—Oh, Max —exclamó—. ¿Qué voy a hacer contigo?
Él se agitó un poco al notar la mano de ella sobre su hombro. Levantó la mirada hacia su hermana.
—Hola, muchacha. ¿Va todo bien?
Ella se dirigió hacia las puertas de cristal y abrió las ventanas. La niebla seguía siendo muy espesa. Cerró las cortinas y regresó junto a su hermano.
—Voy a ir al cobertizo, Max. Ahora ya debe de estar cerca. Me refiero al avión.
—Muy bien, muchacha.
Shaw se cruzó de brazos y giró la cabeza, volviendo a cerrar los ojos, y ella abandonó todo intento por mantenerle despierto. Se dirigió al estudio y bajó apresuradamente las antenas de la radio, colocándolo todo en la caja. Al abrir la puerta delantera de la casa,
Nell
se escabulló, junto a ella, y ambos se dirigieron hacia el prado sur.
Permaneció junto al cobertizo, aguardando y escuchando. No se oía nada; la niebla parecía envolverlo todo. Entró y encendió la luz. Junto a la puerta había un banco de trabajo. Colocó la radio sobre él y volvió a extender las antenas, fijándolas a la pared y sujetándolas en viejos clavos oxidados. Se colocó los auriculares, encendió la frecuencia de voz tal como Devlin le había enseñado y escuchó inmediatamente la voz de Asa Vaughan.
—Halcón, ¿me recibe? Repito, ¿me recibe?
Eran las once cuarenta y cinco y el Lysander sólo estaba a unos ocho kilómetros de distancia. Lavinia se quedó de pie a la entrada del cobertizo, mirando hacia arriba, sosteniendo los auriculares con una mano contra la oreja izquierda. No se escuchó ningún otro sonido procedente del avión.
—Le recibo, Lysander. Le recibo.
—¿Cuáles son las condiciones en su nido? — pregunto la voz de Asa acompañada por crujidos de estática.
—Niebla espesa. Visibilidad, cincuenta metros. Ráfagas ocasionales de viento. Calculo una fuerza de cuatro a cinco. Sólo aclara la situación de forma intermitente.
—¿Ha colocado sus marcadores? —preguntó él.
Ella lo había olvidado por completo.
—Oh, Dios mío, no. Déme unos minutos.
Se quitó los auriculares, tomó la bolsa con las lámparas de bicicleta y echó a correr hacia el prado. Situó tres de las lámparas en forma de L invertida, con el cruce en el extremo por donde soplaba el viento. Encendió las lámparas de modo que los rayos se dirigieran hacia el cielo. Luego echó a correr hacia un punto situado a unos doscientos metros a lo largo del prado, seguida de cerca por
Nell
, y allí colocó otras tres lámparas.
Estaba jadeando con fuerza cuando regresó al cobertizo y tomó los auriculares y el micrófono.
—Aquí Halcón. Marcadores colocados.
Se quedó junto a la puerta del cobertizo, mirando hacia arriba. Pudo escuchar con claridad el sonido del motor del Lysander. Pareció pasar a pocos cientos de metros de distancia, para luego alejarse.
—Aquí Halcón — llamó—. Le escucho. Ha pasado directamente por encima.
—No puedo ver nada —replicó Asa—. Esto no está bien.
En ese momento, sir Maxwell Shaw apareció, surgiendo de la oscuridad. No llevaba puesto ni impermeable, ni sombrero, y estaba bastante borracho, ya que habló atropellada y entrecortadamente.
—Ah, estás ahí, muchacha, ¿va todo bien?
—No, las cosas no van bien.
—Seguiré volando en círculos —dijo Asa—. Por si acaso cambian las condiciones.
—Correcto. Permaneceré a la escucha.
Justo en las afueras de Ashford se produjo un accidente de circulación entre un gran camión de transporte y un vehículo privado. El camión desparramó su carga de patatas por la carretera. Devlin, agarrándose con impaciencia al volante, permaneció allí, haciendo cola durante quince angustiosos minutos, hasta que, finalmente, salió de la cola e hizo girar la camioneta.
—Ya es medianoche —le dijo a Steiner—. No podemos permitirnos permanecer más tiempo aquí parados. Encontraremos otro camino.
—Oh, parece que tenemos problemas, ¿no es así, señor Devlin? —preguntó Munro.
—No, viejo bribón, pero usted sí que los tendrá como no cierre el pico —le dijo Devlin, que giró en la siguiente carretera a la izquierda.
Ése fue, aproximadamente, el mismo momento en que Asa Vaughan hizo descender el Lysander, en su cuarto intento de aterrizaje. El tren de aterrizaje no era retráctil y llevaba luces de señalización fijas por encima de las ruedas. Las encendió, pero lo único que le mostraron fue la niebla.
—Halcón, es imposible. De este modo no voy a ninguna parte.
Por muy extraño que pudiera parecer, fue a Maxwell Shaw a quien se le ocurrió la solución.
—Necesita más luz —exclamó—. Mucha más luz, Quiero decir que podría ver la condenada casa si estuviera en llamas, ¿verdad?
—¡Dios mío! —exclamó Lavinia abalanzándose hacia el micrófono—. Aquí Halcón. Escuche atentamente. Soy piloto, así que sé de qué estoy hablando.
—La escucho —dijo Asa.
—Mi casa está a trescientos metros al sur del prado y en contra del viento. Voy a ir allí ahora y encenderé todas las luces.
—¿No es eso lo que se considera como llamar la atención? —preguntó Asa.
—No con esta niebla. Además, no hay ninguna otra casa en tres kilómetros a la redonda. Me marcho ahora. Buena suerte. —Dejó los auriculares y el micro—. Quédate aquí, Max. No tardaré mucho.
—Está bien, muchacha.
Echó a correr hacia la casa. Al llegar ante la puerta respiraba entrecortadamente. Lo primero que hizo fue subir la escalera; luego fue entrando en cada una de las habitaciones, incluso en los cuartos de baño, encendiendo todas las luces y abriendo las cortinas. Después, bajó a la planta baja e hizo lo mismo. Abandonó la casa con rapidez y a unos cincuenta metros
de
distancia, se detuvo y miró hacia atrás. La casa resplandecía con todas las luces encendidas,
Al regresar al cobertizo vio que Maxwell Shaw estaba bebiendo de un frasco de bolsillo que se había llevado consigo.
—Ese condenado lugar parece como un árbol de Navidad —le dijo él.
Lavinia le ignoró y tomó el micro.
—Bien, ya Jo he hecho. ¿Está eso mejor?
—Echaré un vistazo —dijo Asa.
Hizo descender el Lysander hasta los quinientos píes de altura, sintiéndose repentinamente abrumado por un extraño fatalismo,
—Qué demonios, Asa —se dijo con suavidad —. Si sobrevives a esta maldita guerra, sólo tendrás que pasar cincuenta años en Leavenworth, de modo que no tienes nada que perder.
Continuó el descenso y ahora la niebla quedó bañada por una especie de difuso resplandor. Un segundo más tarde pudo ver Shaw Place, con todas las ventanas encendidas. Siempre había sido un buen piloto pero en estos momentos sus reflejos actuaron de forma aún más extraordinaria al tirar hacia atrás de la palanca y elevarse por encima de la casa, sobre la que pasó a muy pocos pies de distancia. Y allá, al otro lado, estaban encendidas las luces del prado y hasta vio la puerta abierta del cobertizo.
El Lysander aterrizó perfectamente, giró y se dirigió hacia el cobertizo, Lavinia abrió del todo las puertas, observada por su hermano, y luego le hizo gestos a Asa para que entrara. Asa cerró el contacto del motor, se quitó el casco de vuelo y bajó del aparato.
—Yo diría que eso fue un poco por los pelos —dijo ella tendiéndole la mano—. Soy Lavinia Shaw, y éste es mi hermano Maxwell.
—Asa Vaughan, Realmente, le debo un gran favor.
—No ha sido nada. Yo también soy piloto y antes solía volai en un Tiger Moth desde aquí.
—Santo cielo, este tipo habla como un condenado yanqui —exclamó Maxwell Shaw.
—Bueno, el caso es que crecí allí —dijo Asa. Se volvió a mirar a Lavinia y preguntó—: ¿Dónde están los otros?
—No ha habido señales del mayor Conlon. Hay niebla a lo largo de todo el trayecto, desde Londres hasta la costa. Me imagino que se habrán visto retrasados.
—Muy bien —asintió Asa—, enviemos ahora mismo un mensaje a Chernay comunicándoles que he conseguido aterrizar enterito.
En la sala de radio de Chernay, Schellenberg se sentía desesperado, pues los informes meteorológicos de la RAF captados desde Cherburgo indicaban lo imposible que era la situación. En ese momento, Leber, que estaba sentado ante la radio, con los auriculares puestos, se puso frenéticamente en movimiento.
—Es Halcón, general. —Escuchó con atención, escribiendo furiosamente en su libreta. Un instante más tarde, arrancó la hoja y se la tendió a Schellenberg—. Lo ha conseguido, general, ha conseguido aterrizar con ese maravilloso cacharro.
—Sí —asintió Schellenberg—, ciertamente lo ha hecho, pero sus pasajeros no estaban esperándole.
—Ha dicho que se han retrasado a causa de la niebla, general.
—Esperemos que haya sido así. Dígale que permaneceremos a la escucha.
Leber envió el mensaje con rapidez y luego se quitó los auriculares, dejándolos colgados del cuello.
—¿Por qué no va a descansar durante un buen rato, general? Yo me quedaré aquí, a la escucha.
—Lo que voy a hacer es tomar una ducha y refrescarme un poco —le dijo Schellenberg—, Luego, tomaremos café juntos, sargento de vuelo. Se volvió y caminó hacia la puerta. —Después de todo, no hay prisa —comentó Leber—. No podrá traer el Lysander hasta aquí a menos que mejore el tiempo.
—Bueno, no pensemos en eso ahora —dijo Schellenberg saliendo de la sala de radio.
En Shaw Place, Asa ayudó a Lavinia a apagar las luces, yendo de una habitación a otra. Shaw se dejó caer en su sillón, junto al fuego, con los ojos vidriosos, ya muy lejos de todo.
—¿Se pone así muy a menudo? — preguntó Asa. Ella dejó abiertas las puertas de cristal, pero corrió las cortinas.
—Mi hermano no es un hombre feliz. Lo siento, pero no le he preguntado cuál es su rango. —Capitán —contestó él.
—Bien, capitán, digamos que la bebida ayuda un poco. Venga a la cocina. Le prepararé algo de té o café, como prefiera.
—Si puedo elegir, prefiero café. Se sentó en el borde de la mesa, fumando un cigarrillo, mientras ella preparaba el café. Asa estaba muy elegante con su uniforme de las SS y Lavinia era muy consciente de ello. Asa se quitó la chaqueta de vuelo y ella observó el nombre bordado en la manga de la guerrera.
—¡Santo cielo! — exclamó—. ¿La legión George Washington? No sabía que existiera nada igual. Mi hermano tenía razón. Es usted estadounidense.
—Espero que eso no vaya en contra mía —dijo él.
—No se lo tendremos en cuenta, maravilloso bastardo yanqui. —Asa se giró con rapidez en el instante en que Liam Devlin entraba por las puertas cristaleras y fe rodeaba con sus brazos—. ¿Cómo diablos ha logrado aterrizar en medio de esa niebla, hijo? Nosotros hemos tardado mucho en llegar aquí por carretera, desde Londres.
—Supongo que será cuestión de genio —dijo Asa con modestia.
Munro apareció por detrás de Devlin, todavía con las muñecas atadas y la bufanda atada alrededor de los ojos. Steiner estaba a su lado.
—El coronel Kurt Steiner, el objetivo del ejercicio, ha añadido un poco de equipaje extra que hemos encontrado en el camino —explicó Devlin.
—Coronel, es un placer —dijo Asa estrechándole la mano a Steiner.
—¿Por qué no vamos todos al salón y tomamos una taza de café? —sugirió Lavinia—. Acabo de hacerlo.
—Una idea encantadora —dijo Munro.
—Lo que le guste y lo que consiga son dos cosas bien diferentes, brigadier —le dijo Devlin—. De todos modos, si ya está hecho no le hará ningún daño. Cinco minutos más y ya nos habremos marchado.
—Yo no estaría tan seguro. Tendré que comprobar cuál es la situación en Chernay —le dijo Asa al tiempo que se dirigían al salón—. Cuando me marché, el tiempo era allí tan malo como lo es aquí.
—Sólo nos faltaba eso —dijo Devlin. Ya en el salón empujó a Munro hasta sentarlo en un sillón junto a la chimenea y miró a Maxwell Shaw con asco—. Por Cristo, si se encendiera una cerilla cerca de él se prendería fuego.
—Realmente, ha pillado una buena —dijo Asa.
Shaw despertó y abrió los ojos.
—¿Qué pasa, eh? —Enfocó la mirada sobre Devlin—. ¿Conlon, es usted?
—El mismo de siempre —contestó Devlin.
Shaw se irguió en el sillón y miró a Munro.
—¿Y quién diablos es éste? ¿Por qué le han puesto esa estúpida cosa alrededor de los ojos? —Antes de que nadie pudiera evitarlo, se inclinó hacia delante y le arrancó la bufanda a Munro, quien sacudió la cabeza, parpadeando ante la luz. Shaw se lo quedó mirando y dijo —: Yo a usted le conozco, ¿verdad?
—Debería conocerme, señor —contestó Dougal Munro—. Hace años que ambos somos miembros del Club del Ejército y la Marina.
—Pues claro —asintió Shaw estúpidamente—. Ya decía yo que le conocía.
—Esto lo ha estropeado todo, brigadier —le dijo Devlin—. Tenía intenciones de dejarle en alguna parte, entre las marismas, antes de emprender nuestro viaje de regreso a casa, pero ahora ya sabe quiénes son estas personas.
—Lo que significa que sólo le quedan dos alternativas, o matarme, o llevarme con ustedes.
—¿Hay espacio, capitán? —preguntó Steiner.
—Oh, claro, nos las arreglaremos —contestó Asa.
—En ese caso, depende de usted, señor Devlin —dijo Steiner volviéndose a mirar al irlandés.
—No importa, amigo mío, estoy seguro de que sus amos nazis pagarán muy bien por mí —comentó Munro.
—Aún no he tenido la oportunidad de informarles de cómo están las cosas en el otro lado —dijo Asa—. Y será mejor que lo sepan ahora, porque, si regresamos enteros, todos nosotros vamos a vernos metidos en un buen lío.
—Entonces, será mejor que nos lo cuente —dijo Steiner.
Y así lo hizo Asa.
La niebla seguía muy espesa mientras todos ellos estaban de pie, en el cobertizo, alrededor de la radio, con Lavinia garabateando unas notas en el bloc que tenía ante ella. Le entregó el mensaje a Asa, quien lo leyó y luego se lo pasó a Devlin.
—Sugieren que retrasemos el despegue durante una hora más. Se ha producido un leve cambio de la situación en Chernay que podría mejorar en ese lapso.
—Parece que no tenemos otra alternativa —dijo Devlin mirando a Steiner.
—Bueno, no puedo afirmar que lo sienta por ustedes —comentó Munro volviéndose a mirar a Lavinia con una sonrisa devastadoramente encantadora—. Me estaba preguntando, querida, ¿cree que al volver a la casa podré tomar esta vez un poco de té?
Shaw estaba espatarrado sobre el sillón, junto al fuego, dormido. Munro estaba sentado frente a él, con las muñecas todavía atadas. Asa se hallaba en la cocina, ayudando a Lavinia.