Danza de dragones (18 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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—La
Diosa
zarpa mañana rumbo al Nuevo Ghis —le recordó Gerris—. Así al menos nos acercaríamos algo.

—El Nuevo Ghis es una isla, con un puerto mucho más pequeño que este. Estaríamos más cerca, sí, pero probablemente nos quedaríamos varados. Además, el Nuevo Ghis se ha aliado con los yunkios. —La noticia no había tomado a Quentyn por sorpresa. Tanto el Nuevo Ghis como Yunkai eran ciudades ghiscarias—. Si Volantis se aliara también con ellos…

—Tenemos que buscar un navío que venga de Poniente —sugirió Gerris—. Un barco mercante de Lannisport o de Antigua.

—No hay muchos que se aventuren hasta aquí, y los que llegan llenan las bodegas con seda y especias en el mar de Jade y ponen rumbo a casa.

—Los braavosi son descendientes de esclavos fugados. No comercian en la bahía de los Esclavos.

—¿Tenemos suficiente oro para comprar un barco?

—¿Y quién lo va a tripular? ¿Tú? ¿Yo? —Los dornienses no habían sido buenos marinos desde los tiempos en que Nymeria quemó sus diez mil naves—. Los mares que rodean Valyria son procelosos, y abundan los corsarios.

—Estoy harto de corsarios. Será mejor que no compremos un barco.

«Para él no es más que un juego —advirtió Quentyn—. Igual que aquella vez que los seis subimos a las montañas para buscar la guarida del Rey Buitre. —A Gerris Drinkwater ni se le pasaba por la cabeza la idea de fracasar; menos aún, la de morir. Ni siquiera la muerte de tres amigos había servido para darle una lección—. Esa parte me la deja a mí. Sabe que está en mi naturaleza ser cauto, igual que está en la suya ser osado.»

—Puede que el grandullón esté en lo cierto —dijo Gerris—. Al cuerno con el mar, podemos terminar el viaje por tierra.

—Ya sabes por qué lo propone —replicó Quentyn—. Prefiere morir antes que volver a pisar otro barco.

Su compañero se había pasado todo el viaje mareado. En Lys había tardado cuatro jornadas enteras en recuperar las fuerzas. Se vieron obligados a hospedarse en una posada para que el maestre Kedry pudiera tumbarlo en un lecho de plumas y darle caldos y pócimas hasta que las mejillas se le pusieron rosadas otra vez.

Era verdad que se podía llegar a Meereen por tierra, por los viejos caminos de Valyria. Los caminos del Dragón, como llamaban a las grandes vías de piedra del Feudo Franco; pero el que discurría hacia el este, desde Volantis hasta Meereen, se había granjeado un nombre más siniestro: el camino del Demonio.

—El camino del Demonio es peligroso y demasiado lento —dijo Quentyn—. Tywin Lannister enviará a sus hombres a por la reina en cuanto llegue la noticia a Desembarco del Rey. —De eso estaba convencido su padre—. Vendrán armados. Si la encuentran antes que nosotros…

—Esperemos que sus dragones los huelan y se los coman —zanjó Gerris—. Bueno, pues si no hay manera de encontrar un barco y no quieres que vayamos a caballo, ya podemos ir buscando pasaje de vuelta a Dorne.

«¿Y volver a Lanza del Sol derrotado, con el rabo entre las piernas?» Quentyn no se veía capaz de soportar la decepción de su padre, y el desprecio de las Serpientes de Arena sería atroz. Doran Martell había puesto en sus manos el destino de Dorne; mientras le quedara un soplo de vida, no podía fallarle.

El calor parecía nacer de los adoquines mientras el
hathay
traqueteaba sobre sus ruedas rematadas en hierro, con lo que el entorno parecía una escena casi onírica. Tiendas y tenderetes de todo tipo se alzaban entre los almacenes y embarcaderos del puerto. En unas se podían adquirir ostras frescas; en otras, grilletes y cadenas de hierro; en otras, piezas de
sitrang
talladas en jade y marfil. También había templos donde los marineros ofrecían sacrificios a dioses extranjeros, y junto a ellos, casas de las almohadas desde cuyos balcones las mujeres llamaban a los transeúntes.

—No te pierdas a esa —apremió Gerris al pasar junto a una casa—. Me parece que se ha enamorado de ti.

«¿Y cuánto cuesta el amor de una prostituta?» A decir verdad, a Quentyn siempre lo habían puesto nervioso las chicas, sobre todo si eran hermosas. Al llegar a Palosanto se había ofuscado con Ynys, la hija mayor de lord Yronwood. Nunca llegó a decir una palabra de lo que sentía, pero acarició durante años aquel sueño… hasta el día en que la enviaron para contraer matrimonio con ser Ryon Allyron, el heredero de Bondadivina. La última vez que la había visto tenía un rorro al pecho y un mocoso agarrado de las faldas.

Después de Ynys llegaron las gemelas Drinkwater, un par de doncellas jóvenes de piel tostada que adoraban la cetrería, la caza, escalar y hacer sonrojar a Quentyn. Una de ellas le había dado su primer beso, aunque no llegó a saber cuál. Eran hijas de un caballero hacendado, y por tanto de origen demasiado humilde para considerarlas con vistas al matrimonio, pero a Cletus no le parecía motivo suficiente para dejar de besarlas.

—Cuando te cases, toma a una de ellas como amante. O a las dos, ¿por qué no?

A Quentyn se le ocurrían muchas razones por las que no, de modo que desde aquel momento esquivó en la medida de lo posible a las gemelas, y no hubo un segundo beso.

Más recientemente, a la hija pequeña de lord Yronwood le había dado por seguirlo por todo el castillo. Gwyneth tenía doce años y era una cría menuda y flaca que destacaba por sus ojos oscuros y su melena castaña en una familia de rubios con ojos azules. Pero era lista, tan rápida con las palabras como con las manos, y le encantaba recordarle a Quentyn que tenía que esperar a que floreciera para casarse con ella.

Aquello ocurría antes de que el príncipe Doran lo convocara a los Jardines del Agua, pero entonces, la mujer más bella del mundo lo aguardaba en Meereen. Quentyn estaba plenamente decidido a cumplir con su deber y casarse con ella.

«No me rechazará. Cumplirá su parte del acuerdo. —Daenerys Targaryen necesitaría Dorne para hacerse con los Siete Reinos, y por tanto lo necesitaría a él—. Eso no quiere decir que vaya a amarme, claro. Puede que ni siquiera le guste.»

El camino describía una curva en la desembocadura del río, y en el recodo había varios vendedores de animales que ofrecían lagartos ocelados, serpientes rayadas gigantes y ágiles monitos con cola anillada y manitas rosadas de lo más habilidoso.

—A lo mejor a tu reina de plata le gustaría tener un mono —comentó Gerris.

Quentyn no tenía ni idea de qué le gustaba a Daenerys Targaryen. Había prometido a su padre que la llevaría a Dorne, pero cada vez albergaba más dudas sobre su aptitud para tal misión.

«Yo no pedí esto», pensó.

Al otro lado de la ancha franja del Rhoyne se divisaba la Muralla Negra que habían alzado los valyrios cuando Volantis no era más que un puesto avanzado de su imperio: un gran óvalo de piedra fundida, de setenta varas de alto y tan ancha que por su parte superior podían correr a la vez seis cuadrigas, cosa que sucedía una vez al año durante las fiestas que conmemoraban la fundación de la ciudad. Ni forasteros ni extranjeros ni libertos podían cruzar la Muralla Negra salvo que mediara invitación de sus habitantes, vástagos de la Antigua Sangre capaces de remontarse a la mismísima Valyria recitando los nombres de sus antepasados.

Allí el tráfico era más denso; se encontraban cerca del extremo occidental del puente Largo, que unía las dos mitades de la ciudad. Las calles estaban atestadas de carros, carretones y
hathays,
todos ellos dispuestos a cruzar el puente abandonándolo. Había esclavos por todas partes, numerosos como cucarachas, que se afanaban para cumplir los encargos de sus amos.

En las inmediaciones de la plaza del Pescado y la Casa del Mercader oyeron unos gritos procedentes de un callejón, y una docena de lanceros inmaculados, con sus armaduras ornamentadas y sus capas de piel de tigre, salió de la nada para abrir paso al triarca, que llegaba a lomos de su elefante. Era una bestia inmensa de piel gris con una hermosa armadura esmaltada que tintineaba con cada movimiento, y el castillo que llevaba en el lomo era tan alto que rozó el arco de piedra al pasar bajo él.

—Los triarcas se consideran tan superiores que sus pies no pueden rozar el suelo durante el año que pasan en el cargo —informó Quentyn a su compañero—. Siempre van en elefante.

—Bloqueando las calles y dejando montañas de mierda a su paso —señaló Gerris—. ¿Para qué necesitan tres príncipes en Volantis, si en Dorne nos las arreglamos con uno?

—Los triarcas no son reyes ni príncipes. Volantis es un feudo franco, igual que la Valyria de antaño. Todos los hacendados feudales comparten el poder; hasta las mujeres tienen derecho de voto si poseen tierras. Los tres triarcas se eligen de entre las familias nobles que pueden demostrar que descienden de la antigua Valyria, y ejercen el poder hasta el primer día del año nuevo. Todo esto lo sabrías tú también si te hubieras tomado la molestia de leer el libro que te dio el maestre Kedry.

—No tenía dibujos.

—Tenía mapas.

—Los mapas no cuentan. Si me hubiera dicho que salían tigres y elefantes, a lo mejor habría probado a leerlo, pero tenía pinta de libro de historia, y claro…

Cuando su
hathay
llegó junto a la plaza del Pescado, la elefanta levantó la trompa y barritó como un gigantesco ganso blanco, reacia a adentrarse en la marea de carros, carromatos, palanquines y peatones. El conductor la golpeó con los talones para obligarla a moverse.

Todos los pescaderos habían salido a pregonar su mercancía. Quentyn entendía como mucho una palabra de cada dos, pero no le hacían falta palabras para reconocer el pescado. Vio bacalaos, peces vela, sardinas, toneles de mejillones y almejas… En un tenderete había anguilas colgadas, y en otro se exhibía una tortuga gigantesca, pesada como un caballo, colgada de las patas traseras con cadenas de hierro. Los cangrejos forcejeaban en los toneles de salmuera y algas, y varios vendedores estaban friendo pescado con cebollas y remolachas, u ofreciendo un guiso de pescado muy cargado de pimienta que habían preparado en cazoletas de hierro.

En el centro de la plaza, bajo la estatua agrietada y decapitada de algún triarca muerto, una multitud había empezado a arremolinarse en torno a unos enanos que iban a dar un espectáculo. Los hombrecillos llevaban armaduras de madera; parecían caballeros en miniatura que se dispusieran a justar Quentyn vio como uno montaba a lomos de un perro y otro saltaba sobre un cerdo… para resbalar acto seguido, con lo que provocó una carcajada general.

—Tienen gracia —comentó Gerris—. ¿Nos quedamos a verlos pelear? Te conviene reírte un poco, Quent. Pareces un viejo que lleve meses sin ir al escusado.

«Tengo dieciocho años: seis menos que tú —pensó Quentyn—. No soy ningún viejo.»

—No me sirve de nada lo graciosos que sean esos enanos, a menos que tengan un barco.

—Si lo tienen, será pequeñito.

La Casa del Mercader, con sus cuatro pisos, se alzaba sobre los muelles, malecones y almacenes de los alrededores. Allí se mezclaban los comerciantes de Antigua y Desembarco del Rey con sus colegas de Braavos, Pentos y Myr, con ibbeneses velludos y qarthienses pálidos, con hombres de las Islas del Verano ataviados con capas de plumas e incluso con enmascarados portadores de sombras de Asshai.

Cuando Quentyn bajó del
hathay
sintió el calor de los adoquines a través de la suela de cuero. Ante la Casa del Mercader, a la sombra, había una mesa dispuesta sobre caballetes y adornada con gallardetes azules y blancos que ondeaban con cada soplo de aire. Cuatro mercenarios de ojos como pedernal rondaban por las inmediaciones de la mesa y llamaban a cualquier hombre o niño que pasara por allí.

«Hijos del viento. —Quentyn ya los había visto. Los sargentos estaban buscando carne fresca para sus filas antes de zarpar hacia la bahía de los Esclavos—. Cada hombre que se aliste con ellos es otra espada para Yunkai, otro puñal que quiere beber la sangre de mi futura prometida.» Un hijo del viento los llamó a gritos.

—No hablo valyrio —le respondió Quentyn.

Sabía leer y escribir alto valyrio, pero no tenía práctica a la hora de hablarlo, y la rama volantina se había alejado mucho del árbol original.

—¿Ponientis? —preguntó el hombre en la lengua común.

—Dornienses. Mi señor comercia con vinos.

—¿Tu señor? Que le den por culo. ¿Qué eres? ¿Un esclavo? Ven con nosotros y serás tu propio señor. ¿Quieres morir en la cama? Nosotros te enseñaremos a manejar la espada y la lanza. Irás a la batalla con el Príncipe Desharrapado y al volver serás más rico que un noble. Tendrás lo que quieras: mujeres, muchachitos, oro… Basta con que seas bastante hombre para cogerlo. Somos los hijos del viento y nos cagamos en la diosa asesina.

Dos mercenarios empezaron a vocear una canción de marcha. Quentyn entendió lo suficiente para captar la idea.

«Somos los Hijos del Viento —decía la letra—. Que el viento nos empuje hacia el este, a la bahía de los Esclavos. Allí mataremos al rey carnicero y nos follaremos a la reina dragón.»

—Si Cletus y Will siguieran con nosotros, volveríamos con el grandullón y les daríamos una buena paliza a estos —dijo Gerris.

«Cletus y Will han muerto.»

—No les hagas ni caso —replicó Quentyn.

Entraron en la Casa del Mercader perseguidos por las chanzas de los mercenarios, que los llamaban gallinas sin huevos y niñas miedosas.

El grandullón los esperaba en sus habitaciones de la segunda planta. Aunque el capitán de la
Triguero
les había recomendado aquella posada, Quentyn no tenía la menor intención de dejar sin vigilancia su oro y posesiones. No había puerto sin ladrones, ratas y putas, y en Volantis abundaban.

—Ya iba a salir a buscaros —dijo ser Achibald Yronwood al tiempo que desatrancaba la puerta. Su primo Cletus era quien había empezado a llamarlo «grandullón», y era una designación muy merecida. Arch medía veinte palmos y era de hombros anchos y barriga prominente, con piernas como troncos, manos como jamones y cuello inexistente. Una enfermedad infantil lo había dejado sin pelo, y su calva le parecía a Quentyn una roca muy lisa y rosada—. Venga, ¿qué dice el contrabandista? ¿Tenemos barca?

—Barco —corrigió Quentyn—. Sí, nos llevará, pero directos al infierno.

Gerris se sentó en un catre desnivelado y se quitó las botas.

—Dorne me resulta cada vez más apetecible.

—Insisto en que deberíamos ir por el camino del Demonio. Seguro que no es tan peligroso como dicen. Y aunque lo sea, así habrá más gloria para quienes se aventuren por él. ¿Quién se atreverá a importunarnos? La espada de Manan y mi martillo son más de lo que puede digerir ningún demonio.

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