El Avispero (33 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaca

BOOK: El Avispero
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Seth vio imágenes de su propia sangre y de sus propios humores y saboreó la reacción que tendría la Esposa Jefa cuando entrara en la habitación y lo encontrara encima de la cama, donde en aquel instante estaba sentado, con una cerveza en la mano y el revólver del 38 sobre los muslos. No podía apartar la vista del arma, cargada con un cartucho Remington +P. Durante horas, Seth se había dedicado de forma intermitente a hacer girar el tambor, mientras seguía
Amigos, El show de Mary Tyler Moore
y otras reposiciones, y a probar suerte. De momento, de un centenar aproximado de disparos, sólo había logrado suicidarse dos veces. ¿Cómo era posible? ¿No iba aquello contra la ley de las probabilidades? Según sus cálculos, el cartucho debería haberse disparado fatalmente veinte veces, por lo menos, ya que era un revólver de cinco disparos, y cien dividido entre cinco eran veinte.

Nunca había sido muy bueno en matemáticas. Nunca había sido brillante en nada, reflexionó. Todo el mundo estaría mejor sin él, incluidos los inútiles de sus hijos y su castrante esposa. Ella sería la más beneficiada cuando lo encontrara tumbado en la cama, con un tiro en la cabeza a través de una almohada, con sangre por todas partes. Muerto. Fin de la historia. Se acabó el problema. Se acabó llevar al gordito Seth a alguna parte y sentir vergüenza, cuando hombres más jóvenes la miraban todavía con ojos interesados. Él le enseñaría. Allí quedaría eso. El último capítulo de su vida la perseguiría el resto de sus días de personaje importante.

Hammer estaba completamente segura de que su marido no se atrevería nunca. Cuando había abierto el cajón del neceser y había visto que el revólver no estaba, a la jefa superior de policía de Charlotte se le había pasado por la cabeza desde luego que su esposo, deprimido y autodestructivo, quizá conociera el paradero del arma. ¿Para qué la querría? ¿Para autodefensa? Difícilmente. Seth rara vez se acordaba de conectar la alarma antirrobo. No le gustaba disparar y nunca había portado un arma, ni siquiera en Little Rock, donde era miembro de la Asociación Nacional del Rifle porque la mayoría de la gente pertenecía a ella. Al volante de su coche, Judy Hammer sacó sus conclusiones.

Aquel estúpido… ¿No sería aquélla su última y mayor venganza? El suicidio era un acto mezquino y furtivo, a menos que uno ya estuviera muriéndose y deseara un alivio más rápido de los dolores y de los achaques. A la gran mayoría de los suicidas les impulsaba el propósito de devolver alguna afrenta. Algunas de las notas más desagradables que Hammer había leído nunca eran los últimos comentarios de tales personas. Los suicidas no le merecían mucha compasión porque no conocía a nadie que de vez en cuando no encontrara algún tramo malo en las autopistas de la vida, o que no pasara apuros durante largos kilómetros solitarios en los que le venía a la cabeza que tal vez haría mejor saliéndose de la ruta y poniendo fin al viaje de una vez por todas. Hammer no era una excepción. Era muy consciente de sus propios impulsos destructivos de excesos en la comida y en la bebida, de rechazo del ejercicio físico, de holgazanería. Cuando se producían aquellos impulsos, ella se dominaba y continuaba adelante. Siempre escogía un carril mejor y recuperaba la salud. Ella no iba a matarse: era una persona responsable y la gente la necesitaba.

Entró en la casa sin saber qué encontraría. Cerró la puerta y conectó la alarma de nuevo. Oyó el televisor a todo volumen en el dormitorio de Seth, frente a la cocina. Por un instante la mujer titubeó, tentada de volver sobre sus pasos y marcharse, pero no podía hacerlo. De pronto, tuvo miedo. Se dirigió hacia el cuarto de baño para refrescarse, con el corazón lleno de malos presagios. Aunque era tarde no se cambió de ropa todavía ni se sirvió el habitual Dewar's. Si Seth lo había hecho, la casa se llenaría de gente en pocos minutos. No tenía sentido cambiarse de ropa ni que su aliento oliera a alcohol.

Judy Hammer rompió en sollozos.

Mientras repasaba el artículo, Brazil pensaba en el trato que había cerrado con Hammer. Todavía de uniforme y sentado ante el ordenador, sus dedos danzaban en el teclado y pasaban hojas de su bloc de notas. Incluyó un detalle increíble sobre la actuación del Asesino de la Viuda Negra aquella noche. Con una memoria fotográfica increíble, mostró lo que había en el interior del coche y describió el dinero ensangrentado, lo que habían hecho la policía y el forense, el olor que tenía la muerte violenta, y el aspecto y la sensación que producía. El artículo era muy gráfico y conmovedor, pero no incluía el nombre de la víctima. Brazil mantuvo su palabra.

Aquello le producía una gran tensión. El periodista que llevaba dentro gritaba que debía escribir la verdad, si estaba confirmada. Pero Brazil era una persona de honor. No podía traicionar a la policía. Se tranquilizó al pensar que ni Hammer ni West lo acosarían nunca. Brazil recibiría su informe al día siguiente, a las cinco de la tarde, y nadie se enteraría de ello —especialmente Webb— hasta que lo leyera en el
Observer
a la mañana siguiente.

Webb acababa de salir al aire para las noticias de las once cuando Hammer entró en el dormitorio de su marido. El corazón se le tranquilizó un poco al comprobar que no había sangre. Nada parecía fuera de lo normal. Seth estaba tumbado de costado, con la cabeza hundida en la almohada. La voz de Webb era inusualmente solemne; la noticia del día era el asesinato.

«… la revelación más sensacional en la tragedia de esta noche es que se cree que la víctima es el senador Ken Butler…»

Hammer se quedó de piedra, clavada ante el televisor. Seth se incorporó hasta quedar sentado en la cama, sobresaltado.

—¡Dios mío! —exclamó—. Pero si tomamos unas copas con él hace apenas un mes…

—¡Chist! —Hammer hizo callar a su autodestructivo marido.

«… y también en este caso tenía pintado en el cuerpo con spray el peculiar símbolo de un reloj de arena. Se cree que Butler recibió un disparo a quemarropa con una munición de punta hueca de alta velocidad conocida como Silvertips…»

Hammer cogió el teléfono móvil de la mesa situada junto a la cama de Seth, donde había tres latas de Miller Lite y un vaso de algo con aspecto de bourbon.

—¿Dónde está mi 38? —le preguntó mientras marcaba un número.

—No tengo ni idea.

Seth palpó el revólver que ocultaba entre las piernas. No era el lugar ideal para guardarlo, pero el arma se había acomodado sola cuando el hombre se quedó dormido.

«… las fuentes dicen que su maletín, la bolsa de viaje y la de guardar los trajes aparecieron desvalijados en el interior del Maxima de alquiler. Butler había recogido el vehículo de la Thrifty a las cinco y cuarto de esta tarde. Le faltaba el dinero, salvo unas monedas ensangrentadas que se han hallado bajo el cuerpo. Dinero ensangrentado, en la víctima número cinco del Asesino de la Viuda Negra…»

Webb puso un tono grave, cargado de trágica ironía.

Brazil estaba absorbiendo su dosis de sonido y furia en los talleres del periódico y por esa razón no se encontraba en su despacho para recibir la llamada de Hammer. Contempló los miles de ejemplares que pasaban a toda prisa en la cinta transportadora. Su titular de primera página tenía dos centímetros y medio de altura y estaba algo borroso, pero aun así alcanzaba a leerlo desde donde estaba.

DINERO ENSANGRENTADO. EL ASESINO DE LA VIUDA NEGRA SE COBRA LA QUINTA VÍCTIMA

No podía leer bien su firma, pero sabía que estaba allí. Los trabajadores dormitaban en las sillas a la espera de algún problema técnico. Brazil observó las bobinas de papel de prensa de una tonelada que surgían del piso inferior y eran transportadas despacio por carriles más allá de los barriles de alumbre líquido y de las cubas de tinta amarilla, roja, verde y azul. Unos tractores transportaban con un tintineo metálico unas bobinas que le recordaban rollos gigantes de papel higiénico. Se dirigió a la sala de correo, observó las partidas de periódicos ya atados y escuchó el sonoro traqueteo de la máquina de Muller Martini que introducía inserciones en los ejemplares mientras una cinta los transportaba hacia la máquina de contar. Por alguna razón le había abandonado el entusiasmo. Se sentía apático y también inquieto, de nuevo nocturno y todavía algo desconectado de una manera que no entendía.

Era un sentimiento enfermizo. Le dolía la cabeza, y cuando pensaba en aquel sanitario todo músculos que le hacía un guiño a West y que miraba a Hammer con lujuria en los ojos, se sentía tenso y lleno de rabia. Tenía miedo, la misma sensación de frío y de debilidad que asociaba con escapar por los pelos de un accidente de coche o de haber estado a punto de perder un partido de tenis. ¿Era posible que a ambas mujeres les gustara Raines, aquel pedazo de carne del equipo sanitario de la ambulancia, que debía de tener una cuenta bancaria mental casi vacía para pasar tanto tiempo haciendo ejercicio? A Brazil le habían llegado últimamente rumores sobre el desgraciado matrimonio de Hammer con un tipo gordo que no trabajaba en nada. Una mujer dinámica como ella tendría necesidades e impulsos. ¿Cómo podía estar seguro de que no le apetecería probar y de que no decidiría encontrarse con Raines en alguna parte?

Para la tranquilidad mental y para el desarrollo espiritual de Brazil necesitaba saber que Hammer había vuelto directamente a su casa. No podía confiar en ella a menos que supiera con certeza que no los traicionaría ni a él ni al mundo rebajándose tanto como para montárselo en secreto con Denny Raines. Brazil avanzó deprisa por Fourth Ward. Se quedó perplejo al ver una ambulancia aparcada delante de la casa de Hammer y el reluciente coche patrulla azul marino de la mujer en el camino privado de la casa. El corazón le golpeaba las costillas cuando aparcó a cierta distancia y contempló los vehículos con horror e incredulidad. ¡Cómo podía ser tan indiscreta…!

Un rapto de locura invadió la mente de Brazil, casi siempre sensata. Salió de su BMW y se dirigió a la casa de aquella mujer que adoraba pero con la que ya no volvería a intercambiar ni una palabra y en quien no volvería a pensar nunca más. Se proponía expresar sus indignados pensamientos, pero no habría violencia a menos que Raines la iniciara. Si era así, Brazil le pegaría un buen saque, un
smash
de los suyos, una volea definitiva. Intentó no pensar en el tamaño de Raines ni en que el sanitario no parecía un tipo que se asustara ante nada. Brazil empezaba a pensárselo mejor cuando se abrió la puerta de la casa de Hammer.

Raines y otro sanitario sacaban en una camilla con ruedas a un hombre maduro y obeso. La jefa Hammer los seguía, en aparente estado de shock, y Brazil se quedó perplejo y desconcertado en mitad de Pine Street. Hammer parecía angustiada mientras unas manos expertas cargaban a su marido en la ambulancia.

—¿Estás seguro de que no quieres que vaya contigo? —preguntó Hammer al gordo de la camilla.

—Sí, seguro. —El hombre sufría dolores y hablaba con dificultad, tal vez a consecuencia de lo que le estaban administrando gota a gota por vía intravenosa.

—Bueno, como tú desees.

—No quiero que ella venga —instruyó el gordo a Raines.

—No te preocupes. —Hammer parecía dolida cuando regresó a la casa.

Se detuvo en el vano de la puerta a observar cómo se alejaba la ambulancia. Entonces entrecerró los ojos y advirtió la presencia de Brazil, que la observaba desde la calle a oscuras. Lo reconoció y le vino todo a la memoria. ¡Oh, Dios, como si no tuviera suficientes problemas…!

—Intenté llamarte antes. Dame una oportunidad de explicarte… —le dijo desde la puerta.

Aquello le dejó a Brazil totalmente desconcertado.

—¿Cómo dice?

—Ven aquí. —Hammer le hizo un gesto fatigado.

Brazil tomó asiento en la mecedora del porche. Ella dio la luz y se sentó en los escalones, convencida de que el joven debía de pensar que era la más deshonesta burócrata que había conocido en su vida. Hammer sabía que aquélla podía ser la noche en que su controvertido proyecto de actuación policial comunitaria se fuera al carajo junto con todo lo demás.

—Andy —empezó a decir—, tienes que aceptar mi palabra de que no le he contado nada a nadie. Te juro que he mantenido mi promesa.

—¿Qué? —Brazil empezaba a tener una sensación muy desagradable—. ¿Qué promesa?

La jefa se dio cuenta de que el reportero no sabía nada.

—¿No has oído las noticias de esta noche?

—No, señora. ¿Qué noticias? —empezaba a sentirse excitado y alzaba la voz.

Hammer le contó lo del Canal 3 y la primicia que había dado Webb.

—¡Eso es imposible! —exclamó Brazil—. ¡Esos detalles son míos! ¿Cómo podría él saber lo del dinero ensangrentado, lo del trapo y demás? ¡Él no estaba allí!

—Andy, por favor, baja la voz.

Se encendieron algunas luces. Algunos perros se pusieron a ladrar. Hammer se puso en pie.

—No es justo. Yo he cumplido las normas. —Brazil se sentía como si su vida estuviese acabada—. Yo colaboro con usted, la ayudo tanto como puedo. Y en agradecimiento, me crucifican.

Al incorporarse, la mecedora, desocupada, se balanceó lentamente.

—No puedes dejar de hacer lo correcto sólo porque otros hagan cosas que están mal —dijo ella con la voz tranquila de la experiencia, y abrió la puerta que la devolvería al interior de su elegante hogar—. Hemos hecho algunas cosas bastante maravillosas, Andy. No debes permitir que esto las eche por tierra.

Cuando miró a Brazil, éste vio una expresión amable pero triste y sintió dolor en el corazón y una sensación rara en el estómago. Al devolverle la mirada estaba sudoroso y helado, y era incapaz de imaginar la influencia que una mujer así podría ejercer en sus hijos.

—¿Te encuentras bien? —A Hammer le parecía que estaba actuando de forma rara.

—No sé qué me pasa. —Brazil se pasó las manos por el rostro para enjugarse el sudor—. Es como si me hubiera querido poner enfermo. No es asunto mío, pero ¿se encuentra bien su marido?

—Una herida en masa muscular —respondió ella, cansada y deprimida de nuevo mientras las polillas pasaban revoloteando y entraban en la casa, donde pronto morirían debido al pesticida.

Los disparos accidentales rara vez se producían con los revólveres de doble acción. Pero cuando Hammer había pedido a Seth que le devolviera el 38, él se había mostrado irritable. Ya tenía suficiente con que aquella mujer lo mandara; la próxima vez seguro que acabaría cacheándolo y registrando el dormitorio. No había escapatoria. Por desgracia, ella había entrado sin darle tiempo a ocultar el arma en un lugar donde no la encontrase. Peor aún, Seth había estado durmiendo en una postura de borracho y se le había quedado la mano diestra entumecida. Además se había equivocado al mover esa mano hasta la entrepierna para recuperar el revólver. También había tenido mala suerte, puesto que para ser la única vez en que no quería que el cartucho quedara alineado con la aguja del percutor, así había sucedido, precisamente.

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