—Ha movido ese sucio caballo, por lo que veo.
—No tengo otra opción.
—Sí que la tiene —el profesor ríe entre dientes—. Pero no seré yo quien se la diga.
Tizón hace una señal al dueño del local, Paco Celis, que vigila desde la puerta de la cocina, y aquél envía a un camarero que rellena el pocillo del comisario y pone al lado un vaso de agua fresca. Concentrado en el juego, Barrull niega con la cabeza, alejando al mozo de la cafetera.
—Chúpese ésa —dice, avanzando un peón inesperado.
El comisario estudia el juego, incrédulo. Barrull tamborilea con los dedos sobre la mesa, impertinente, mirando a su adversario como si fuese a dispararle en el pecho a la primera oportunidad.
—Es jaque en la próxima jugada —resuelve a regañadientes Tizón.
—Y mate en la otra.
Suspira el vencido, recogiendo las piezas. Sonríe avieso el otro, dejándolo hacer. Vae Victis, dice. El gesto del comisario es adecuadamente resignado ante el regocijo del enemigo. Estoico por costumbre. Su contrincante suele destrozarlo en tres de cada cinco partidas.
—Es usted detestable, profesor.
—Llore, sí. Llore como mujer lo que no supo defender como hombre.
Termina Tizón de guardar las piezas negras y blancas dentro de la caja, semejantes a cadáveres en una fosa común esperando la paletada de cal viva. El tablero queda vacío, desierto como la arena de una playa con marea baja. La imagen de la muchacha asesinada vuelve a ocuparle el pensamiento. Metiendo dos dedos en un bolsillo, toca el plomo retorcido en tirabuzón que recogió junto al cadáver.
—Profesor...
—Diga.
Duda un poco más. Tan difícil es, concluye, concretar la sensación que lo desazona desde la venta del Cojo. Él arrodillado junto a la chica muerta. Rumor de mar cercano y huellas en la arena.
—Huellas en la arena —repite en voz alta.
Barrull ha borrado su sonrisa homicida. Vuelto a la normalidad, observa al policía con educada extrañeza.
—¿Perdón?
Todavía con los dedos dentro del bolsillo, tocando el fragmento metálico, Tizón hace un gesto ambiguo. Impotente.
—Lo cierto es que no sabría explicarlo mejor... Se trata de un jugador de ajedrez que mira un tablero vacío. Y huellas en la arena.
—Me toma el pelo —ríe el otro, ajustándose mejor los lentes—. Es un acertijo... Una adivinanza.
—En absoluto. Tablero y huellas, como digo.
—¿Y qué más?
—Nada más.
—¿Se trata de algo científico?
—No lo sé.
El profesor, que acaba de sacar del chaleco una cajita esmaltada de rapé, se detiene a medio abrirla.
—¿A qué tablero se refiere?
—Tampoco lo sé. A Cádiz, supongo. Y a la muchacha muerta en la playa.
—Mecachis, amigo mío —el otro aspira una pulgarada de tabaco molido—. Está usted misterioso esta tarde. ¿Cádiz es el tablero?
—Sí. O no... Bueno, lo es más o menos.
—Dígame cuáles son las piezas.
Tizón mira alrededor. Reflejo puntual de la vida en la ciudad asediada, el patio y las salas del establecimiento bullen de vecinos, comerciantes, ociosos, refugiados, estudiantes, clérigos, empleados, periodistas, militares y diputados de las Cortes que acaban de instalarse en Cádiz desde la isla de León. Hay veladores de mármol, mesas de madera y mimbre, sillas de rejilla, ceniceros, escupideras de cobre, unas pocas jarras de chocolate y mucho café, como es costumbre aquí: arrobas y arrobas de café molido en la cocina, servido muy caliente, que impregna el aire con su aroma, sobreponiéndose incluso al humo de tabaco que lo cubre y agrisa todo. El café del Correo lo frecuentan hombres —a las mujeres no se les permite la entrada, excepto en Carnaval— de toda procedencia y condición: alternan allí ropas raídas de emigrados sin recursos con otras a la moda, casacas viejas con disimulados remiendos, botas nuevas, suelas agujereadas, paño colorido de los voluntarios locales y vergonzantes uniformes, llenos de zurcidos, de oficiales de la Real Armada que llevan año y medio sin cobrar su paga. Unos y otros se saludan o ignoran agrupándose por afinidades, desdenes o intereses; charlan de mesa a mesa, discuten el contenido de los periódicos, juegan al billar o al ajedrez, matan el tiempo solos o en tertulia hablando de la guerra, de política, de mujeres, del precio del palo de tinte, el tabaco y el algodón, o del último libelo publicado, gracias a la reciente libertad de prensa —que muchos aplauden y no pocos denuestan—, contra Fulano, Mengano, Zutano y todo bicho viviente.
—No sé cuáles son las piezas —dice Tizón—. Ellos, imagino. Nosotros.
—¿Los franceses?
—Quizá. No descarto que tengan que ver con esto, también.
El profesor Barrull sigue confuso.
—¿Con qué?
—No sé decirle. Con lo que pasa.
—Pues claro que tienen que ver. Nos asedian ellos.
—No me refiero a eso.
Barrull lo observa ahora con atención, inclinado sobre la mesa. Al fin, con naturalidad, coge el vaso de agua que Tizón no ha tocado, y bebe despacio. Al terminar se enjuga los labios con el pañuelo que extrae de un bolsillo de la casaca, mira el tablero de ajedrez vacío y alza los ojos de nuevo. Se conocen lo suficiente para saber cuándo hablan en serio.
—Huellas en la arena —comenta, grave.
—Eso es.
—¿Puede precisar algo mis?... Ayudaría un poco.
Tizón mueve inseguro la cabeza.
—Es como si tuviese que ver con usted. Algo que hizo o dijo hace tiempo. Por eso se lo cuento.
—Vaya, querido amigo... ¡En realidad no me cuenta nada!
Un nuevo estampido, lejano esta vez, interrumpe las conversaciones. La detonación, amortiguada por la distancia y los edificios interpuestos, hace vibrar ligeramente los cristales en las ventanas del café.
—Ésa fue lejos —comenta alguien—. Hacia el puerto.
—Puercos gabachos —apunta otro.
Ahora es menos gente la que sale a la calle a curiosear. A poco, uno de los que vuelven cuenta que la bomba ha caído en las murallas por la parte de fuera, junto a la plataforma de la Cruz. Sin víctimas ni daños.
—Veré lo que puedo recordar —promete Barrull, poco convencido.
Rogelio Tizón se despide del profesor, coge sombrero y bastón y sale a la calle, donde la luz declina y el sol llega horizontal, tiñendo de rojo las torres encaladas de las azoteas. Aún hay vecinos en los balcones, mirando hacia el lugar donde cayó la última bomba. Una mujer de mala traza y olor a vino, que lo conoce, se aparta a su paso mientras murmura entre dientes. Viejos agravios. Haciendo como que no la oye, el comisario se aleja calle arriba.
Peones blancos y negros, intuye. Ésa es la trama. Con Cádiz como tablero.
Taxidermia no sólo significa disecar, sino también crear apariencia de vida. Consciente de ello, con la cinta de medir en la mano, el hombre de la bata gris y el delantal de hule adopta las precauciones necesarias; las que prescriben la ciencia v el arte. Con letra pequeña, apretada y pulcra, anota en un cuaderno cada resultado: longitud de oreja a oreja y de la cabeza a la cola. Después, con un compás, toma la distancia del ángulo interno al externo de cada ojo y anota el color de éstos, que es marrón oscuro. Cuando al fin cierra el cuaderno, mira alrededor y comprueba que empieza a escasear la luz que entra por la puerta vidriera multicolor, semiabierta, de la escalera que conduce a la terraza. De modo que enciende un quinqué de petróleo, coloca el globo de cristal y deja la llama alta, para que ilumine bien el cadáver del perro tendido sobre la mesa de mármol.
El momento es delicado. Mucho. Un mal comienzo puede malograrlo todo. Los pelos del animal se caerán con el tiempo, o cualquier larva o huevecillo de insecto escondido en el relleno de estopa, borra o heno de mar acabará arruinando el trabajo. Son los límites del arte. Algunas de las piezas que la luz del quinqué ilumina en el gabinete se han visto afeadas por el paso del tiempo: inexactitudes en la forma natural, estragos de la luz, el polvo o la humedad, cambios de color por exceso de tártaro y cal, o por usar barnices imperfectos. Son también los límites de la ciencia. Esas obras fallidas, pecados de juventud e inexperiencia, siguen ahí, sin embargo, como testigos o recordatorios de lo peligroso que en esta clase de asuntos, como en otros, es cometer errores: músculos contraídos que desfiguran la actitud propia de cada animal, posturas poco naturales, bocas o picos mal rematados, fallos en la disposición de la armazón interior, empleo inhábil de la aguja de ensalmar... Todo cuenta entre las paredes de este gabinete, donde la guerra y la situación de la ciudad hacen difícil trabajar como es debido. Resulta cada vez más complicado obtener nuevas piezas que valgan la pena, y no queda otro remedio que arreglárselas con lo que hay. A salto de mata. Improvisando piezas y recursos.
El taxidermista se acerca a un mueble negro situado entre la puerta abierta de la escalera que lleva a la terraza, una estufa y una vitrina desde la que un lince, una lechuza y un mono tití miran el gabinete con ojos inmóviles de pasta y vidrio. Allí elige, entre otros utensilios, unas pinzas de acero y un bisturí de mango de marfil. Con ellos en la mano vuelve a la mesa y se inclina sobre el animal: un perro joven de tamaño mediano, con una mancha blanca en el pecho que se repite en la frente. Hermosos colmillos. Un buen ejemplar en cuya piel intacta no ha dejado huella el veneno que lo mató. A la luz del quinqué, con mucho cuidado y pericia, el taxidermista le extrae los ojos por medio de las pinzas, corta el nervio óptico con el bisturí, y limpia y espolvorea las cuencas vacías con una mezcla de alumbre, tanino y jabón mineral que tiene dispuesta en un mortero. Luego rellena los huecos con bolas de algodón. Al cabo, tras comprobar que todo está bien, coloca el animal boca arriba sobre la mesa, tapa todos los agujeros del cuerpo con borra, le separa las patas y, haciendo un corte desde el esternón al vientre, empieza a desollarlo.
A un lado del gabinete, bajo una percha sujeta a la pared donde hay un faisán, un halcón y un quebrantahuesos disecados, la penumbra apenas permite ver un plano de la ciudad desplegado sobre una mesa de despacho: grande, impreso, con una escala doble anotada al pie en toesas francesas y en varas castellanas. Hay sobre él un compás, reglas y cartabones. El plano está cruzado por curiosas rectas a lápiz que se abren en abanico viniendo del este, y salpicado de cruces y círculos que lo señalan como una viruela siniestra. Se diría una telaraña que se extienda sobre la ciudad, donde cada punto y marca parecen insectos atrapados, o devorados.
Anochece despacio. Mientras el taxidermista corta la piel del perro a la luz del quinqué, separándola con cuidado de la carne y los huesos, por la escalera de la terraza se oye zureo de palomas.
Buenos días. Cómo está usted. Buenos días. Salude a su esposa de mi parte. Buenos días. Adiós, mucho gusto. Recuerdos a su familia. Innumerables diálogos rápidos y amables, sonrisas de conocidos, alguna conversación breve interesándose por la salud de una esposa, los estudios de un hijo o los negocios de un yerno. Lolita Palma camina entre los corrillos de gente que charla o mira los escaparates de los comercios. Calle Ancha de Cádiz, a media mañana. El corazón social de la ciudad, en todo lo suyo. Oficinas, agencias, cónsules, consignatarios. Es fácil distinguir a los gaditanos de los forasteros emigrados observando su actitud y conversación: éstos, inquilinos temporales de posadas de la calle Nueva, alojamientos de la calle Flamencos Borrachos y casas del barrio del Avemaría, pasean ante las vitrinas de las tiendas caras y las puertas de los cafés; mientras los otros, ocupados en comisiones y negocios, van y vienen atareados con carteras, papeles y periódicos. Unos hablan de campañas militares, movimientos estratégicos, derrotas e improbables victorias, y otros comentan el precio del paño de Nankín, el añil o el cacao, y la posibilidad de que los cigarros habanos suban más allá de 48 reales la libra. En cuanto a los diputados de las Cortes, a estas horas no pisan la calle. Están reunidos en el oratorio de San Felipe, a pocos pasos de aquí, atestada la galería de pueblo ocioso —el asedio francés tiene a muchos de brazos cruzados en la ciudad— y cuerpo diplomático inquieto por lo que allí se cuece, con el embajador inglés mandando informes a Londres en cada barco. No será hasta pasadas las dos de la tarde cuando los constituyentes salgan y se dispersen por fondas y cafés comentando las incidencias de la sesión de hoy, despellejándose mutuamente de paso, como suelen, según ideologías, filias y fobias: clérigos, seglares, conservadores, liberales, realistas, coriáceos carcamales, airados jóvenes radicales y demás especies, cada uno con su tertulia y periódico favoritos. España y sus provincias de ultramar, en miniatura. Varias de ellas insurrectas, por cierto, aprovechando la guerra.
Lolita Palma acaba de salir del comercio de modas de la plaza de San Antonio, frente al café de Apolo. Es aquélla la tienda más elegante de la ciudad —antes llamada La Moda de París y ahora, coyunturalmente, La Moda Española—, cuyos géneros y figurines son codiciados por señoras y señoritas de la mejor sociedad gaditana. Pese a ello, la propietaria de la firma Palma e Hijos no encarga allí sus vestidos, pues una costurera y una bordadora trabajan sobre patrones sencillos que dibuja ella misma, tomando ideas de revistas francesas e inglesas. Pasa por la tienda para estar al día y adquirir telas o complementos: la doncella que la sigue tres pasos atrás lleva dos cajas de cartón muy bien envueltas con seis pares de guantes, otros tantos de medias y unos encajes para ropa blanca.
—Vaya con Dios, Lolita.
—Buenos días. Salude a su señora esposa.
La vía principal es un vaivén de rostros a menudo conocidos, de cabezas masculinas que se destocan a su paso. Calle Ancha, a fin de cuentas. Pocas mujeres a esta hora. Eso atrae más las miradas masculinas. Cortesías y sombrerazos, amables inclinaciones de cabeza. Todos los que allí importan conocen a la mujer que gestiona con prudencia y buena mano, pese a su sexo más o menos débil, la empresa del abuelo y el padre difuntos. Cádiz de toda la vida: comercio indiano, barcos, inversiones, riesgos marítimos. No como otras señoras del comercio, en su mayor parte viudas, que se limitan a ejercer de prestamistas cobrando comisiones e intereses. Ella se arriesga, juega, pierde o gana. Da trabajo y hace ganar dinero. Capital desahogado y vida intachable. Decente. Solvencia, crédito y prestigio. Millón y medio de pesos como capital, calculado a ojo. Por lo menos. Una de los nuestros, sin duda. De las doce o quince familias que cuentan. Buena cabeza situada sobre unos hombros que, según dicen, son bonitos; sin que nadie pueda alardear de saberlo a tiro fijo. Todavía casadera a los treinta y dos, aunque ya se le pase el arroz.