Danza de dragones (111 page)

Read Danza de dragones Online

Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
3.73Mb size Format: txt, pdf, ePub

En el exterior nevaba tanto que Theon apenas alcanzaba a ver a un paso de distancia. Se encontró a solas enmedio de un desierto blanco, con muros de nieve que se alzaban a su alrededor y le llegaban por el pecho. Cuando alzó la cabeza, los copos de nieve le acariciaron las mejillas como besos fríos. Aún le llegaba la música del edificio que había dejado atrás: sonaba otra canción de melodía triste. Durante un momento, casi se sintió en paz.

Poco más allá se cruzó con un hombre que caminaba en dirección contraria, con la capucha calada y la capa ondeando a la espalda. Sus miradas se encontraron brevemente, y el otro se llevó la mano al puñal.

—Theon Cambiacapas. Theon Matahermanos.

—No, no, yo no… Soy hijo del hierro.

—Un traidor, eso es lo que eres. ¿Por qué sigues respirando?

—Los dioses aún no han acabado conmigo —replicó Theon; se preguntó si aquel hombre sería el asesino que le había cortado la polla a Polla Amarilla para metérsela en la boca; el que había empujado desde las almenas al caballerizo de Roger Ryswell. Era extraño, pero no tenía miedo. Se quitó el guante de la mano izquierda—. Lord Ramsay aún no ha acabado conmigo.

El hombre lo miró y se echó a reír.

—Entonces, te dejo para él.

Theon caminó por la nieve hasta que tuvo los brazos y las piernas empapados y apenas sentía los pies ni las manos. Volvió a encaramarse a la muralla interior. Allí arriba, a cuarenta varas de altura, soplaba algo de viento que agitaba la nieve. Se había acumulado bastante entre las almenas, y tuvo que abrir un agujero con las manos… solo para descubrir que no se veía nada más allá del foso. De la muralla exterior no se adivinaba más que una sombra vaga y unas luces tenues que flotaban en la oscuridad.

«El mundo ha desaparecido.» Desembarco del Rey, Aguasdulces, Pyke, las Islas del Hierro, los Siete Reinos… Todos los lugares que había conocido, todos los lugares sobre los que había leído o con los que había soñado, ya no existían. Solo quedaba Invernalia.

Estaba atrapado allí, con los fantasmas. Los fantasmas antiguos de las criptas y los más recientes, que él mismo había creado: Mikken, Farlen, Gynir Napiarroja, Aggar, Gelmarr el Torvo, la mujer del molinero de Agua Bellota y sus dos hijitos, y todos los demás.

«Son obra mía. Son mis fantasmas. Están aquí y están furiosos.» Pensó en las criptas y en las espadas desaparecidas.

Volvió a su cuarto, y estaba quitándose la ropa empapada cuando Walton Patas de Acero fue a buscarlo.

—Ven, cambiacapas. Su señoría quiere hablar un ratito contigo.

No tenía ropa seca, así que volvió a ponerse los harapos mojados y siguió a Patas de Acero hasta el Gran Torreón, donde habían estado los aposentos de Eddard Stark. Lord Bolton no estaba solo: lo acompañaban lady Dustin, pálida y adusta; Roger Ryswell, que se cerraba la capa con un broche en forma de herradura, y Aenys Frey, que estaba junto a la chimenea con las demacradas mejillas enrojecidas por el frío.

—Me dicen que has estado rondando por el castillo —empezó Lord Bolton—. Según mis hombres, se te ha visto en los establos, en las cocinas, en los barracones, en las almenas, entre las ruinas de edificios derrumbados, junto al viejo septo de lady Catelyn, en el bosque de dioses… ¿Lo niegas?

—No, mi señor. —Theon puso buen cuidado en hablar como los aldeanos, sin vocalizar; sabía que eso le gustaba mucho a lord Bolton—. No puedo dormir, así que ando por ahí. —Mantuvo la cabeza gacha y la mirada fija en los juncos sucios del suelo. No convenía mirar a su señoría a la cara—. Pasé aquí mi infancia, antes de la guerra. Era pupilo de Eddard Stark.

—Eras su rehén —corrigió Bolton.

—Sí, mi señor. Su rehén. —«Pero era mi hogar; no un hogar de verdad, pero sí el mejor que he tenido.»

—Han matado a varios de mis hombres.

—Sí, mi señor.

—No habrás sido tú, ¿verdad? —La voz de Bolton se hizo aún más suave—. No pagarías mi bondad con semejante traición.

—No, señor, yo jamás haría eso. Yo… no hago más que andar por ahí.

—Quítate los guantes —intervino lady Dustin.

Theon alzó la cabeza bruscamente.

—No, por favor, no…, no…

—Obedece —bufó ser Aenys—. Enséñanos las manos.

Theon se quitó los guantes y alzó las manos para que se las vieran.

«No es como si te pidieran que te desnudes delante de ellos; no es tan grave.» Le quedaban tres dedos en la mano izquierda y cuatro en la derecha. Ramsay solo le había cortado el meñique de una y el índice y el anular de la otra.

—Esto te lo hizo el Bastardo —dijo lady Dustin.

—Si a mi señora no le importa, fue… fue porque se lo pedí. —Ramsay siempre lo obligaba a pedírselo. «Siempre me hace suplicárselo.»

—¿Y eso por qué?

—Porque… Porque no me hacen falta tantos dedos.

—Con cuatro basta. —Ser Aenys se acarició la barbita castaña que le crecía en el casi inexistente mentón, como una cola de rata—. Cuatro en la mano derecha. Puede esgrimir una espada. O un puñal.

—¿Todos los Frey sois así de idiotas? —se burló lady Dustin—. Fijaos bien en él. ¿Esgrimir un puñal? ¡Apenas tiene fuerzas para sostener una cuchara! ¿De verdad os parece capaz de derrotar al repugnante amiguito del Bastardo, cortarle el miembro y metérselo en la boca?

—Todos los muertos eran hombres fuertes —señaló Roger Ryswell—, y a ninguno lo apuñalaron. El cambiacapas no es el asesino que buscamos.

Los ojos claros de Roose Bolton estaban clavados en Theon, afilados como el cuchillo de Desollador.

—Soy de la misma opinión. Aparte del asunto de la fuerza, no lo creo capaz de traicionar a mi hijo.

—Entonces, ¿quién ha sido? —gruñó Roger Ryswell—. Es obvio que Stannis tiene un hombre dentro del castillo.

«Hediondo no es un hombre. Hediondo, no. Yo, no.» ¿Les habría hablado lady Dustin de las criptas y de las espadas desaparecidas?

—Deberíamos concentrarnos en Manderly —masculló ser Aenys Frey—. Lord Wyman no nos quiere bien.

—Pero quiere su ración de filetes, chuletas y empanadas de carne. —Ryswell no parecía tan seguro—. Para rondar a oscuras por el castillo tendría que apartarse de la mesa, y solo se levanta cuando va al retrete a echar una de sus larguísimas cagadas.

—No digo que haya sido lord Wyman en persona. Lo acompañan cien hombres; cien caballeros. Cualquier podría…

—Los caballeros no obran al amparo de la oscuridad —replicó lady Dustin—. Y lord Wyman no fue el único que perdió a alguien en vuestra Boda Roja, Frey. ¿O creéis que Mataputas os tiene más cariño? Si no tuvierais al Gran Jon, os sacaría las tripas y os las haría comer, igual que lady Hornwood se comió sus propios dedos. Tanto los Flint como los Cerwyn, los Tallhart y los Slate tenían hombres con el Joven Lobo.

—La casa Ryswell, también —apuntó Roger Ryswell.

—Hasta había algún Dustin de Fuerte Túmulo. —Lady Dustin esbozó una sonrisa feroz—. El norte recuerda, Frey.

—Stark nos deshonró. —A Aenys Frey le temblaban los labios de rabia—. Eso es lo que tenéis que recordar los norteños, si sabéis qué os conviene.

—No ganamos nada con estas discusiones. —Roose Bolton se frotó la boca y señaló a Theon con un ademán—. Puedes marcharte, pero cuidado con dónde te metes, o a lo mejor te encontramos mañana a ti.

—Como digáis, mi señor —Theon volvió a ponerse los guantes en las manos mutiladas y salió cojeando con sus pies mutilados.

De madrugada seguía despierto. Se envolvió en capas y más capas de gruesa lana y piel engrasada, y salió a pasear de nuevo por la muralla interior con la esperanza de que el cansancio le diera sueño. Pronto tuvo las piernas cubiertas de nieve hasta la rodilla, y una nueva capa, aunque blanca, sobre la cabeza y los hombros. En aquella zona del muro, el viento le daba en la cara y la nieve derretida le corría por las mejillas como lágrimas de hielo.

En aquel momento oyó el cuerno.

Era un gemido largo, grave, que parecía flotar sobre las almenas y en la oscuridad del aire para llegar hasta los huesos de cualquiera que lo escuchara. A lo largo de la muralla, los centinelas se volvieron hacia el origen del sonido, con los dedos apretados en torno a la lanza. En las ruinas de edificios y torreones de Invernalia, los señores se callaron a media frase para oír mejor, los caballos relincharon, y los durmientes se agitaron, inquietos. En cuanto se apagó el sonido del cuerno de guerra empezó a batir el tambor:
BUUUM duuum BUUUM duuum BUUUM duuum,
y un nombre corrió de boca en boca, escrito en vaharadas de aliento blanco.

«Stannis», susurraban los hombres. «Stannis está aquí.» «Ha llegado Stannis.» «Stannis.» «Stannis.» «Stannis.»

Theon se estremeció. A él le daba lo mismo un Baratheon que un Bolton: Stannis había hecho causa común con Jon Nieve en el Muro, y Jon le cortaría la cabeza sin dudarlo.

«Rescatado de las garras de un bastardo para morir a manos de otro. Tiene gracia.» Si se hubiera acordado de cómo se hacía, se habría echado a reír.

El sonido del tambor provenía del bosque de los Lobos, al otro lado de la puerta del Cazador.

«Están al otro lado de la muralla.» Theon, al igual que muchos otros, echó a andar por el adarve, pero cuando llegaron a las torres que flanqueaban la puerta, no vieron nada más allá del velo blanco.

—¿Qué pretenden? ¿Derribar la muralla a trompetazos? —bromeó un Flint cuando sonó de nuevo el cuerno de guerra—. A lo mejor cree que es el Cuerno de Joramun.

—No creo que Stannis sea tan idiota como para atacar el castillo —comentó un centinela.

—No es como Robert —convino otro hombre de Fuerte Túmulo—. Se quedará ahí fuera, ya veréis. Intentará rendimos por hambre.

—Pues se le van a congelar los huevos —dijo otro.

—Lo que tendríamos que hacer es salir a plantarle cara —declaró un Frey.

«Eso, adelante —pensó Theon—. Salid a la nieve y morid. Dejadme en Invernalia, a solas con los fantasmas. —Intuía que a Roose Bolton le gustaría ver ese enfrentamiento—. Tiene que poner fin a esto. —El castillo estaba demasiado abarrotado para resistir un asedio largo, y la lealtad de algunos señores era más que dudosa. El obeso Wyman Manderly, Umber Mataputas, las casas Hornwood y Tallhart, los Locke, los Flint, los Ryswell… Norteños todos, leales durante generaciones a la casa Stark. Lo único que los retenía allí era la niña, que llevaba la sangre de lord Eddard; pero no era más que una marioneta, un corderito con piel de huargo. Entonces, ¿por qué no mandar a los norteños a luchar contra Stannis antes de que se descubriera la farsa?—. Una carnicería en la nieve, y cada hombre muerto sería un enemigo menos para Fuerte Terror.

¿Le permitirían luchar? Así al menos podría morir como un hombre, con la espada en la mano. Ramsay jamás le haría semejante favor, pero tal vez lord Roose, sí.

«Puede que, si se lo suplico… He hecho todo lo que me ha pedido, he representado mi papel. Entregué a la niña.» La muerte era el destino más halagüeño al que podía aspirar.

En el bosque de dioses, la nieve se derretía nada más tocar la tierra. El vapor ascendía de los estanques de agua caliente y transportaba los olores del musgo, el barro y la putrefacción. Una niebla cálida pendía por doquier y convertía los árboles en vigías, en altos soldados amortajados con capas de penumbra. Durante el día, el bosquecillo estaba lleno de norteños que acudían a rezar a los antiguos dioses; pero a aquella hora era todo para Theon.

En el centro del bosque lo aguardaba el arciano, con sus sabios ojos rojos. Theon se detuvo al borde del estanque e inclinó la cabeza ante el rostro tallado. Hasta allí le llegaba el retumbar del tambor,
buuum DUUUM buuum DUUUM buuum DUUUM buuum DUUUM.
El sonido, como un trueno distante, parecía proceder de todas partes a la vez.

No soplaba viento, y la nieve caía recta de un cielo negro y seco, pero las hojas del árbol corazón crujían su nombre.

—Theon —parecían susurrar—. Theon.

«Son los antiguos dioses —pensó—. Saben quién soy. Conocen mi nombre. Fui Theon de la casa Greyjoy. Fui el pupilo de Eddard Stark, amigo y hermano de sus hijos.»

—Por favor. —Se dejó caer de rodillas— Lo único que pido es una espada. Permitid que muera como Theon, no como Hediondo. —Las lágrimas cálidas le corrieron por las mejillas—. Era hijo del hierro. Era hijo de Pyke, de las islas.

Una hoja cayó meciéndose desde lo alto, le rozó la frente y fue a parar al estanque, donde se quedó flotando en el agua como una mano ensangrentada con sus cinco dedos.

—… Bran —murmuró el árbol.

«Lo saben. Los dioses lo saben. Saben lo que hice. —Durante un momento le pareció que el rostro tallado en la blanca corteza del arciano era el de Bran, y lo contemplaba con ojos rojos, tristes, llenos de sabiduría—. El fantasma de Bran —pensó. Pero era una locura. ¿Por qué iba a perseguirlo Bran? Siempre le había tenido cariño, y no le había hecho ningún daño—. No matamos a Bran. Ni a Rickon. Solo fueron los hijos del molinero, los del molino de al lado del Agua Bellota.»

—Necesitaba dos cabezas, o se habrían burlado de mí… Se habrían reído de mí… Se…

—¿Con quién hablas? —inquirió una voz.

Theon dio media vuelta, aterrado ante la sola idea de que Ramsay hubiera dado con él, pero no eran más que las lavanderas: Acebo, Serbal y la otra, cuyo nombre no recordaba.

—Los fantasmas —farfulló—. Me susurran. Saben… Conocen mi nombre.

—Theon Cambiacapas. —Serbal lo agarró de la oreja y se la retorció—. Necesitabas dos cabezas, ¿eh?

—O los hombres se habrían burlado de él —apuntó Acebo.

«No lo entienden.» Theon se liberó de la que lo tenía agarrado.

—¿Qué queréis?

—A ti —replicó la tercera mujer, la mayor, que tenía la voz grave y un pelo que empezaba a encanecer.

—Ya te lo dije, cambiacapas: quiero tocarte. —Acebo sonrió y le mostró un puñal.

«Puedo gritar —pensó Theon—. Alguien me oirá. El castillo está lleno de hombres armados. —Por supuesto, estaría muerto antes de que llegaran, y su sangre empaparía la tierra para alimentar al árbol corazón—. ¿Y eso qué tendría de malo?»

—Tócame —dijo—. Mátame. —En su voz había más desesperación que desafío—. Vamos, acabad conmigo igual que acabasteis con los otros, con Polla Amarilla y los demás. Fuisteis vosotras.

—¿Cómo íbamos a ser nosotras? —Acebo rio—. Somos mujeres, solo tetas y coño. Los hombres nos follan, no nos temen.

—¿Te ha hecho daño el Bastardo? —intervino Serbal—. ¿Te ha cortado los deditos? ¿Te ha hecho pupita en los pies? ¿Te ha saltado los dientes? Pobrecito. —Le dio unos cachetitos—. Eso se acabó, te lo aseguro. Has rezado, y los dioses nos envían a nosotros. ¿Querías morir, Theon? Deseo concedido: tendrás una muerte rápida, que casi no te dolerá. —Sonrió—. Pero antes, tienes que cantar para Abel. Te espera.

Other books

Ms. Miller and the Midas Man by Mary Kay McComas
The City of Ember by Jeanne DuPrau
The Mortal Groove by Ellen Hart
Queen Victoria by E. Gordon Browne
Seaweed on the Street by Stanley Evans