calor de West fueron empeorando conforme se le aceleraban los pensamientos y aumentaba su nivel de hormonas. Él enterró el rostro en su regazo y se abrazó con fuerza, y a West se le despertó algo en su interior. Brazil sufría de una respuesta semejante y se incorporó pegado a su cuerpo, a su cuello, hasta encontrar su boca. Durante unos momentos estuvieron totalmente fuera de control y de órbita. Sus cerebros traumatizados entraron en estado de shock y permitieron que se expresaran otros instintos, pues la madre naturaleza trabajaba de esa manera para forzar a las parejas a procrear.
West y Brazil no habían llegado hasta el punto de preocuparse por qué clase de control de natalidad estaba más indicado para sus anatomías, necesidades, gustos, sistemas de creencias, elecciones personales, fantasías, placeres secretos o confianza en los informes de consumidores. Esta manera de comunicarse era nueva entre ellos y se tomaron su tiempo para demorarse en lugares sobre los cuales siempre habían querido indagar. Pero la realidad se impuso enseguida, y de pronto West se sentó muy erguida y miró por las ventanillas del coche patrulla, recordando que era una agente de servicio con un hombre en el regazo.
—Andy —dijo.
Él seguía ocupado.
—Andy —probó otra vez—. Andy, levántate. Estás encima de mi… de mi arma.
Intentó apartarlo sin el menor entusiasmo. No quería que se moviera de allí nunca más. El infierno estaba allí, y ella estaba acabada.
—Incorpórate —dijo, enjugándose el sudor del rostro una vez más—. Esto es incesto, pedofilia… —Respiró profundamente mientras él continuaba con lo que estaba haciendo.
—Tienes razón, tienes razón… —murmuró él sin la menor convicción, mientras exploraba las maravillas de la existencia de West de una manera que resultaba desconocida y abrumadora para ella.
Sería difícil de pronosticar con precisión adonde habría llegado aquello de no ser por la intervención de Bubba. No lejos de allí, en la interestatal 77, había un Holiday Inn Express que tenía piscina cubierta, cuarenta y dos canales de televisión por cable, prensa, llamadas locales gratis y desayunos continentales de cortesía. Posiblemente West y Brazil habrían terminado en una de aquellas habitaciones antes del amanecer y se habrían metido en problemas aún más graves a precio de saldo. Tal vez habrían dormido juntos y ahí era donde West siempre trazaba la raya. Una cosa era el sexo y otra dormir; ella no compartía la cama para esto último si no era con alguien de quien estuviera enamorada. Y eso significaba que no dormía con ningún ser vivo, salvo con
Niles.
Pero todas estas reflexiones se quedaron en nada cuando se produjo un violento golpeteo en el cristal de la ventanilla. Al asomarse, West se encontró ante la boca del cañón de un rifle-carabina que recordaba Bosnia, o tal vez Miami. West no llevaba puestas las gafas, pero el tipo blanco del rifle de asalto que había aparecido junto al coche patrulla le resultaba vagamente familiar.
—Siéntate muy despacio —dijo la mujer a Brazil.
—¿Para qué? —preguntó remiso.
—Fíate de mí.
Fue una suerte que los cristales estuvieran empañados. Bubba no alcanzaba a ver con detalle lo que sucedía dentro del Ford Crown Victoria azul marino, pero tenía una idea bastante aproximada. Aquello aumentaba su excitación, le hacía estar más seguro de que iba a cargarse a aquellos dos al final, después de hacerles algo realmente feo y malo. Si había dos cosas que Bubba no soportaba en la vida eran dos maricones follando y dos no maricones follando. Cuando veía a unos homosexuales que coqueteaban o se toqueteaban, a Bubba le entraban ganas de darles una buena paliza y dejarlos tirados en la cuneta, medio muertos. Cuando vio lo que creyó ver en aquel mismo instante en el coche patrulla, sintió casi el mismo impulso. La gente adinerada, importante o con una buena vida sexual, y en especial los que reunían las tres cosas a la vez, ponían a Bubba furioso de justa indignación. Su misión, estaba seguro, consistía en aniquilarlos en nombre de su país.
A West no la asustaba como a la mayoría de la gente el rifle de treinta balas, y su cerebro empezaba a urdir planes. Al parecer aquel cabrón era el tipo de la galería de tiro al que habían detenido por exhibicionista en Latta Park. Ya tenía una idea bastante acertada de por qué había encontrado pegamento en sus arbustos, y habría dado cualquier cosa para que Brazil no le hubiera reventado la nariz al tipo. En cualquier caso, West estaba dispuesta a la violencia. Cuando alguien apuntaba una pistola hacia ella, existía un verdadero mecanismo causa-efecto que se ponía en marcha rápidamente. Descolgó el micrófono y lo colocó junto a la cadera. Con la mano derecha pulsó las teclas y abrió la emisión a todo el tráfico radiofónico de la zona que alcanzaba. Encargados de los mensajes en las comisarías, agentes de patrulla, reporteros y delincuentes con radios sintonizadas con la frecuencia policial sólo podían oírla a ella. Bajó unos dedos el cristal de la ventanilla de su lado.
—Por favor, no dispare —dijo en voz alta.
Bubba quedó sorprendido y complacido ante su rápida sumisión.
—Abra las puertas —ordenó.
—Está bien, está bien. —West mantuvo el mismo tono de voz, alto y tenso—. Voy a quitar el seguro de las puertas muy despacio.
Por favor, no dispare. Por favor. Podemos resolver este asunto, ¿de acuerdo? Si empieza a disparar aquí, lo oirá todo el mundo en la parada de camiones 76 y eso no sería muy conveniente, ¿verdad?
Bubba ya había pensado en ello y sabía que la mujer tenía razón.
—Vais a subir los dos a mi camión. Vamos a dar un paseo.
—¿Por qué? —West insistió—. ¿Qué quiere de nosotros? No tenemos ningún problema con usted.
—¿Ah, no? —Agarró con más fuerza el rifle, encantado con el modo en que aquella zorra de uniforme se humillaba ante él, el gran Bubba—. ¿Y qué hay de la otra noche, cuando ese chapero de ahí me arreó en la nariz?
—Empezaste tú —le dijo Brazil, a él y a todos los que escuchaban el canal dos.
—Esto lo podemos arreglar —insistió West una vez más—. ¿No podríamos volver a Sunset y buscar algún sitio donde podamos hablar de esto? Todos esos camiones que entran aquí… Están mirando. Tú no quieres testigos, y éste no es buen lugar para resolver una disputa.
Bubba pensó que ya habían resuelto aquel punto. Lo que se proponía hacer era liquidarlos a tiros cerca del lago, lastrar los cuerpos con bloques de ladrillo macizos y hundirlos donde nadie los encontrara hasta que las tortugas de los cenagales hubieran devorado partes importantes para la identificación. Había oído decir que era lo que sucedía. Los cangrejos también eran terribles con los cadáveres, igual que los animales domésticos, sobre todo los gatos, si quedaban encerrados con sus dueños al morir éstos y se les terminaba la comida, y al final no les quedaba más remedio.
Mientras Bubba decidía, ocho coches patrulla de Charlotte con las luces destellantes conectadas avanzaban a toda prisa por la interestatal 77, a pocos minutos ya de la parada de camiones. Las armas estaban preparadas y en las manos. El helicóptero policial se elevaba del helipuerto de la azotea del LEC y los tiradores tomaban posiciones. También se había desplazado el equipo de intervención inmediata SWAT. El FBI había sido informado y varios agentes estaban a la espera por si se precisaban negociadores expertos en tomas de rehenes o en acciones terroristas, o la Unidad de Rescate de Rehenes o la de Asesinos en Serie de Niños Desaparecidos.
—Sal del coche —dijo Bubba.
En su imaginación no iba vestido con los pantalones cortos a cuadros, los calcetines altos blancos, los zapatos Hush Puppies y una camiseta blanca Fruit of the Loom que jamás había pasado por lejía. En su imaginación llevaba ropa militar de camuflaje, betún bajo los párpados, los cabellos en un corte a maquinilla y unos músculos sudorosos que se hinchaban al agarrar el arma y disponerse a anotar dos puntos más por su país y por los chicos del club de caza. Era Bubba. Conocía el rincón perfecto de terreno sin urbanizar junto al lago donde podría llevar a cabo su deber, después de hacer lo que quisiera con la mujer. «Toma esto —pensaría mientras estuviese dedicado a ello—. ¿Quién es el que manda ahora, zorra?»
Los coches de policía tomaron por Sunset East. Venían en fila de a uno, con las luces y los flashes conectados, formando una cola ordenada y destellante. En la parada de camiones, algunos transportistas que creían haber sido conductores de diligencia en una vida anterior habían perdido todo interés por los nachos al microondas, las hamburguesas con queso y la cerveza. Miraban por la cristalera y observaban lo que sucedía en el rincón del fondo del aparcamiento, mientras los destellos rojos y azules de las luces se colaban entre los árboles.
—Eso no puede ser un rifle, de ninguna manera —comentó Betsy sin dejar de mascar un Slim Jim.
—Sí, claro que lo es —replicó Al.
—Entonces debemos seguir adelante y prestar ayuda.
—¿Prestar ayuda? ¿A quién? —quiso saber Tex.
Todos reflexionaron sobre ello el tiempo suficiente como para que los coches de policía se acercaran más y que el sonido de las aspas del helicóptero apenas se pudiera percibir.
—Me parece que esto lo ha empezado Bubba.
—Entonces debemos ir a detenerlo.
—¿Has oído los comentarios sobre las armas que lleva encima?
—Bubba no disparará contra nosotros.
El argumento era discutible. Bubba presentía que unos ejércitos oscuros cerraban el cerco en torno a él y se impacientó.
—¡Salid ahora mismo o aprieto el gatillo —gritó, cargando otra bala en una recámara que ya tenía una.
—¡No dispare! —West levantó las manos y tomó nota de la doble carga que acababa de inutilizar el arma—. Voy a abrir la puerta, ¿de acuerdo?
Bubba apuntó el arma y gritó:
—¡Ahora mismo!
West se colocó ante la puerta del coche lo mejor que pudo y apoyó un pie en ella. Levantó el tirador y empujó con el pie con todas sus fuerzas al tiempo que ocho coches patrulla se presentaban rugiendo, con las sirenas desgarrando la noche violenta. Bubba recibió el impacto en pleno vientre y voló hacia atrás hasta caer de espaldas al suelo. El rifle salió despedido por el asfalto. West saltó del coche y se abalanzó sobre él antes de que los pies tocaran el suelo. No esperó a los refuerzos. Tampoco le importaba lo más mínimo que los conductores de los vehículos, grandullones y fornidos, salieran en tropel del local de la parada de camiones para echar una mano. Brazil saltó también, y entre los dos inmovilizaron a Bubba boca abajo sobre su oronda tripa y lo esposaron, resistiendo a la tentación de dejarlo medio muerto de una paliza.
—¡Maldito hijo de puta! —exclamó Brazil.
—¡Muévete y te vuelo la cabeza! —añadió West, apoyando la pistola en la nuca del grueso cuello de Bubba.
La policía se llevó a Bubba sin la colaboración de los camioneros, que volvieron a concentrar su atención en los bocadillos para el camino y en los cigarrillos. West y Brazil se quedaron sentados en silencio durante unos momentos dentro del coche patrulla.
—Siempre me has metido en problemas —dijo ella, poniendo marcha atrás.
—¡Eh! —protestó él—. ¿Adónde vas?
—Te llevo a casa.
—Ya no vivo allí.
—¿Desde cuándo? —West intentó disimular su sorpresa y su placer.
—Desde anteayer. Tengo un apartamento en Charlotte Woods, en Woodlawn.
—Entonces te llevaré allí —dijo ella.
—Tengo el coche aquí —le recordó el reportero.
—Y llevas toda la noche bebiendo —replicó ella mientras se colocaba el cinturón de seguridad—. Volveremos a buscar tu coche cuando estés sobrio.