El águila emprende el vuelo (16 page)

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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

BOOK: El águila emprende el vuelo
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—Desde luego, general —asintió Koenig.

—Disfrute mientras pueda —añadió Schellenberg mirando a Asa—. Le he pedido ala Luftwaffe que nos preste un Fieseler Stork. Volaremos a Chernay y mañana mismo inspeccionaremos el campo de aterrizaje. Mientras estamos allí también me gustaría echarle un vistazo a ese
cháteau
de Belle Ile.

—¿Y quiere que sea yo el que pilote?

—No se preocupe, hijo —le dijo Devlin cuando Schellenberg ya se marchaba—. Tenemos toda nuestra confianza depositada en usted.

En Londres, Dougal Munro se encontraba trabajando en su mesa de despacho cuando entró Jack Cárter.

—¿Qué hay, Jack?

—He recibido un informe médico de la hermana María Palmer, señor. Es sobre Steiner.

—¿Y cuál es la opinión de la hermana?

—Todavía no está recuperado del todo. Queda una infección residual. Me pidió que la ayudara a conseguir algo de ese nuevo medicamento maravilloso, la penicilina. Al parecer, lo cura todo, pero hay muy poco suministro.

—Entonces, consígasela, Jack, consígala.

—Muy bien, señor. Estoy seguro de que podré hacerlo.

Ya en la puerta, vaciló antes de salir, y Munro preguntó con impaciencia:

—Por el amor de Dios, ¿qué ocurre ahora, Jack? Estoy metido en el trabajo hasta las orejas, y entre mis preocupaciones no es la más pequeña una reunión que debe celebrarse a las tres en el cuartel general del estado mayor de las fuerzas aliadas, presidida por el propio general Eisenhower.

—Bueno, se trata del asunto Steiner, señor. Quiero decir que ya lo tenemos donde queríamos, instalado en el priorato. ¿Qué sucederá ahora?

—Liam Devlin, si es a él a quien eligen finalmente para realizar el trabajo, no va a lanzarse en paracaídas mañana por la noche, para caer en el patio del priorato de St. Mary, y, si lo hiciera así, ¿qué? La única forma que tendríamos de vigilar mejor a Steiner sería acostándolo con un policía militar, y eso no serviría de nada.

—Entonces, ¿nos limitamos a esperar, señor?

—Pues claro que sí. Si ellos intentan hacer algo, necesitarán semanas para organizado, pero eso no importa. Después de todo, tenemos a Vargas en el bolsillo. Si ocurre cualquier cosa, seremos los primeros en saberlo.

—Muy bien, señor.

Cuando Cárter abrió la puerta, Munro añadió:

—Disponemos de todo el tiempo del mundo, Jack. Lo mismo que Steiner.

Aquella noche, cuando Steiner entró en la capilla lo hizo escoltado por el teniente Benson y un cabo de la policía. La capilla estaba fría y húmeda, con un aspecto un tanto fantasmagórico debido a las velas encendidas en el altar y la luz roja de la lámpara del sagrario. Instintivamente, introdujo las puntas de los dedos en el agua bendita, como una especie de regresión a su niñez, avanzó y se sentó en el extremo de un banco, junto a dos monjas, dispuesto a esperar su turno. La madre superiora salió del confesionario, le sonrió al verle y pasó de largo. Una de las monjas entró. AI cabo de un rato salió y fue sustituida por la otra.

Cuando le llegó el turno, Steiner entró y se arrodilló; la oscuridad le pareció sorprendentemente reconfortante. Vaciló, sin saber qué decir, pero el fantasma de la niñez volvió a surgir y dijo casi automáticamente:

—Bendígame, padre.

El padre Martin se dio cuenta en seguida de quién se trataba.

—Que el Señor Jesús te bendiga y te ayude a confesar tus pecados.

—Maldita sea, padre —explotó Steiner de pronto—. Ni siquiera sé por qué estoy aquí. Quizá sólo quería salir de aquella habitación.

—Oh, estoy seguro de que Dios te perdonará por eso, hijo. —Steiner sintió el loco deseo de echarse a reír. El anciano añadió—: ¿Hay algo que quieras decirme? ¿Alguna cosa?

Y de repente, sin premeditación, Steiner se encontró diciendo:

—Mi padre…, mataron a mi padre y lo colgaron de un garfio como si fuera un trozo de carne.

—¿Quién hizo eso, hijo mío?

—La Gestapo…, la maldita Gestapo. —Steiner apenas si podía respirar, y sentía la garganta seca y los ojos calientes—. Odio, eso es lo que siento, y sed de venganza. Deseo vengarme. Pero ¿de qué le sirve eso a un hombre como usted, padre? ¿Acaso no soy culpable de un gran pecado?

—Que nuestro Señor Jesucristo te absuelva —dijo el padre Martin con voz serena—, y yo, por su autoridad, te absuelvo de todos tus pecados, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo amén.

—Pero padre, no ha comprendido —dijo Kurt Steiner—. Yo ya no puedo rezar.

—Está bien, hijo mío —le dijo el padre Martin—.. Yo rezaré por ti.

7

El vuelo desde Berlín hasta Cap de la Hague duró poco más de tres horas. Asa trazó un rumbo que les llevó sobre partes de Holanda, Bélgica y luego Francia. Se acercaron a Chernay desde el mar. Era un pequeño lugar de aspecto desolador. Allí no había ni siquiera torre de control, sino sólo una pista de hierba, con una manga cónica a modo de veleta en un extremo, tres viejos hangares de antes de la guerra y varias cabañas que parecían un añadido hecho por la Luftwaffe. También había una bomba de combustible.

Asa se dirigió a ellos por la radio.

—Aquí el Stork esperado desde Gatow.

—Control de Chernay —dijo una voz—. Concedido permiso para aterrizar. Viento del sudeste, fuerza tres a cuatro y refrescando.

—Parece que éste se lo toma en serio —comentó Asa por encima del hombro—. Bien, allá vamos.

Hizo un aterrizaje perfecto y dirigió el aparato hacia los hangares, donde había esperando media docena de hombres, con monos de la Luftwaffe. Cuando Schellenberg y Devlin descendieron, un sargento apareció por la puerta de la cabaña de la que sobresalía una antena de radio, y corrió hacia ellos.

Vio en seguida el uniforme de Schellenberg y se cuadró entrechocando los talones. —General.

—¿Cómo se llama?

—Leber, general. Sargento de vuelo.

—¿Y está al mando de aquí?

—Sí, general.

—Lea esto —le ordenó Schellenberg mostrándole la directiva del Führer—. Ahora, usted y sus hombres están bajo mi mando. Es una cuestión de la máxima importancia para el Reich.

Leber volvió a entrechocar los talones y devolvió la hoja de papel, ha sus órdenes, general.

—El
Hauptsturmfübrer
Vaughan tendrá que realizar un vuelo peligroso y altamente secreto a través del canal de la Mancha. El avión que empleará para ello no es un modelo habitual. Lo verá con sus propios ojos cuando lo entreguen.

—¿Y nuestras obligaciones, general?

—Le informaré más tarde. ¿Funciona bien su equipo receptor de radio?

—Oh, sí, general. Es lo mejor que tiene la Luftwaffe. A veces, los aviones que regresan cruzando el canal se pierden. Tenemos que ser capaces de hablar con ellos en caso necesario.

—Bien —asintió Schellenberg—. ¿Conoce usted por casualidad un lugar llamado
cháteau
de Belle Ile? Según el mapa se encuentra situado a poco menos de cincuenta kilómetros de aquí, en la dirección de Carentan.

—Me temo que no lo conozco, general.

—No importa. Ya nos las arreglaremos. Y ahora, encuéntrenos un
Kubelioagen
.

—Desde luego, general. ¿Me permite preguntar si pasarán aquí la noche?

Schellenberg se volvió a contemplar el lugar tan desolado en que se encontraban.

—Preferiría no tener que hacerlo, sargento, pero nunca se sabe. Vuelva a repostar el Stork y déjelo preparado para el vuelo de regreso.

—Jesús —dijo Devlin cuando Leber les condujo hasta un vehículo de campaña aparcado junto a la caseta de radio—. ¿Qué les parece este lugar? Menudo puesto piojoso. Me pregunto cómo habrán podido montarlo.

—Esto es mejor que Rusia —le dijo Asa Vaughan.

Asa condujo, con Devlin sentado a su lado y Schellenberg detrás, llevando un mapa extendido sobre las rodillas.

—Aquí está. La carretera situada al sur de Cherburgo se dirige hacia Carentan. Está por ahí, en alguna parte de la costa.

—¿No habría tenido más sentido aterrizar en la base de la Luftwaffe, en Cherburgo? —quiso saber Asa.

—¿Como hará el Führer cuando llegue? —replicó Schellenberg sacudiendo la cabeza con un gesto negativo—. Prefiero no asomar demasiado la cabeza por el momento. No necesitamos pasar por Cherburgo.

Al sur hay una verdadera red de carreteras comarcales que atraviesan la zona hasta la costa. Cuarenta y cinco kilómetros, cincuenta como mucho.

—De todos modos, ¿cuál es el propósito de este pequeño viaje? —le preguntó Devlin.

—Ese lugar, Belle Ile, me intriga. Me gustaría ver lo que tenemos allí, ya que estamos en las cercanías. Luego se encogió de hombros, y Devlin preguntó:

—Me estaba preguntando…, ¿sabe el
Reichsführer
que estamos aquí?

—Está enterado de nuestro vuelo a Chernay, o lo estará pronto. Le gusta recibir informes con regularidad.

—Ah, sí general, eso es una cosa, pero ese otro lugar, Belle Ile, podría ser otra.

—Ya lo puede asegurar, señor Devlin.

—Santa madre de Dios, qué zorro es usted —dijo Devlin—. Siento lástima del cazador cuando esté usted por los alrededores.

Muchas de las carreteras comarcales eran tan estrechas que dos vehículos no habrían podido pasar juntos, pero al cabo de media hora se cruzaron con la carretera principal que iba hacia el sur, desde Cherburgo a Carentan. Fue aquí donde Schellenberg tuvo problemas con el mapa; posteriormente, tuvieron un golpe de suerte y vieron un cartel al lado de la carretera, en las afueras del pueblo de St. Aubin, en el que se indicaba el 12° Destacamento Paracaidista. Por detrás de los árboles se observaban una serie de edificios bajos.

—Probemos por aquí —dijo Schellenberg, y Asa salió de la carretera.

Los hombres que encontraron en el patio de la granja eran todos paracaidistas, tipos duros y jóvenes, que habían envejecido antes de tiempo, con el cabello muy corto. La mayoría de ellos llevaban uniformes de camuflaje y botas de salto. Unos cuantos estaban sentados en bancos, contra la pared, limpiando sus armas. Un par trabajaba arreglando el motor de un transporte blindado de tropas. Levantaron la mirada con curiosidad al ver llegar el
Kubelwagen
, y se irguieron y levantaron en cuanto vieron el uniforme de Schellenberg.

—Está bien —dijo él—, continúen con lo que estaban haciendo.

Un joven capitán salió de la granja. Tenía la Cruz de Hierro de primera y de segunda clase, los distintivos de haber participado en Creta y con el Afrika Korps. También tenía una cinta de Guerra de Invierno. Un joven fornido, de aspecto duro.

—¿Está usted al mando de esto? —preguntó Schellenberg.

—Sí, general. Capitán Erich Kramer. ¿En qué puedo ayudarle?

—Andamos buscando un lugar llamado
cháteau
de Belle Ile —le dijo Schellenberg—. ¿Lo conoce?

—Muy bien. Está situado a unos quince kilómetros de aquí, hacia el este, junto a la costa. Permítame mostrárselo en mi mapa de campaña.

Le siguieron y entraron en la granja. El salón había sido acondicionado como un puesto de mando, con radio y mapas a gran escala sujetos a la pared. La carretera que conducía a Belle Ile estaba perfectamente indicada.

—Excelente —dijo Schellenberg—. Dígame algo: ¿con qué propósito se halla estacionada aquí su unidad?

—En misión de seguridad, general. Patrullamos la zona y tratamos de mantener a raya a la Resistencia francesa.

—¿Les plantean muchos problemas?

—En realidad, no —contestó Kramer echándose a reír—. En esta unidad sólo me quedan treinta y cinco hombres. Tuvimos suerte de poder salir de Stalin— grado a tiempo. Esto es una especie de cura de descanso para nosotros.

Salieron al exterior y, al regresar al coche, Devlin dijo:

—Creta y el Afrika Korps, por lo que veo, además de Stalingrado. ¿Conoció usted a Steiner?

Hasta los hombres que estaban limpiando las armas levantaron las cabezas al oír mencionar el nombre.

—¿El coronel Kurt Steiner? —preguntó Kramer—. ¿Quién no lo conoce en nuestras unidades? Es una leyenda en el regimiento paracaidista.

—¿Quiere decir que lo conoce personalmente?

—Lo he visto en varias ocasiones. ¿Y usted, lo conoce?

—Desde luego que sí. —Hemos oído rumores de que ha muerto —dijo Kramer.

—Ah, no deben ustedes creer todo lo que se diga por ahí —le dijo Devlin.

—Capitán —se despidió Schellenberg devolviéndole el saludo cuando Asa condujo el coche, alejándose.

—Santo Dios —dijo Devlin—, a veces me pregunto por qué Steiner no se abre paso de regreso a través del canal, caminando sobre las aguas.

Belle Ile era realmente espectacular, un castillo coronando una colina junto al mar, con un vasto estuario extendiéndose delante, y la orilla cubierta de arena allí donde se había retirado la marea. Asa dirigió el vehículo hacia la única carretera que serpenteaba hasta el castillo. Había un estrecho puente que salvaba un foso, aunque más bien parecía una garganta. Dos grandes puertas permanecían abiertas en una entrada en forma de arco; desembocaron en un patio interno empedrado. Asa frenó a los pies de unos amplios escalones que conducían a la entrada principal, con muros y torres elevándose por encima de ellos.

Bajaron del vehículo; Schellenberg dirigía la marcha. La puerta era de roble, algo combada por la edad y reforzada con cerrojos de hierro oxidado y bandas de acero. A su lado había una campana, que colgaba del muro. Schellenberg tiró de la cadena y el tintineo arrancó ecos en todo el patio, rebotando en las paredes.

—Jesús —exclamó Devlin—. Todo lo que necesitamos ahora es un Quasimodo.

Un momento más tarde la puerta se abrió con un crujido y el Quasimodo apareció allí mismo, o alguien muy similar. Se trataba de un hombre muy viejo, con el cabello gris cayéndole hasta los hombros, un frac negro de terciopelo que había conocido mejores tiempos y un par de gastados pantalones de pana, del mismo tipo que llevaban los campesinos de la granja.

Tenía el rostro lleno de arrugas, y necesitaba un buen afeitado.

—¿Sí,
messteurs
? —dijo en francés—. ¿En qué puedo servirles?

—¿Es usted quien está al cuidado de esto? —preguntó Schellenberg.

—Sí,
monsieur
. Pierre Dissard.

—¿Vive usted aquí, con su esposa?

—Cuando ella está aquí, sí,
monsieur
. En estos momentos está con su sobrina, en Cherburgo.

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