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Authors: Mike Lee Dan Abnett

Devorador de almas (32 page)

BOOK: Devorador de almas
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Cuarenta metros. Treinta. Malus pudo ver con claridad las facciones del hombre. Le resultó familiar. ¿Sería uno de los antiguos miembros de la guardia personal de su padre?

Veinte metros. La expresión del hombre pasó de la altanera brutalidad a la sorpresa más absoluta. Sus ojos se fijaron en Malus y, de repente, éste reconoció en él a uno de los conspiradores que habían puesto dinero para tratar de apresarlo el verano anterior. El aristócrata lanzó un grito de sorpresa y rabia, y Malus le respondió con una risa ávida de sangre. Alzó su espada, en cuyo filo se reflejó la luz del atardecer.

—¡A la carga! —ordenó, y mil caballeros respondieron a su llamada conmoviendo el aire con sus gritos de batalla.

Rencor
se lanzó a una ansiosa carrera, saludando con voraces gruñidos a los caballos del enemigo. Las monturas de la caballería relincharon y piafaron al ver a las bestias que se lanzaban sobre ellos, y el caos se extendió como el fuego por las filas enemigas. El aristócrata, al ver la muerte tan próxima, echó mano a su espada y clavó las espuelas en los costados de su caballo, atacando de frente a las arrolladoras tropas naggoritas.

De haber estado mejor preparado y de haber tenido su caballo más espacio para tomar impulso, podría haber conseguido atacar con fuerza y presentar un blanco más difícil; pero a Malus le habría dado lo mismo que se estuviera quieto.
Rencor
pasó corriendo junto a los chillidos del caballo, con las fauces ya preparadas para otro, y Malus describió un arco breve y preciso con su espada, dejando que el peso de nauglir y jinete fuera la principal fuente impulsora del golpe que superó con facilidad la parada del aristócrata, le levantó limpiamente la tapa de los sesos y provocó una efusión de sangre y masa cerebral.

Malus desembarazó rápidamente su espada y se dispuso a lanzar un golpe descendente sobre el jinete que lo pasaba por la izquierda. Su espada alcanzó de refilón el espaldarón izquierdo del hombre, y Malus recibió, a su vez, un golpe en el brazo del mismo lado. Entonces,
Rencor
se lanzó de cabeza sobre un caballo de guerra muerto que se encontró delante, y Malus tuvo que limitarse a mantenerse en la silla mientras el nauglir despedazaba de una dentellada el cuello musculoso del animal.

Una lanza salida de quién sabe dónde impactó directamente sobre el espaldarón derecho del noble y se desvió hacia un lado. La presa de
Rencor
cayó al suelo en un revoltijo de sangre caliente, y el jinete trató de apartarse con una voltereta entre gritos de furia. El nauglir atacó, entonces, al hombre, cerrando las fauces sobre su cadera. Se oyó el crujido de los huesos cuando levantó a su sangrante víctima por los aires.

—¡Vamos,
Rencor
¡Vamos! —gritó Malus, clavando los talones en los flancos de la bestia y haciendo que se metiera de lleno en el combate.

La carga del caballero había actuado como el impacto de una maza sobre un cristal, y había hecho que la caballería enemiga se dispersara en todas direcciones. Los caballos, presas del pánico, salieron desbocados por entre las ruinas, pisoteando a los sorprendidos lanceros que trataban de reorganizar su formación ante la repentina amenaza que les llegaba por la retaguardia. Proyectiles de ballesta atravesaban el aire con su silbido, y lo mismo hacían blanco en enemigos que en amigos.

El olor a sangre y a visceras abiertas se esparció en el aire y los oídos de Malus sufrieron el embate de una oleada de gritos y alaridos mezclados con el batir del acero.

Un jinete enemigo cargó contra Malus por la derecha, apuntando con su lanza al pecho del noble. Con un grito levantó la espada y paró el impulso del golpe del hombre, cuya arma se desvió hacia la derecha. El jinete druchii lanzó un juramento y tiró de las riendas, apartando a su cabalgadura, pero Malus clavó el talón izquierdo en el flanco de
Rencor
, que puso su poderosa cola en el camino del caballo. El animal cayó de cabeza al trabarse sus patas delanteras, y el jinete quedó apresado bajo el peso de su caballo herido.

Rencor
se agazapó y reculó, rugiendo ávido de sangre, y Malus se agachó hasta pegarse al cuello de la bestia de guerra, tratando de hacerse una idea del curso de la batalla que tenía lugar en torno a él. El suelo estaba sembrado de cuerpos de caballos y hombres, y todo lo que pudo ver de inmediato a su alrededor fueron caballeros manchados de sangre que se adentraban más en las ruinas en busca de más enemigos. Aparentemente, la caballería del enemigo había sido superada por completo, y los caballeros habían atacado las filas de los lanceros, que se ocultaban entre las piedras. Llegaban gritos mezclados con el entrechocar de armas desde las ruinas y también el restallar de las cuerdas de las ballestas.

Malus echó en falta a un trompetero que pudiera haberlo ayudado a mantener a sus hombres bajo control, pero ya era demasiado tarde para eso. La batalla ya estaba en marcha y seguiría su curso. Sólo cabía esperar que le quedara una división que comandar cuando todo hubiera acabado.

Malus espoleó a
Rencor
para que se incorporara a la roja marea de los caballeros pretorianos. Éstos, con sus pesadas armaduras, habían abierto una brecha a través de las desordenadas filas de los lanceros enemigos y se habían centrado en la compañía sorprendida al descubierto en medio del camino. De esa fuerza, sólo quedaban lanzas rotas y cadáveres destrozados, la pista de ceniza estaba empapada con su sangre. Al otro lado, vio a los caballeros que combatían con grupos aislados de infantería en los campos que quedaban al norte de las ruinas y también se libraban otros combates entre los restos de los edificios. Malus miró a izquierda y derecha, en busca de enemigos, y vio a un grupo reducido de soldados de infantería que corría por un camino sembrado de rocas y con las ballestas en la mano. Vieron a Malus al mismo tiempo y sus caras se crisparon con rabia.

El noble sintió que el frío atenazaba sus entrañas y la imagen mordaz de una fila de ballesteros recortada sobre una cortina de niebla hizo brotar de sus labios un grito casi de pánico.

—¡A por ellos,
Rencor
—gritó, clavándole las espuelas.

El nauglir dio la vuelta y se lanzó sobre los cuatro hombres en el preciso momento en que éstos apuntaban sus ballestas y disparaban. Un proyectil dio de refilón en el pecho de Malus y rebotó hecho pedazos, mientras otro se rompía contra el duro cráneo de
Rencor
. Los otros disparos no dieron en el blanco y pasaron sibilantes a uno y otro lado del noble. Los ballesteros tiraron sus armas y corrieron dando gritos de terror.
Rencor
aplastó a uno con sus patas, y Malus le destrozó el cráneo a otro con un solo golpe de su espada; entonces, el gélido se lanzó hacia adelante y cerró las terribles fauces sobre un tercero. El cuarto sorteó de un salto los restos de una pared y se perdió de vista.

Malus sofrenó a
Rencor
y se dio cuenta de que el ruido de lucha había cesado y lo que sonaba ahora era una salvaje ovación. El noble dio la vuelta a su cabalgadura y volvió al camino principal, donde vio a los caballeros saliendo con cuentagotas de entre las ruinas, solos o por parejas. Cabezas recién cortadas se balanceaban en los ganchos para los trofeos adosados a sus sillas de montar. Cuando vieron a Malus, alzaron las espadas a modo de saludo, y él supo entonces que habían conseguido una victoria aplastante.

Tras poner a
Rencor
al trote, Malus se dirigió hacia los campos que quedaban al norte de las ruinas. Muchos de los caballeros se habían reunido allí para recoger trofeos entre los muertos. Por la cantidad de cuerpos sembrados en el campo daba la impresión de que los lanceros enemigos se habían retirado de las ruinas y habían tratado de recomponer su formación en espacio abierto; pero los caballeros los habían arrollado. Malus se puso de pie en los estribos.

—¡Gaelthen! —gritó—. ¡Lord Gaelthen!

—¡Aquí, mi señor! —llegó una ronca respuesta.

Al otro lado del campo, Gaelthen espoleó a su cabalgadura y al trote se dirigió hacia Malus. El viejo caballero estaba cubierto de sangre, pero daba la impresión de que no era suya.

—Reunid la división aquí, en el campo —le ordenó Malus—. Que esté preparada para moverse rápidamente. —Calculó la altura del sol—. Fuerlan tendría que llegar de un momento a otro y apenas tenemos tiempo para encaminarnos hacia el sur para alcanzar el vado.

—Sí, mi señor —respondió Gaelthen, señalando hacia la línea de colinas—. Ese podría ser Eluthir.

Al volverse, Malus vio un nauglir solitario que bajaba al trote de la colina hacia las ruinas. Despidió a Gaelthen con una inclinación de cabeza, y éste se volvió y empezó a dar instrucciones a voces a los jubilosos caballeros. A continuación, se quitó el yelmo. Fue reconfortante sentir el aire fresco sobre la cara y el cuello, y de pronto se dio cuenta de que tenía los huesos molidos. «No hay tiempo para descansar ahora — pensó, pesaroso—. Nos esperan kilómetros de camino y más hombres que matar antes de que acabe el día.»

Eluthir tiró de las riendas al llegar ante Malus y echó una mirada a la carnicería con gesto de envidia.

—Enhorabuena por vuestra victoria, mi señor. Ruego estar presente la próxima vez para participar en la matanza.

Malus rió entre dientes con cansancio.

—Vuestros deseos se cumplirán antes de una hora, os lo garantizo. ¿A qué distancia están Fuerlan y el grueso del ejército?

Eluthir respiró hondo.

El joven caballero lo miró con desánimo. Malus frunció el ceño.

—¿Qué ha sucedido?

—Mi señor, he hecho llegar vuestro informe, pero el general ha decidido acampar para pasar la noche. Os ordena que os repleguéis con la vanguardia y os dispongáis para atacar al enemigo al amanecer.

Malus no daba crédito a lo que oía.

—¿Atacar al amanecer? ¿Al amanecer? ¿Está loco? ¿Le dijisteis que el ejército enemigo está cruzando el vado del Aguanegra? ¡Podríamos llegar en una hora y hacerlos picadillo! Al amanecer se encontrarán en buena posición defensiva; lo más seguro es que sea en este mismo lugar, y estarán preparados y esperándonos.

El joven caballero, apesadumbrado, miró a Malus.

—Le expliqué la situación con toda la claridad de que fui capaz, pero dijo que los hombres necesitaban tiempo para descansar y prepararse. Dijo..., dijo que necesitaba tiempo para considerar su estrategia.

—Tiempo para vaciar otra barrica de vino, eso es lo más probable —soltó Malus.

Por un momento se sintió tentado de desoír las órdenes de Fuerlan y marchar sobre el vado sólo con los caballeros pretorianos y las lanzas de Ruhven, pero sin datos sobre las proporciones y la disposición del enemigo podría resultar superado y derrotado. Tampoco podía quedarse donde estaba. El enemigo podría llegar a las ruinas en cuestión de horas y tendría que enfrentarse al grueso del ejército con apenas dos divisiones. Rechinó los dientes de frustración. Aquel maldito miserable no le había dejado otra opción.

En ese preciso momento, volvió Gaelthen.

—Mi señor, la división está en formación y esperando vuestras órdenes —declaró el viejo guerrero surcado de cicatrices—. ¿Qué debemos hacer?

Malus se irguió en su silla y echó una última mirada al escenario de su primera victoria.

—Nos retiramos —dijo con amargura.

Las tiendas para el general y su guardia personal fueron las primeras en montarse, incluso antes que de que se hubiera establecido el perímetro del campamento. Allí estaban, como una incongruencia en medio de un ejército exhausto. Algunas compañías hacían intentos no demasiado animosos de montar sus propios refugios, mientras que otras unidades se limitaban a parar la marcha, dejarse caer en el suelo y echarse a dormir. Se habían levantado los piquetes para los caballos, y los jinetes mantenían a raya su propia fatiga para ocuparse de que sus monturas fueran atendidas mientras que los hombres del tren de equipaje desembalaban provisiones y empezaban a encender hogueras para una rápida cena.

Las cabezas fatigadas se volvieron hacia los caballeros pretorianos y los lanceros de Ruhven cuando entraron en el campamento. Los guerreros montados eran una visión temible tal como estaban, cubiertos de sangre seca y suciedad, y con sus macabros trofeos obtenidos en la batalla sostenida entre las ruinas. Malus se desvió de la marcha y pasó revista a la división mientras pasaba, estudiando en qué condiciones estaba. Habían tenido pocas bajas gracias a la pesada armadura de los caballeros y al factor sorpresa. Dudaba de que fueran a tener la misma suerte al día siguiente, y esta idea le producía una profunda rabia.

Una vez en el campamento, los caballeros se dispersaron para buscar sus tiendas. Malus se dirigió al pabellón del general.

Los guardias que vigilaban ante la gran tienda de campaña de Fuerlan empalidecieron al ver la imponente figura de Malus salpicada de sangre, y no se atrevieron a decirle nada cuando entró como un lobo hambriento en el estridente jolgorio que reinaba en el interior.

Se orientó por las risas mientras atravesaba pequeñas habitaciones creadas con cortinajes para permitir que los sirvientes del general realizaran las tareas sin obstaculizar su diversión. Pasó por una antesala donde los escribas estaban atareados compilando órdenes para el día siguiente y salió a un gran espacio en el centro de la tienda donde Fuerlan estaba rodeado de colaboradores y aduladores.

El incienso sumía el espacio en una niebla azulada que se elevaba en leves volutas de los braseros. La cámara estaba tapizada de pilas de gruesas esteras y se habían instalado mesas bajas con bandejas de carne y queso para los huéspedes del general. Casi una docena de jóvenes nobles estaban sentados por allí, bebiendo vino y hablando, o jugando a los dados, bajo la cambiante luz del fuego. Fuerlan estaba sentado en el centro como una extraña araña, con sus miembros larguiruchos colgando de los brazos de una silla de roble color sangre de alto respaldo mientras bebía vino de un cráneo dorado. Cuando vio a Malus sus ojos se encendieron con jubiloso odio.

—Ya era hora de que llegarais — dijo con desdén, con una lengua a la que el vino volvía torpe—. Y parece que hayáis rodado por un muladar. Supongo que no debería sorprenderme.

—¿No os sorprende que prefiriera luchar en lugar de esconderme en una tienda con una pandilla de aduladores? —siseó Malus—. ¡Teníais una gran victoria al alcance de la mano y la dejasteis escapar, contrahecho y afectado miserable!

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