Read Devorador de almas Online
Authors: Mike Lee Dan Abnett
—¡Corred! —le dijo a Dolthaic, arrastrando al asesino inconsciente hacia la parte trasera de la tienda. Desarmado, Dolthaic lanzó a Malus una mirada de odio al pasar y corrió hacia la pared en llamas, atravesó la tela debilitada y salió a la noche lluviosa.
Al romperse la pared, la tienda empezó a desplomarse. Malus sintió que lo cogían por los brazos y lo alejaban del fuego. Logró atisbar todavía a Hauclir y Dolthaic arrastrando a Arleth Vann tras una tienda vecina y después los perdió de vista.
El aire de la noche se estremecía con el toque de los cuernos y el ruido de lucha. Una forma esbelta se arrodilló frente al noble y puso las espadas de Malus a su lado. La chica autarii examinó atentamente los ojos del noble y, a continuación, deslizó un pequeño trozo de corteza entre sus labios. El sabor era horriblemente amargo. Malus sintió una arcada, se dobló y vomitó en la hierba.
—¿Estáis bien, mi señor? —preguntó la joven—. ¡Es preciso que os recuperéis en seguida, están atacando el campamento!
Malus hizo una pausa. Sentía sabor a bilis en la boca y casi no podía respirar. Los sonidos que resonaban entre las tiendas adquirieron de repente un significado temible: Isilvar había encontrado el campamento y había decidido no esperar al amanecer; había lanzado un ataque por sorpresa sobre las exhaustas y desorganizadas tropas naggoritas.
El noble apretó los puños y cerró fuertemente los ojos, hasta que todo su cuerpo empezó a temblar por el esfuerzo. Se obligó a apartar su mente de toda distracción y a sepultar la imagen del gesto implorante de Hauclir en las oscuras profundidades de la mente.
—Busca a Eluthir —dijo—. Los capitanes están con él. —Mientras consideraba la situación y las posibles opciones, un plan empezó a tomar forma en su cabeza—. Dile a Eluthir que contraataque con todos los caballeros que pueda encontrar. A continuación, dile a Esrahel que prenda fuego al equipaje para cubrir la retirada de la infantería. —Lentamente recogió sus espadas y se puso de pie, obligándose a no pensar más que en la situación que tenía ante sí—. Diles a los comandantes de infantería que hagan una retirada a la defensiva hacia el norte.
—¿Retirada adonde? —preguntó la joven.
—¡A donde sea! ¡La cuestión es salir de aquí! —respondió Malus con tono intempestivo—. Pongamos en marcha al ejército y ya nos ocuparemos del resto después. —El noble envainó sus espadas y, con gran esfuerzo, empezó a mover las piernas en dirección a
Rencor
.
La chica fue dando órdenes en su ininteligible dialecto autarii, y la mayor parte de los espectros se dispersaron como una bandada de cuervos. Les hizo un gesto afirmativo a los tres que quedaban y lentamente se fundieron con las sombras de los alrededores.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Malus con expresión ceñuda.
—Vigilaros —dijo con tranquilidad, escrutando las sombras—. Creo que nos acercamos al final de todo esto —añadió con tono distante—. Vuestra campaña está tocando a su fin y vuestros enemigos os acechan como una manada de lobos.
—Nunca fue mi campaña — dijo Malus, sorprendido por la amargura de su voz.
—¿Y la maldición de la bruja? —preguntó ella, volviendo la cabeza.
Malus meneó la cabeza. Recordó las palabras del caballero demoníaco.
—Lo que hace una bruja, sólo una bruja puede deshacerlo —dijo ya junto a
Rencor
y comprobando la silla y las riendas.
—Que así sea —replicó la chica con aire serio. Se llegó a él y le puso una mano en el hombro—. Volveos, mi señor, hay algo que debo deciros.
Malus se disponía a volverse, pero la voz de Nagaira hizo que se parara en seco.
—Se ha hecho de noche, hermano — dijo la bruja saliendo de la oscuridad hacia la luz que proyectaba la tienda en llamas—. Ya es hora.
Malus hizo una pausa, buscando sigilosamente la daga en su cinto, hasta que recordó que la había perdido en la pelea.
—Hora de huir, hermana —dijo tratando de ganar tiempo—. El ejército está en grave peligro.
—¿El ejército? Lo que tiene que hacer el ejército es morir —dijo la bruja—. Tengo pensada otra tarea para ti. Vuélvete.
Se volvió, buscando con la vista a la autarii, pero comprobó que la joven había desaparecido.
Nagaira estaba a cierta distancia, flanqueada por una docena de acólitos vestidos de negro. Fuerlan se encontraba por allí con la espada desenvainada. La expresión del antiguo general estaba crispada por la rabia y el miedo.
Los ojos relucientes de la bruja se entrecerraron, y Malus sintió sobre sí mismo el peso frío de su sonrisa.
—Vas a hacer exactamente lo que yo diga —le ordenó—. Sigúeme.
El dolor desapareció cuando Nagaira ejerció su influjo sobre él. Sintió nacer en el pecho un vigor enorme que se revolvía como un haz de serpientes en torno a su corazón. Los pies empezaron a movérsele por su cuenta.
Malus miró con desesperación a su alrededor. ¿Dónde estaban los espectros? ¿Por qué no hacían nada? En su desaparición se volvió hacia
Rencor
mientras caminaba hacia su hermana.
—¡Arriba,
Rencor
¡Ataca! —ordenó. Le habría dado lo mismo que la bestia se hubiese muerto, porque esperó en vano que acudiera y obedeciera.
El nauglir seguía sentado sobre sus cuartos traseros cuando Nagaira condujo a Malus y a sus compañeros hacia la oscuridad.
Los caballeros y la caballería de Isilvar habían atacado por el Camino de la Lanza desde el sur. Nagaira condujo a Malus y a sus acompañantes hacia el oeste, fuera del campamento, y hacia los espesos bosques que salpicaban el fondo del valle. Malus la seguía como un perro amaestrado, oyendo con impotencia los gritos y alaridos del ejército, su ejército, mientras moría. Rogó a la Madre de la Noche que Eluthir y los caballeros pretorianos consiguieran escapar, o que al menos tuvieran una muerte digna de caballeros. Si Tennucyr iba al mando, ninguna de esas cosas estaba garantizada.
No podía dejar de moverse por mucho que lo intentara. No había voluntad, ni rabia, ni miedo capaces de impedir que sus miembros lo llevaran a donde iba Nagaira. Sin embargo, se dio cuenta de que podía ir más lento, rezagándose por entre el grupo hasta donde fuera posible sin perder de vista a su hermana. Podía salirse del sendero si lo deseaba, siempre y cuando tuviera a su hermana a la vista, y podía andar más de prisa. Daba la impresión de que estaba obligado a seguir las órdenes de Nagaira al pie de la letra, aunque no necesariamente sometiéndose a ellas en espíritu. Eso le daba más libertad de la que esperaba, y su mente trabajaba frenéticamente mientras se abrían camino por los bosques tenebrosos, buscando una manera de aprovechar su descubrimiento.
Más de media hora anduvieron por el bosque antes de llegar a una enorme roca granítica que sobresalía de la tierra. Tenía el tamaño de una cabaña pequeña y se había hecho sitio en medio de la maleza abriendo un claro de exiguas proporciones. La lluvia caía pertinazmente y relucía sobre la superficie de la piedra. De inmediato, los acólitos de Nagaira se distribuyeron en torno a la roca, adoptando la mitad la postura de alguien que está rezando, mientras la otra mitad se apostaba como centinelas en torno al claro. Nagaira, en tanto, había hecho aparecer un globo de fuego brujo y empezaba a examinar la roca.
En más de una ocasión durante el recorrido, a Malus le había parecido detectar signos de movimiento sigiloso entre los árboles. Estaba seguro de que los espectros los estaban siguiendo, pero ¿por qué no habían actuado? ¿Acaso estaban haciendo tiempo esperando un momento oportuno para actuar lejos de los hombres de Isilvar? De pie en la linde del claro, el noble miró a Nagaira y a los dos nobles naggoritas con cautela. La bruja era ajena a cuanto la rodeaba; estaba absorta en el examen de la piedra, pero Fuerlan se encontraba al borde del pánico.
—Estaba pensando, hermana —se atrevió a decir Malus—, ¿cómo es posible que nuestro ilustre hermano consiguiera reunir una fuerza de castigo para atacar Naggor con tal rapidez? Calamidad tenía la seguridad de que no nos encontraríamos con ninguna resistencia seria hasta que hubiéramos pasado el Aguanegra y me atrevería a decir que conoce el Hag y a sus jefes tan bien como cualquiera.
—Daría la impresión de que Isilvar es un líder mucho más eficaz de lo que cualquiera habría imaginado —dijo la bruja con tono ausente.
—¿O acaso tú y él tramasteis juntos todo esto? ¿Acaso lo pusiste al corriente de los planes del arca?
Fuerlan se volvió hacia Nagaira, abriendo mucho los ojos. —¿Es eso cierto?
—¿Por qué habría de hacer tal cosa, mequetrefe?
Malus no estaba seguro de a quién había dirigido ella el apelativo, pero Fuerlan lo tomó como una ofensa.
—¡Nada ha salido como lo habíamos planeado! —gritó—. ¡Nunca dijisteis que mi ejército sería destruido! ¿Cómo se supone que voy a controlar la ciudad sin tropas que me sean leales?
Una idea asaltó a Malus. De repente, todo encajaba a la perfección.
—No vais a hacerlo. —Frunció el entrecejo mientras veía cómo tomaba forma su teoría—. Creo sinceramente que os han traicionado.
Fuerlan se volvió poco a poco a mirar a Malus. De pronto, empezó a guiñar el ojo derecho, presa de un tic nervioso.
—Callaos — dijo—. ¡Sólo estáis tratando de malquistarnos!
Malus se le rió en la cara.
—¡Ella e Isilvar han sido aliados durante años, pobre desdichado! ¡Los dos pertenecen al culto de Slaanesh! —Experimentó una satisfacción salvaje al ver el horror en la cara del hombre—. ¿No os lo había dicho? ¡Y yo que creía que estabais prometidos! —dijo, riendo entre dientes—. ¿Es que los naggoritas no habláis con vuestras futuras esposas?
Fuerlan se volvió hacia Nagaira blanco como la leche.
—¿Es eso cierto?
—¡Oh, sí! —dijo Nagaira sin prestar atención mientras pasaba un dedo por una grieta de la piedra.
—Ella pretende que yo mate al drachau, pero ¿quién más se beneficiaría de ese asesinato? Isilvar, por supuesto —dijo Malus—. Después de destruir vuestro ejército será aclamado como un héroe. Entonces, cuando vuelva al Hag y se entere de la muerte del drachau, ¿quién va a impedirle que ocupe el trono? —Le dedicó una sonrisa cruel al naggorita—. Supongo que vos seréis entregado a Isilvar para que pueda mostraros por las calles durante los festejos por su victoria.
—¡Callaos! ¡Callaos de una vez! —Fuerlan estaba temblando de rabia—. Nagaira, decidle que está equivocado. Vos nunca podríais gobernar al lado de Isilvar. ¡Sólo yo podría haceros reina!
La bruja se enderezó y volvió la cara hacia los dos hombres.
—Malus —dijo con tono autoritario—, ven aquí.
El noble hizo una mueca cuando su cuerpo se puso en movimiento, y apuró el paso para dejar a salvo su orgullo y que no se notara tanto que estaba siendo el juguete de su hermana.
Nagaira hizo una señal a uno de sus guardias. La figura encapuchada se adelantó llevando una caja de madera que él conocía.
—Ábrela — dijo la bruja.
Así lo hizo. Dentro vio las tres reliquias que ya había visto antes.
—¿Ves esa daga? —preguntó Nagaira.
—Sí.
—Excelente. Cógela y mata a Fuerlan con ella.
Malus cogió la daga negra. Fuerlan lanzó un grito de terror.
—¡Zorra mentirosa! —gritó el naggorita, alzando su espada—. ¿Pensáis que vais a matarme, hijo del Hag? ¡Adelante, entonces! Me he entrenado con los mejores duelistas del arca...
Sus palabras se interrumpieron por el sonido de acero contra acero. El naggorita mantenía su expresión de estupor y no apartaba la mirada de Malus, que estaba a casi un metro de él. Lenta, muy lentamente, bajó los ojos hasta la empuñadura de la daga que sobresalía del peto de su armadura. El último aliento de Fuerlan salió de sus labios a modo de un suspiro sobresaltado, mientras caía sobre una rodilla y, a continuación, de bruces contra el suelo.
—Un lanzamiento impresionante —observó Nagaira.
—Lo que sea, por no oírlo —replicó Malus, secamente.
El noble observó cómo un guardia ponía a Fuerlan boca arriba y le arrancaba con las dos manos la daga. Malus quedó impresionado por la expresión de terror absoluto en la cara del hombre. ¿Qué sería eso tan espantoso que había sentido en el último momento de su vida? Fuera lo que fuese, pensó que no era ni la mitad de lo que se merecía.
Pero ¿dónde estaban los espectros? Escrutó con ansiedad el bosque. ¿Por qué no habían intervenido todavía?
Cerca de él, Nagaira salmodiaba en voz baja y se produjo un destello de luz azul. Cuando Malus volvió a mirarla, estaba de pie ante un agujero hecho en la enorme roca, que parecía una curva que penetraba en la tierra.
La bruja se volvió hacia él. Los ojos le brillaban con una luz sobrenatural.
—Vamos a casa, hermano —dijo.
Por un momento, Malus creyó que Nagaira se había perdido. No es que fuera difícil perderse en el sinuoso laberinto al que llamaban las madrigueras. Los túneles tenían kilómetros de largo distribuidos en curvas y revueltas sin fin que no tenían una configuración comprensible para una mentalidad lógica. Según la leyenda, las madrigueras estaban centradas en Hag Graef, y nadie sabía a qué profundidad penetraban en la tierra. Las habían hecho durante un invierno, varios siglos después de la construcción de la ciudad, y cerca de la superficie los túneles conectaban con sótanos y alcantarillas. Los túneles eran el refugio de un número temible de terribles depredadores, desde nauglirs hasta arañas de las cavernas, pero una alma inteligente —o desesperada— también podía usarlos para ir y venir a través de la ciudad sin ser vista.
Nagaira conocía a la perfección el trazado de los túneles, o al menos los que estaban próximos al Hag propiamente dicho. Ahora, sin embargo, llevaba las hojas de pergamino que Malus había visto antes en su tienda y las consultaba atentamente mientras guiaba al grupo siguiendo un camino tortuoso a través de las madrigueras.
Hacía tiempo que el noble había perdido la noción del tiempo mientras seguía su orbe de fuego brujo a través de una sucesión interminable de túneles. Lo mismo podrían haber pasado horas que días desde que habían dejado atrás el mundo de la superficie.
Daba la impresión de que la bruja estaba buscando algo, pero Malus no podía imaginar qué sería. Cada tanto, cuando llegaban a una intersección, hacía una pausa, inclinaba la cabeza y soltaba un encantamiento en una lengua que Malus no entendía, pero que de todos modos le daba dentera.