—¿De qué, mi dulce reina?
—Solo soy una niña ignorante. —Dany se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla—. Pero no tanto como para contestaros. Mis hombres examinarán esos barcos, y después os responderé.
—Como vos digáis. —Le rozó el pecho desnudo—. Permitid que me quede para intentar persuadiros —susurró.
Durante un momento se sintió tentada. Tal vez los bailarines habían excitado sus sentidos.
«Podría cerrar los ojos e imaginarme que es Daario.» Un Daario imaginado sería menos peligroso que el verdadero, pero desechó la idea.
—No, mi señor. Os lo agradezco, pero no. —Dany se liberó de su abrazo—. Tal vez otra noche.
—Tal vez otra noche.
Su boca aparentaba tristeza, pero en sus ojos se veía más alivio que decepción.
«Si fuera un dragón, podría ir volando hasta Poniente —pensó cuando estuvo a solas—. No necesitaría a Xaro ni sus barcos. —Se preguntó cuántos hombres podrían viajar en trece galeras. Para ir de Qarth a Astapor con su
khalasar
solo había necesitado tres, pero aquello fue antes de que se procurase ocho mil inmaculados, un millar de mercenarios con sus caballos y una vasta horda de libertos—. ¿Y qué voy a hacer con los dragones?»
—Drogon —dijo en un susurro quedo—, ¿dónde estás? —Durante un momento casi le pareció verlo surcar el cielo, ocultando las estrellas con sus alas negras. Se volvió hacia la oscuridad, hacia las sombras donde Barristan Selmy aguardaba en silencio—. En cierta ocasión, mi hermano me enseñó un acertijo ponienti. ¿Quién lo oye todo pero no escucha nada?
—Un caballero de la Guardia Real. —La voz de Selmy era solemne.
—¿Habéis oído la oferta de Xaro?
—Sí, alteza. —El anciano caballero hacía lo imposible por no mirarle el pecho desnudo mientras hablaba con ella.
«Ser Jorah no habría apartado la vista. Me amaba como mujer; en cambio, Selmy solo me ama como reina.» Mormont había resultado ser un espía; informaba sobre ella a sus enemigos de Poniente, pero también le daba buenos consejos.
—¿Qué opináis de su propuesta? ¿Y de él?
—De él no tengo buena opinión. Pero de esos barcos… Con esos barcos podríamos estar en casa antes de fin de año.
Dany nunca había tenido un hogar. En Braavos hubo una casa con la puerta roja, pero nada más.
—Temo a los qarthienses hasta cuando llegan con regalos, sobre todo si son mercaderes de los Trece. Puede que esas naves tengan la madera podrida, o…
—Si no estuvieran en buenas condiciones, no habrían podido llegar desde Qarth —señaló ser Barristan—, pero vuestra alteza ha sido muy inteligente al pedir que le permitan inspeccionarlos. En cuanto amanezca llevaré al almirante Groleo, a sus capitanes y a cuarenta de sus mejores marineros a examinar esas galeras. Las revisaremos palmo a palmo.
—Sí, adelante. —Era un buen consejo.
«Poniente. Mi casa.» Pero si se marchaba, ¿qué sería de su ciudad?
«Meereen no ha sido nunca tu ciudad —le pareció oír a su hermano en un susurro—. Tus ciudades están al otro lado del mar, en tus Siete Reinos, donde te aguardan tus enemigos. Naciste para llevarles la sangre y el fuego.»
Ser Barristan se aclaró la garganta.
—Ese hechicero del que hablaba el mercader…
—Pyat Pree. —Trató de recordar su rostro, pero solo consiguió visualizar los labios. El vino de los hechiceros se los había vuelto azules. Lo llamaban
color-del-ocaso
—. Si los conjuros pudieran matarme, ya estaría muerta. Reduje su palacio a cenizas. —«Drogon me salvó cuando iban a sorberme la vida. Drogon los quemó a todos.»
—Será como decís, alteza, pero me mantendré atento de todos modos.
—Ya lo sé. —Le dio un beso en la mejilla—. Acompañadme, volvamos al banquete.
A la mañana siguiente, Dany despertó tan llena de esperanza como cuando llegó a la bahía de los Esclavos. Pronto, Daario estaría de nuevo a su lado, y juntos zarparían hacia Poniente.
«A casa.» Una de sus jóvenes rehenes le llevó el desayuno. Era una niña regordeta y tímida llamada Mezzara, cuyo padre gobernaba la pirámide de Merreq. Dany le dio un abrazo alegre y un beso.
—Xaro Xhoan Daxos me ha ofrecido trece galeras —comentó a Irri y Jhiqui mientras la vestían para ir a la corte.
—El trece es mal número,
khaleesi
—musitó Jhiqui en el idioma dothraki—. Lo sabe todo el mundo.
—Lo sabe todo el mundo —corroboró Irri.
—El treinta me gustaría más —asintió Daenerys—. Y el trescientos, más todavía. Pero con trece podemos llegar a Poniente.
Las dos muchachas dothrakis cruzaron una mirada.
—El agua venenosa está maldita,
khaleesi
—dijo Irri—. Los caballos no la pueden beber.
—No pensaba beberla —les aseguró Dany.
Aquella mañana solo había cuatro demandantes. Lord Ghael, como siempre, fue el primero en intervenir, y parecía aún más lastimero que de costumbre.
—Esplendor —dijo postrándose en el suelo de mármol a sus pies—, los ejércitos yunkios han caído sobre Astapor. ¡Os lo suplico, acudid al sur con todos vuestros ejércitos!
—Ya le dije a vuestro rey que esta guerra era una locura —le recordó Dany—. No me prestó atención.
—Lo único que quería Cleon el Grande era acabar con los malvados esclavistas de Yunkai.
—Cleon el Grande es esclavista.
—Sé que la Madre de Dragones no nos abandonará cuando más la necesitamos. Prestadnos a los Inmaculados para que defendamos nuestra muralla.
«¿Y quién defendería la mía?»
—Muchos de mis libertos fueron esclavos en Astapor. Puede que algunos quieran acudir en auxilio del rey Cleon, pero serán ellos quienes lo decidan; para eso son libres. Di la libertad a Astapor; a vosotros os corresponde defenderla.
—Entonces, estamos perdidos. Nos disteis la muerte, no la libertad, —Ghael se puso en pie de un salto y le escupió a la cara.
Belwas el Fuerte lo agarró por el hombro y lo estampó contra el suelo con tal fuerza que Dany oyó como se le rompían los dientes. El Cabeza Afeitada habría llegado mucho más lejos, pero ella lo detuvo.
—Basta —dijo al tiempo que se limpiaba la mejilla con una punta del
tokar
—. Nadie ha muerto nunca de un escupitajo. Lleváoslo.
Lo sacaron a rastras por los pies, dejando a su paso una estela de sangre y dientes rotos. Dany se habría deshecho de buena gana del resto de los demandantes, pero seguía siendo su reina, de modo que los escuchó e hizo lo posible por impartir justicia.
Aquella misma tarde regresaron el almirante Groleo y ser Barristan tras inspeccionar las galeras. Dany reunió a todo el consejo para que oyera su informe. Acudió Gusano Gris en representación de los Inmaculados, y Skahaz mo Kandaq por las Bestias de Bronce. Sus jinetes de sangre estaban lejos, así que Rommo, un arrugado
jaqqa rhan,
sería la voz de sus dothrakis. A los libertos los representaban los capitanes de las tres compañías que había creado Dany: Mollono Yos Dob por los Escudos Fornidos, Symon Espalda Lacerada por los Hermanos Libres y Marselen por los Hombres de la Madre. Reznak mo Reznak se situó junto a la reina, y Belwas el Fuerte, detrás de ella, con los enormes brazos cruzados ante el pecho. No le iba a faltar asesoramiento.
Groleo era el hombre más desdichado del mundo desde que Dany hizo pedazos su barco para construir las máquinas de asedio con que tomaron Meereen. Había tratado de consolarlo nombrándolo lord almirante, pero ambos eran conscientes de que era un honor sin sentido; la flota meereena había zarpado hacia Yunkai cuando el ejército de Dany se aproximaba a la ciudad, de manera que el viejo pentoshi era un almirante sin naves. Pero en aquel momento, bajo la barba quemada por el salitre, sonreía con una sonrisa que la reina no le había visto nunca.
—¿Los barcos son seguros? —preguntó esperanzada.
—Razonablemente seguros, alteza. Son viejos, es evidente, pero en su mayor parte están bien conservados. El casco de la
Princesa Sangrepura
está carcomido; preferiría que no perdiera de vista la tierra. La
Narraqqa
necesita timón y aparejos nuevos, y algunos remos de la
Lagarto Rayado
están muy gastados, pero se pueden aprovechar. Los remeros son esclavos, pero si les ofrecemos un sueldo decente, la mayoría se quedará con nosotros. Lo único que saben hacer es remar. Y si alguno prefiere marcharse, siempre podemos sustituirlo por otro hombre de mi tripulación. La travesía hasta Poniente es larga y ardua, pero en mi opinión, con estos barcos podemos llegar.
Reznak mo Reznak dejó escapar un gemido.
—Entonces era verdad. Vuestra adoración tiene intención de abandonarnos. —Se retorció las manos—. En cuanto os marchéis, los yunkios devolverán el poder a los grandes amos; pasarán por la espada a todos los que os hemos servido con lealtad; violarán y esclavizarán a nuestras hermosas mujeres, a nuestras hijas doncellas.
—A las mías no —gruñó Skahaz el Cabeza Afeitada—. Antes las mataré con mis propias manos. —Se palmeó el puño de la espada.
Dany se sintió como si el golpe se lo hubiera dado a ella en la cara.
—Si teméis lo que pueda sucederos, venid conmigo a Poniente.
—Vaya adonde vaya la Madre de Dragones, los Hombres de la Madre la seguirán —anunció Marselen, el hermano que le quedaba a Missandei.
—¿Cómo? —preguntó Simón Espalda Lacerada, que debía su nombre a una maraña de cicatrices, recuerdo de los latigazos que había sufrido cuando era esclavo en Astapor—. Con trece barcos no hay ni para empezar. No bastaría ni con un centenar.
—Los caballos de madera son malos —protestó Rommo, el viejo
jaqqa rhan
—. Los dothrakis cabalgarán.
—Unos pueden ir caminando a lo largo de la orilla —propuso Gusano Gris—. Las naves tendrían que seguir nuestro ritmo y reabastecer a la columna.
—Así solo podríais llegar hasta las ruinas de Bhorash —dijo el Cabeza Afeitada—. Más allá, los barcos tendrían que desviarse hacia el sur por Tolos y la isla de los Cedros y rodear Valyria, mientras que la tropa continuaría hasta Mantarys por el antiguo camino del Dragón.
—Ahora lo llaman camino del Demonio —puntualizó Mollono Yos Dob. Con sus manos sucias de tinta y su panza, el comandante de los Escudos Fornidos tenía más aspecto de escriba que de soldado, pero era listo como pocos—. Muchos moriríamos.
—Quienes quedaran en Meereen envidiarían esa muerte tan sencilla —gimió Reznak—. A nosotros nos harán esclavos o nos echarán a las arenas. Todo será como antes o peor.
—¿Acaso no tenéis valor? —Espetó Barristan—. Su alteza os liberó de las cadenas. Ahora os toca a vosotros afilar la espada y defender vuestra libertad cuando se marche.
—Valientes palabras; lástima que vengan de alguien que tiene intención de embarcar hacia el ocaso —le replicó Simón Espalda Lacerada—. ¿Volveréis la vista atrás cuando muramos?
—Alteza…
—Magnificencia…
—Adoración…
—¡Basta! —Dany golpeó la mesa—. No abandonaremos a nadie a su suerte. Sois mi pueblo. —Los sueños de tener un hogar, de tener amor, la habían cegado—. No abandonaré Meereen para que sufra el mismo destino que Astapor. Siento decirlo, pero Poniente tendrá que esperar.
—Pero tenemos que aceptar esos barcos, magnificencia. Si rechazamos el regalo… —protestó Groleo, consternado.
Ser Barristan hincó una rodilla en tierra ante ella.
—Poniente os necesita, mi reina. Aquí no os quieren, pero en Poniente, los hombres acudirán en bandadas en cuanto vean vuestro estandarte; os seguirán los grandes señores, los nobles caballeros. «¡Ha venido! —se anunciarán a gritos con alegría—. ¡La hermana del príncipe Rhaegar ha vuelto a casa por fin!»
—Si tanto me aman, me esperarán. —Dany se levantó—. Reznak, haced venir a Xaro Xhoan Daxos.
Recibió al príncipe mercader a solas en la sala de las columnas, sentada en su banco de ébano, sobre los cojines que ser Barristan le había proporcionado. Llegó acompañado de cuatro marineros qarthienses que transportaban sobre los hombros un tapiz enrollado.
—Traigo otro regalo para la reina de mi corazón —anunció Xaro—. Lleva en las criptas de mi familia desde que la Maldición cayó sobre Valyria.
Los marineros depositaron el tapiz en el suelo y lo desenrollaron. Era viejo, polvoriento, descolorido… y gigantesco. Dany tuvo que ponerse al lado de Xaro para interpretar el dibujo.
—¿Un mapa? Es muy hermoso.
El tapiz cubría la mitad del suelo. Los mares eran azules; las tierras, verdes, y las montañas, negras y marrones. Las ciudades aparecían representadas en forma de estrellas tejidas con hilo de oro o plata.
«No está el mar Humeante —advirtió—. Valyria no era todavía una isla.»
—Ahí podéis ver Astapor, Yunkai y Meereen. —Xaro señaló tres estrellas de plata situadas junto al azul de la bahía de los Esclavos—. Poniente está… por ahí abajo. —Hizo un gesto vago con la mano en dirección al fondo de la estancia—. Girasteis hacia el norte cuando deberíais haber seguido hacia el sur y el oeste para cruzar el mar del Verano, pero gracias a mi regalo, no tardaréis en volver a vuestro lugar. Aceptad mis galeras con el corazón lleno de gozo y poned rumbo hacia el oeste.
«Ojalá pudiera.»
—Mi señor, acepto de buena gana esos barcos, pero no puedo prometeros lo que me pedís. —Le cogió la mano—. Dadme las galeras con su tripulación y os juro que Qarth contará con la amistad de Meereen hasta que se apaguen las estrellas. Permitidme que las dedique al comercio y os entregaré una generosa parte de los beneficios.
La sonrisa alegre de Xaro Xhoan Daxos se borró de sus labios.
—¿Qué me estáis diciendo? ¿Insinuáis que no vais a marcharos?
—No puedo.
Las lágrimas desbordaron los ojos del hombre y le corrieron a ambos lados de la nariz, junto a las esmeraldas, las amatistas y los diamantes negros.
—Les aseguré a los Trece que prestaríais oídos a mi sabiduría. Me pesa descubrir que estaba equivocado. Aceptad esos barcos y marchaos, o moriréis entre gritos. No sabéis cuántos enemigos os habéis granjeado.
«Conozco a uno y lo tengo delante ahora mismo, derramando lágrimas falsas.» Aquello la entristeció.
—Cuando fui a la Sala de los Mil Tronos para suplicar por vuestra vida a los Sangrepura argumenté que solo erais una niña —continuó Xaro—, pero Egon Emeros el Exquisito se levantó y me dijo: «Es una niña estúpida, demente, no escucha, y es demasiado peligrosa para que le permitamos seguir con vida». Cuando vuestros dragones eran pequeños, eran portentos. Adultos son la muerte, la destrucción, una espada llameante que pende sobre el mundo. No se les permitirá crecer lo suficiente para aparearse. Y a vos tampoco. —Se secó las lágrimas—. Tendría que haberos matado en Qarth.