Devorador de almas (30 page)

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Authors: Mike Lee Dan Abnett

BOOK: Devorador de almas
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—No seas necio, Malus —replicó Nagaira—. No tengo tiempo para eso. Ya hay bastante que hacer como para que tu estúpido ego se interponga en mi camino.

La reacción fue tan extravagante que dejó a Malus con la boca abierta y blanco de indignación, hasta tal punto que los hombres que lo estaban armando retrocedieron un paso, alarmados, y tuvieron mucho cuidado de no interponerse entre los dos hermanos.

Pero él no se movió. Ni una sola palabra de reproche salió de sus labios. Nagaira sostuvo su mirada sin pestañear y, tras un momento, los sirvientes continuaron con su trabajo.

Malus se preguntó qué le estaba pasando, sorprendido de su incapacidad para responder a su hermana. «¿Acaso la fiebre se llevó mi valentía aunque no mi salud?» Sintió que otro dolor sordo le atenazaba la frente y lo combatió apretando los dientes.

En pocos instantes, los sirvientes habían acabado y uno de ellos entregó a Malus un yelmo con un dragón alado y un hermoso par de espadas con sus respectivas vainas de ébano. Acababa apenas de colocarlas en su sitio cuando el eco de un curioso gemido llegó por la calle que venía del norte.

—¿Qué es eso, por la Madre Oscura?

—Debe de ser Fuerlan — dijo Nagaira—. Prepárate, hermano. Es probable que todavía esté borracho.

Maldiciendo entre dientes, Malus volvió a montar a
Rencor
y se colocó en su puesto entre los caballeros. Lord Eluthir se colocó a su lado, pero Gaelthen todavía no había regresado de su último recado.


¡Sa'an'ishar!
—gritó Malus alzándose en sus estribos—. ¡El señor de la guerra se acerca!

El grito recorrió la línea cuando los capitanes de la compañía llamaron la atención a sus hombres de a pie. El bosque de lanzas se conmovió al colocarse los hombres en posición. Ahora el gemido sonaba mucho más próximo; Malus pudo distinguir voces femeninas que entonaban un cántico estridente y, a continuación, vio que entraba en la plaza una figura cubierta con una ornamentada armadura y montada en un gélido enorme.

Fuerlan se tambaleaba levemente en la silla con el balanceo del enorme nauglir sobre las piedras de la calzada. Llevaba la calva pintada con rayas de sangre humeante y sostenía en las manos una copa de bronce bruñido. Detrás de la bestia de guerra, venía danzando una procesión de mujeres desnudas manchadas de sangre que lanzaban al cielo sus feroces cantos y se abrían las carnes con dagas curvas hechas de bronce.

—¡Madre de la Noche! —dijo Malus en un susurro, apabullado por la ostentosa escena—, ¿quién se cree que es?

—El hijo malcriado de Balneth Calamidad y el conquistador de Hag Graef —replicó Eluthir en el mismo tono—. Y tan loco como un basilisco en este momento. Ya era detestable antes, pero ese tiempo en Hag Graef ha sacado lo peor de él. —Eluthir echó una mirada a Malus—. Vos sois de Hag Graef, mi señor. ¿Sabéis cómo se ganó todas esas cicatrices?

Malus le lanzó al joven caballero una dura mirada.

—Se pasó en su familiaridad con los que eran superiores a él — dijo el noble con frialdad antes de espolear a
Rencor
para que se pusiera en marcha.

La procesión de Fuerlan todavía no había terminado de llegar a la plaza cuando Malus salió al encuentro del general a mitad de camino. Vio que además de las doncellas del templo había traído consigo una guardia personal, una multitud de sirvientes y al menos una docena de animales de carga que llevaban de todo, desde barricas de vino hasta mobiliario. Reprimiendo su enojo, detuvo su cabalgadura y quedó a la espera, listo para informar.

El joven general dirigió a Malus una mirada diabólica y tiró de las riendas de su montura, pero la vieja bestia agitó la cabeza tratando de alcanzar las argollas de la brida, bramando de rabia. Agitó la cola, que cortó el aire con un sonido sibilante, hasta que incluso las doncellas del templo tuvieron que interrumpir su canto bruscamente y hacerle sitio. Fuerlan maldijo al animal, derramando el líquido denso y rojo de su copa mientras castigaba a la bestia a patadas y a latigazos. Por fin, el nauglir se sometió, y Fuerlan miró a Malus como si en cierto modo aquello fuera culpa suya.

Malus respiró hondo.

—El ejército está listo para marchar, temido general —dijo con voz clara y alta—. Esperamos vuestras órdenes.

—¿Acaso yo os ordené que los tuvieras listos para marchar, idiota? —dijo Fuerlan con desdén—. Dije que estuvieran en orden de revista.

—Y así estaban, temido general —replicó Malus, tenso—. Una hora antes del amanecer, según vuestras órdenes.

Un estremecimiento de furia sacudió al príncipe cubierto de sangre.

—¡Vaya impertinencia! —siseó—. ¿Osáis burlaros de mí?

—No hago sino repetir las órdenes que me habéis dado —replicó Malus—. No pretendía ser impertinente.

Por un momento, Malus oyó la voz de Hauclir en su cabeza, repitiendo las mismas palabras con una expresión perfectamente neutral. «Ahora comprendo el tono furioso del hombre», pensó.

—¡Embustero! —le soltó Fuerlan—. ¡Haré que os azoten!

—Como gustéis, temido general —dijo Malus, apretando los dientes—, pero me permito recordaros que vuestro padre instó al ejército a darse prisa, y un buen castigo nos costará varias horas de demora.

—¡Más impertinencia! —siseó el general—. ¡Tened por seguro que no se me escapa vuestra torpe maniobra! ¡Cuando acampemos haré que os desnuden y os azoten hasta que vuestros huesos se queden descarnados!

—Muy bien —replicó Malus, consciente de que no acamparían por lo menos en tres días—. ¿Queréis arengar a las tropas antes de partir?

—¡No partiremos todavía, maldito amotinado! —gritó Fuerlan, inclinándose hacia adelante en su silla. Se podía oler el vino en su aliento desde cinco metros de distancia—. ¡Dije que quería pasar revista al ejército y es lo que voy a hacer!

«Que la Madre de la Noche nos proteja», pensó Malus, tratando de reprimir su rabia.

—Temido general, pasar revista nos llevará al menos una hora de luz, posiblemente más. Vuestro padre...

—¡No me habléis de mi padre, maldito parricida! —dijo Fuerlan con desprecio—. Sé perfectamente lo que esperáis de mí, del mismo modo que sé lo que se espera de vos.

Malus frunció el ceño. Se preguntó qué significaría aquello.

—Empezaré por pasar revista al destacamento de exploradores —declaró Fuerlan con tono imperativo.

—No podéis —soltó Malus, sorprendido por la declaración. Tradicionalmente, a los exploradores ni siquiera se los consideraba parte del ejército propiamente dicho—. Salieron del arca a medianoche.

Fuerlan lo miró, sorprendido.

—¿Qué han salido? ¿Para qué?

—¿Para qué iba a ser? Son exploradores y han salido a explorar. No pueden ir a la caza del enemigo si están aquí lamiéndoos el culo.

—Sois..., sois... —tartamudeó Fuerlan, empalideciendo—. ¡Sois un amotinador! ¡Os voy a desollar vivo! ¡Os voy a partir los huesos! ¡Os voy a cortar vuestras partes y os las voy a hacer tragar!

Malus le respondió con una sonrisa.

—Como temido general que sois, tenéis derecho a intentarlo —dijo—, pero haríais bien en recordar lo que sucedió la última vez que me pusisteis una mano encima.

Las palabras cayeron sobre Fuerlan como un latigazo. Se estremeció de rabia animal y la copa se sacudió en su mano. Rugió como un lobo rabioso; echó mano de la espada, pero una voz fría hizo que se parara en seco.

—Mi señor, estáis desperdiciando las bendiciones del Señor del Asesinato —dijo Nagaira desde detrás de Malus—. Estáis derramando su sangre sagrada sobre las piedras, y eso es un mal augurio en vísperas de una guerra.

Fuerlan hizo una pausa y fijó la vista en el cáliz en precario equilibrio que sostenía en la mano. Con un esfuerzo lo enderezó y trató de recuperar parte de su compostura.

—¡Este..., este maldito traidor me ha provocado! —dijo con un gemido plañidero—. ¡Quiere sabotear mi campaña incluso antes de que empiece! ¡Matadlo! ¡Matadlo ahora mismo!

Malus se puso tieso. Una cosa era Fuerlan y otra muy diferente Nagaira. Su mano derecha se apretó sobre la empuñadura de la espada, pero la voz de su hermana no admitía réplica cuando se dirigió al general.

—No voy a hacer nada de eso —le dijo, cortante—. Calmaos, mi señor, y recordad todo lo que hemos hablado. ¡No es éste el momento para actuar intempestivamente!

Fuerlan se disponía a darle una respuesta airada, pero se controló al ver la mirada de Nagaira. Malus cerró el puño, luchando contra el impulso de mirar a su hermana por encima del hombro y ver lo que sucedía entre ellos. El general y la bruja se miraron un momento, y luego él bajó la vista.

—Tenéis razón, por supuesto — dijo con voz sorda—. No es el momento.

—Mi señor es muy sabio —replicó Nagaira como una madre que hablase con su hijo—. Vuestro ejército espera, general. Mostradles la bendición de Khaine, y emprendamos la marcha hacia Hag Graef, donde os aguarda una corona.

—Sí, sí, por supuesto —dijo Fuerlan, sujetando las riendas de su quejumbrosa montura.

El viejo nauglir gruñó y empezó a avanzar. Malus hizo retroceder a
Rencor
y lo apartó del camino del general cuando el naggorita lleno de cicatrices clavó salvajemente los talones en los flancos de su cabalgadura y ésta se lanzó contra
Rencor
.

El gélido más viejo bramó de rabia y cargó contra su congénere más pequeño, pero
Rencor
no era de los que retroceden ante un desafío. El nauglir de Malus respondió con otro rugido y lanzó un mordisco de sus enormes fauces a la cara del otro. Malus lanzó una furiosa maldición y tiró de las riendas mientras Fuerlan hacía lo mismo, haciendo girar la cabeza a la vieja bestia de guerra y dejando a los dos gélidos flanco con flanco apenas un instante. El general aprovechó la ocasión para mirar a Malus con la cara demudada por el odio.

—Llevo meses soñando con este momento —dijo, dejando escapar una risita desquiciada—. Mirad a vuestro alrededor. Tengo a todo un ejército esperando mis órdenes. No necesito poneros una mano encima para destruiros. Cuando esta campaña haya terminado, pondréis en mis manos vuestra preciosa ciudad. Os haré desollar vivo y tendréis que atravesar la Corte de las Espinas para poner sobre mi cabeza la corona del drachau, y cuando muráis, haré que me hagan un orinal con vuestro cráneo. Pensad en eso los pocos días de vida que os quedan.

Antes de que Malus pudiera responder,
Rencor
lanzó otro mordisco al costado del viejo nauglir, que dio un salto para apartarse, rugiendo de rabia. Fuerlan lanzó un juramento y le hundió los talones, lo que hizo que todavía se derramara más sangre sagrada de Khaine. Un siseo furioso partió de las doncellas del templo, y Malus sonrió. El fiero caballo de Nagaira se apartó del camino del viejo nauglir, intentando a su vez dar un mordisco en el lomo a la bestia de guerra.

A Fuerlan le costó bastante recuperar el control del animal. Cuando lo consiguió, lo colocó de frente a los caballeros pretorianos como si nada hubiera pasado. Los guerreros nobles contemplaban a Fuerlan con cara de piedra cuando se alzó sobre sus estribos y gritó con voz estridente:

—¡Guerreros del Arca Negra! ¡Yo soy el portador de la sangre sagrada, ungido en la caldera de Khaine! —Fuerlan alzó el cáliz, siguiendo con la bendición ritual—. ¡Ante vosotros bebo la bendición del Señor del Asesinato, prometiendo gloria y riquezas a todos los que marchen bajo mi bandera!

Fuerlan se llevó el cáliz a los labios y una ovación cerrada salió de las filas de los caballeros y de la primera división de la infantería. Malus observaba cómo el general inclinaba cada vez más el cáliz, hasta que su pie quedó apuntando al aire. Cuando Fuerlan se enderezó y alzó la copa triunfalmente, Malus observó que no había el menor vestigio de sangre roja en sus labios.

«Ha derramado hasta la última gota de la sangre sagrada con su estupidez», pensó el noble con amargura. Sin duda, era un mal presagio.

Malus escuchó mientras el joven general empezaba a gritar órdenes para poner al ejército en marcha. El plan de Calamidad era audaz, pero como todos los planes osados, era una apuesta peligrosa. Si el ejército de Hag Graef no hacía lo que el Señor Brujo había previsto hasta en los menores detalles, iban derechos al desastre.

La chica autarii lo estudió con la desapasionada malevolencia de un halcón de caza. Malus se pasó una mano cubierta con el guantelete por la cara y trató de quitarse de los ojos la suciedad del camino y el peso del cansancio.

—¿Qué significa eso de que hay tropas enemigas al norte del vado del Aguanegra?

—Caballos y lanzas —dijo la muchacha con una dulce voz pero inerte—. Docenas de ellos. —Se volvió y señaló hacia el sur por la carretera, más allá de la lejana colina—. Recogen leña y esperan entre las torres derruidas a ambos lados del camino.

Malus se irguió en la silla y trató en vano de eliminar la rigidez de su dolorida espalda. Los caballeros pretorianos estaban desplegados a lo largo de medio kilómetro del Camino de la Lanza, dando un descanso a sus agotadas cabalgaduras bajo el sol crepuscular. Ya hacía medio día que habían pasado Naggarond. Las torres de la ciudad fortaleza de Malekith podían verse aún a lo lejos, al noroeste. El vado del Aguanegra se encontraba a otros siete kilómetros al sur, abrigado entre una línea de colinas bajas y pinares que se extendían de este a oeste siguiendo la línea del caudaloso río.

De los últimos días tenía el recuerdo vago de viandas frías y marcha ininterrumpida. Los caballeros pretorianos habían recibido orden de marchar a la vanguardia del enemigo, junto con la primera división de infantería. Malus sospechaba que eso era sólo para que él fuera el primero en toparse con cualquier problema que se presentara en el camino. La columna se detenía quince minutos cada cuatro horas; los hombres habían aprendido a dormitar sin caerse de sus monturas y a consumir rápidos tentempiés a base de bizcochos duros remojados en agua salobre. El noble no entendía cómo podían sostenerse los lanceros. Incluso la resistencia de hierro de los nauglirs empezaba a flaquear.

Se encontraban a escasos kilómetros del lugar donde tenían pensado acampar. Según el plan, el ejército debía plantar el campamento un poco antes del vado y descansar día y medio mientras los exploradores y los jinetes oscuros cruzaban el río en busca del enemigo. Por desgracia, parecía que los guerreros de Hag Graef tenían otros planes.

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