Devorador de almas (35 page)

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Authors: Mike Lee Dan Abnett

BOOK: Devorador de almas
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—¿Por qué lo habéis traído aquí? —preguntó el viejo druchii, fastidiado—. Es un noble. Llevadlo de vuelta a su tienda y dejad que su gente se ocupe de él. Nosotros ya tenemos bastante que hacer.

—Si tuviera su propio sanador no estaría perdiendo el tiempo con tipos como tú —respondió Eluthir con tono altanero—. ¡Y además no es un noble cualquiera; es Malus de Hag Graef, el segundo comandante del ejército!

—¡Madre de la Noche! —exclamó el quirujano—. Está bien —dijo, por fin, con tono quejumbroso y arrodillándose al lado del noble—. ¿Qué le ha pasado?

—Estábamos combatiendo, viejo necio —le espetó el joven caballero—. El general enemigo lo golpeó en la cabeza con una maza. Fue apenas un golpe de refilón...

—Es obvio, de lo contrario no estarías aquí dándome la tabarra — se quejó el quirujano. Alargó la mano y cogió a Malus por la barbilla con una mano áspera; luego se inclinó y examinó los ojos del noble—. ¿Podéis oírme? —preguntó, hablando pausadamente.

Malus gruñó una afirmación. El quirujano asintió y agitó los dedos delante de los ojos del paciente.

—Bastante bien — dijo, y a continuación le pasó las manos cuidadosamente por el cuero cabelludo desde las sienes hasta la parte posterior del cráneo.

Malus sintió una punzada de dolor en el lado izquierdo de la cabeza y siseó para advertir al sanador. El quirujano asintió y retiró la mano izquierda húmeda de sangre.

—Hay dos incisiones de buen tamaño, ocasionadas tal vez por esquirlas del yelmo roto — dijo el druchii más viejo—. El cráneo parece intacto, pero no me cabe duda de que crujió como un huevo cocido. Llévalo a su tienda y dale un poco de hushalta. Debería descansar varios días y alguien debería vigilarlo constantemente. Si pasa esta noche, seguramente se recuperará.

Eluthir no podía creerlo.

—¿Eso es todo? ¿Darle leche de madre y dejar que duerma como si hubiera bebido demasiado vino?

El quirujano estaba a punto de dar una respuesta cortante cuando Malus intervino.

—Incorpórame —dijo con voz débil—. No necesito un quirujano. Deja que se ocupe de sus cosas, Eluthir.

El viejo druchii miró a Malus e inclinó la cabeza respetuosamente antes de marcharse a toda prisa. Malus trató de sentarse, y Eluthir lo cogió del brazo y tiró torpemente de él. El noble se sintió mareado, y la náusea volvió a asaltarlo, pero cerró los ojos y los labios hasta que se le pasó.

—¿Qué ocurrió? —consiguió preguntar por fin.

Cuando abrió los ojos, Eluthir todavía lo estaba sujetando. Allí cerca estaban los gélidos,
Rencor
y el de Eluthir, sentados sobre sus cuartos traseros. Tenían el hocico, las patas delanteras y el pecho marrones de sangre seca. Si cabe, los dos caballeros estaban todavía más sucios.

—Matasteis a uno de los hombres del general, y éste os dio un golpe... —comenzó Eluthir.

—Esa parte ya la conozco —lo interrumpió Malus. Se sorprendió tratando de tocarse la zona posterior de la cabeza y reprimió el impulso. La visión, o alucinación tal vez, todavía estaba fresca en su mente—. ¿Cómo va la batalla?

—¡Ah!, eso. —A Eluthir se le iluminó la cara—. Hemos ganado, mi señor. Nuestra carga nos valió la victoria. Cuando nos abrimos paso entre las compañías de lanceros que cubrían el camino, el enemigo llamó a sus reservas, pero las tropas de refresco de lord Kethair atacaron al enemigo por el flanco y lograron echar abajo la línea de lanceros. En el centro, el combate encarnizado se prolongó todavía algunos minutos porque el general pareció darse cuenta de quién erais y ordenó a sus hombres que os capturaran. Los caballeros pretorianos lo impidieron, sin embargo. Lord Gaelthen mató al último de los guardaespaldas del general y hubiera corrido la misma suerte el propio general de no haber sido por la llegada de sus reservas, que le cubrieron la retirada. —La cara del joven caballero estaba encendida de entusiasmo—. Yo mismo maté a uno de los guardaespaldas del general. Me apoderé de su hermosa espada y colgué su cabeza de mi montura. Era rápido, pero yo...

—¿Dónde está ahora el ejército, Eluthir? —lo interrumpió Malus.

—¿El ejército? Estacionado a medio camino entre las ruinas y el vado del Aguanegra por ahora. Lord Fuerlan ordenó una persecución general con la caballería y los caballeros pretorianos para cazar y acabar con las banderas enemigas. La infantería se está reorganizando en las ruinas. Por lo que pude ver, les dieron una buena paliza. Algunos de los lanceros estaban diciendo que el propio lord Kethair había muerto, pero todavía no hav forma de saberlo.

—¿Y los exploradores?

—Bueno, vos mismo se lo podéis preguntar si os place. —Eluthir señaló a un grupo de espectros que estaban en cuclillas a cierta distancia—. Fuerlan no tenía órdenes para ellos y vuestra chica autarii reunió a algunos de sus hombres y se vino detrás de mí cuando se enteró de que os habían herido. —El joven caballero le guiñó un ojo con picardía—. Sería una animada concubina, ¿no os parece?

Malus interrumpió aquella conversación con una mirada elocuente. Su mente iba a cien por hora, tratando de hacerse una idea de la situación. Miró a los espectros y le vino a la cabeza una de las cosas que le había dicho la chica autarii. El noble miró a Eluthir.

—Una última pregunta. ¿Dónde está Nagaira?

Eluthir frunció el entrecejo.

—La última vez que la vi estaba todavía con lord Fuerlan, pero eso fue antes de que él partiera con la caballería. Supongo que ella estará todavía en las ruinas, o de camino hacia aquí.

El noble asintió. Era la mejor oportunidad que podía llegar a tener. Echó una mirada por el campamento tratando de orientarse y, a continuación, llamó a los espectros con una seña. Se pusieron de pie y se acercaron a él sin hacer el menor ruido. La chica autarii se echó la capucha hacia atrás y lo miró con atención.

—¿Estáis bien, señor?

—Bastante bien —le respondió Malus—. Dime ¿sabes dónde está la tienda de mi hermana?

Después de un momento, asintió.

—Está cerca de la del general. Tiene laterales negros y pequeñas runas sobre la entrada. Apesta a magia.

Malus hizo un gesto de asentimiento.

—Deja un hombre detrás para guiarnos y después llévate al resto y explora. Averigua si hay alguien dentro.

En la mirada de la exploradora apareció una expresión cómplice. Con tono sibilante dio a sus compañeros algunas órdenes escuetas en un impenetrable dialecto autarii. Los espectros se deslizaron con elegancia entre la multitud de tiendas, dejando detrás a un hombre joven que hizo una seña a Malus y se puso en marcha para seguir a sus compañeros. El noble se apartó de Eluthir y siguió al autarii con pasos inestables.

—Mi señor —dijo el joven caballero—. ¿Mi señor? ¿Qué estamos haciendo?

Malus se volvió a mirar a Eluthir y sonrió.

—Pues vamos a registrar de arriba abajo la tienda de mi hermana, por supuesto — dijo—. Hay algo que me pertenece y que estoy buscando, y creo que ella lo tiene.

—¡Ah!, ya veo —dijo, aunque la expresión atónita de su cara hacía pensar todo lo contrario—. Voy a buscar a los nauglirs.

La estrecha entrada de la tienda estaba hecha de alguna madera negra pulida que hacía que las runas pasaran casi inadvertidas asimple vista. Malus las estudió con atención, con cuidado de no pasar del umbral y tratando de entender su significado, pero era un empeño inútil.

—Dudo de que sean encantamientos para que no entren el polvo y las moscas —musitó. Miró a la chica autarii que estaba a su lado—. ¿Estás segura de que no hay nadie dentro?

Ella asintió.

—Conté a todos los guardias que la acompañaban en el campo esta mañana y no ha vuelto ninguno de ellos.

Mientras hablaba, recorría arriba y abajo con los ojos el sendero que pasaba por la entrada de la tienda. El resto de los espectros había desaparecido para buscar a Nagaira o a sus hombres.

Malus se rascó el mentón para quitarse las costras de sangre seca.

—Supongo que las paredes de la tienda también están protegidas.

—Es lo más probable, pero eso tiene poca importancia.

—¿Y eso?

La chica volvió a mirar en derredor y luego rodeó la tienda.

—Una protección en la pared de una tienda sólo se debilita cuando se corta la tela —dijo, estudiando el exterior del refugio—, de modo que el reto es deslizarse hasta el otro lado sin cortarla. —La mirada de la autarii se fijó en dos estacas de la tienda separadas algo más de cuatro palmos. Señaló una de ellas y se arrodilló junto a la otra—. Sujetad esa cuerda y desenrolladla. Mantenedla tensa, no sea que se venga abajo el lateral de la tienda.

El noble desenrolló la cuerda; tuvo que clavar bien los talones en el suelo ante el peso increíble que soportaba. El lateral de la tienda empezó a plegarse, pero él sostuvo la cuerda con ambas manos y volvió a tensar. La exploradora había desenrollado la suya y le hizo señas a Malus con la mano libre.

—Bien. Ahora pasadme la cuerda.

Con cuidado, Malus se acercó y guió la cuerda hacia la pequeña mano de la joven. Ella se la enrolló alrededor de la muñeca y la palma de la mano, y la sostuvo sin esfuerzo.

—Muy bien —dijo con aire ausente, y lentamente fue avanzando. El lateral de la tienda empezó a plegarse hacia adentro a medida que perdía tensión. De repente, se detuvo—. Así. Ahora deberíais poder entrar.

Ocultando la sorpresa que le producía la fuerza de la chica, Malus avanzó lentamente y se echó cuerpo a tierra. Había apenas el espacio suficiente para deslizarse por debajo. En cuanto hubo superado la pared de la tienda, se incorporó y se encontró en un estrecho compartimento destinado a dormitorio de uno o más esclavos. Pasó por encima de los petates prolijamente apilados y apartó la cortina interna para entrar en la cámara principal de la tienda.

El aire resultaba denso con tanto olor a incienso, y el techo negro no permitía que entrara mucha luz. La suma de tres braseros proyectaba un débil resplandor rojizo sobre el suelo cubierto de esteras. En cuanto sus ojos se adaptaron, Malus distinguió una cama estrecha en un rincón, y luego una mesa con dos sillas cerca de uno de los braseros. Había dos grandes subcámaras separadas de la principal, una a cada lado de ésta. Ambas estaban cerradas por paredes de piel curtida y se accedía a ellas por una pesada solapa de cuero. Una de las subcámaras olía a sangre derramada y a magia, y Malus sintió un cosquilleo en la piel.

El noble pronto llegó a la conclusión de que no había nada de interés en la cámara principal. Después de un momento, dio un paso cauteloso hacia la subcámara, que olía a sangre fresca.

—Eres la flecha, Malus.

Malus giró en redondo. La voz había salido de la segunda subcámara que estaba al otro lado de la habitación. Era la voz de su visión.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Malus—. ¿Quién eres?

No hubo respuesta. El noble atravesó rápidamente la habitación y levantó la cortina de cuero de la entrada. Allí no había nadie. Lo que vio Malus fue una silla y una mesa de viaje cubiertas con hojas de pergamino y pesados libros encuadernados en cuero. Otra mesa pequeña estaba atiborrada de objetos arcanos, entre ellos copas, botellas de vidrio de colores, dagas en sus fundas y un pequeño arcón con glifos mágicos tallados.

—Esto es una alucinación —dijo para sus adentros—. No hay otra explicación posible. Pero ¿qué quería decir la voz?

Fue hasta la mesa y empezó a pasar las hojas. Eran todas muy antiguas, y el pergamino estaba seco y quebradizo. Casi todas las páginas parecían representar los túneles extendidos de un enorme laberinto y tenían notas escritas con tinta negra descolorida. La escritura parecía drucasto, pero no entendía ni una palabra. Malus hizo una mueca de fastidio.

—Algún maldito código de brujo —dijo.

Estudió los trazos curvos durante varios minutos, tratando de adivinar lo que eran. En cierto modo, le resultaban familiares, pero no podía situarlos con exactitud.

Desplazó su atención a los libros apilados sobre la mesa de Nagaira y cogió el que estaba encima. Era un volumen grande, pesado, de amarillentas páginas descoloridas y estaba cerrado con pesados herrajes negros.

Después de un rato de probar suerte con los broches, el libro se abrió en un punto marcado con una trenza aplastada de pelo negro. Las páginas contenían un dibujo complejo por delante y por detrás de un varón druchii desnudo. Él cuerpo estaba cubierto línea tras línea de una complicada escritura.

Malus apoyó el libro abierto sobre la mesa y se quitó el guantelete izquierdo. Su mano desnuda temblaba levemente mientras la mantenía sobre el libro y comparaba las runas dibujadas en ella con las del libro. Coincidían en todos los detalles.

Había extensas partes de texto en las que se describía el ritual en cuestión, todo escrito en una lengua que Malus jamás había visto antes. Había páginas y páginas de escritura que describían con detalle un conjuro poderoso y complejo.

—¿De modo que me curaste unas fiebres, eh, hermana? —dijo Malus entre dientes.

Estaba a punto de cerrar el libro cuando reparó en una anotación en el margen de una de las páginas. La escritura era reciente y evidentemente se trataba de la letra de Nagaira. Decía lo siguiente: «Si se pueden dejar aparte los recuerdos ¿pueden canalizarse los pensamientos a capricho del mago?».

La voz del caballero volvió a sonar a espaldas de Malus.

—¿Elige una flecha adonde quiere apuntar, o lo elige quien la dispara?

Cuando el noble se volvió, allí no había nadie.

—¡Habla claro, espíritu! —le dijo Malus en su frustración—. ¿Qué es lo que Nagaira pretende de mí?

No hubo respuesta, pero Malus oyó que alguien rascaba levemente el lateral de la tienda.

—¿Qué pasa? —preguntó en voz baja.

—Caballos en el Camino de la Lanza —bisbiseó la chica autarii—. Nagaira ha entrado en el campamento.

—¡Madre de la Noche! —maldijo Malus.

Rápidamente cerró el libro y lo puso otra vez en su sitio. Repasó por segunda vez la segunda mesa, buscando algo interesante. Ninguna de las botellas tenía rótulo y no era momento para probarlas.

—¿Sería demasiado pedir que una llevara la palabra
antídoto
escrita en la etiqueta? —gruñó.

Por fin, examinó la caja de madera. El cierre era sencillo y no parecía que tuviera agujas ocultas. Abrió la tapa. Dentro encontró tres objetos extraños: un medallón octogonal con runas grabadas, un pequeño ídolo de bronce y una daga negra, larga y estrecha.

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