Danza de dragones (37 page)

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Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
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—La
Comadrona
se quedará aquí tres días, ni uno más. Me necesitan en Villahermana.

—Si todo va bien, puede que vuelva mañana.

—¿Y si todo va mal?

«Puede que no vuelva.»

—En ese caso, no hace falta que me esperéis.

Dos aduaneros subieron a bordo al tiempo que él bajaba por la plancha, pero no le dedicaron ni una sola mirada. Querían ver al capitán e inspeccionar la carga; no tenían el menor interés por un marinero vulgar y corriente, y pocos marineros parecían más vulgares y corrientes que Davos Seaworth. Era de estatura mediana, con un severo rostro de campesino curtido por el viento y el sol, barba entrecana y pelo castaño, también salpicado de hebras blancas. Su atuendo era corriente: botas viejas, calzones pardos, túnica azul y un manto de lana sin teñir sujeto con un broche de madera. También llevaba unos guantes de cuero llenos de manchas de salitre, con los que ocultaba los dedos que le había cortado Stannis hacía ya tantos años. No parecía ningún señor, y menos aún la mano del rey. Era lo mejor, al menos hasta que supiera cómo marchaban las cosas por allí.

Recorrió el muelle y atravesó el mercado. La
Valeroso Magíster
estaba cargando los toneles de hidromiel que aguardaban apilados en el malecón. Tras unos toneles vio a tres marineros que jugaban a los dados. Más allá, las pescadoras pregonaban la captura del día, y un niño marcaba el ritmo en un tambor al tiempo que un oso viejo bailaba enmedio de un corro de marineros de agua dulce. Junto a la puerta de la Foca había apostados dos lanceros con la divisa de la casa Manderly en el pecho, aunque estaban demasiado concentrados en tontear con una prostituta del puerto para prestar la menor atención a Davos. La puerta estaba abierta
y
el rastrillo levantado, así que solo tuvo que atravesarla como cualquier otro transeúnte.

Al otro lado había una plaza empedrada con una fuente en el centro, de la que surgía un tritón de piedra que medía quince codos de la cola a la corona. Tenía la barba ondulante cubierta de líquenes, y una púa del tridente se había roto mucho antes de que naciera Davos, pero seguía resultando impresionante. La gente de la ciudad lo llamaba Viejo Pata de Pez; la plaza llevaba el nombre de un señor muerto tiempo atrás, pero todo el mundo la llamaba Patio del Pata de Pez.

Aquella tarde, el Patio bullía de actividad. Una mujer lavaba prendas interiores en la fuente del Pata de Pez y las colgaba a secar del tridente. En los soportales de los mercaderes, los escribas y los cambistas ya habían instalado sus tenderetes, al igual que un mago errante, una herborista y un malabarista pésimo. Un vendedor de manzanas llevaba la mercancía en una carretilla, y una mujer ofrecía arenques encebollados. Los niños y los pollos se cruzaban entre los pies de los viandantes. En anteriores visitas de Davos al Patio del Pata de Pez, las enormes puertas de hierro y roble de la vieja Casa de la Moneda siempre habían estado cerradas, pero en aquella ocasión las habían abierto de par en par. Dentro había cientos de mujeres, niños y ancianos, acuclillados en el suelo sobre pieles. Algunos habían encendido hogueras para cocinar.

Davos se detuvo en los soportales y compró una manzana por medio penique.

—¿Hay gente viviendo en la Casa de la Moneda? —preguntó al vendedor de fruta.

—No tienen otro sitio adonde ir. Casi todos son campesinos de la zona alta del Cuchillo Blanco, y también hay gente de Hornwood. Mientras ese Bastardo de Bolton ande suelto, todos querrán la protección de las murallas. No sé qué pensará hacer el señor con tanta gente; la mayoría no traía más que los harapos puestos.

Davos sintió una punzada de remordimiento.

«Vienen a buscar refugio a una ciudad adonde no han llegado los combates, y ahora llego yo para traerles la guerra a casa.» Dio un mordisco a la manzana, cosa que también lo hizo sentir culpable. —¿Cómo se las arreglan para comer?

—Unas mendigan, otros roban… —El frutero se encogió de hombros—. Muchas jóvenes empiezan en la profesión; es lo que han hecho siempre que no han tenido otra cosa que vender. Los niños, en cuanto levantan dos varas del suelo, buscan un puesto en los barracones de su señoría. El único requisito es que puedan sostener una lanza.

«Está reclutando hombres.» Eso era bueno… o malo, según. La manzana estaba seca y harinosa, pero Davos se obligó a darle otro mordisco. —¿Lord Wyman pretende unirse al Bastardo?

—La próxima vez que su señoría venga a comprar manzanas, se lo preguntaré.

—Tenía entendido que su hija iba a casarse con un Frey.

—Su nieta. Eso mismo tenía entendido yo, pero a su señoría se le ha olvidado mandarme la invitación para la boda. Eh, ¿os la vais a terminar? Si no, dadme el resto, esas semillas son buenas. Davos le dio el corazón de la fruta.

«Mala manzana, pero por medio penique he descubierto que Manderly está reuniendo un ejército.»

Rodeó al Viejo Pata de Pez y pasó junto a una muchacha que vendía tazones de leche de cabra. Desde que había llegado a la ciudad recordaba más cosas sobre ella. Si seguía en la dirección hacia la que apuntaba el tridente del Viejo Pata de Pez encontraría un callejón con un tenderete de pescado frito, dorado y crujiente por fuera, blanco y jugoso por dentro. Más allá había un burdel más limpio que la mayoría, donde cualquier marinero podía disfrutar de una mujer sin temor a que le robaran la bolsa o lo asesinaran. Hacia el otro lado, en una de las casas arracimadas y pegadas a los muros de la Guarida del Lobo como percebes al casco de un barco viejo, recordaba una cervecería donde servían su propia cerveza negra, tan espesa y sabrosa que un barril valdría su peso en oro del Rejo en Braavos o en el Puerto de Ibben, siempre y cuando los habitantes de la ciudad no se la bebieran toda.

Pero lo que le pedía el cuerpo era vino: vino amargo, negro, triste. Cruzó la plaza y bajó por un tramo de escaleras que llevaba a un tugurio llamado La Anguila Perezosa. En sus tiempos de contrabandista, La Anguila tenía fama de ofrecer las putas más viejas y el peor vino de Puerto Blanco, además de empanadas de carne llenas de grasa y ternillas que en los días buenos eran incomibles, y en los malos, venenosas. Los lugareños evitaban aquel local y lo dejaban para los marineros, que no lo conocían. En La Anguila Perezosa era imposible encontrarse con un guardia o con un oficial de aduanas.

Algunas cosas no cambiaban nunca. En el interior de La Anguila, el tiempo se había detenido. El techo abovedado seguía negro de hollín y el suelo seguía siendo de tierra batida; el aire apestaba a humo, carne podrida y vómito rancio. Los gruesos cirios de sebo de las mesas desprendían más humo que luz, y en aquella penumbra, el vino que había pedido Davos parecía más pardo que tinto. Junto a la puerta había cuatro prostitutas sentadas, y también bebían. Cuando Davos entró, una de ellas le dirigió una sonrisa esperanzada, pero él negó con la cabeza y la mujer dijo a sus compañeras algo que las hizo reír. Ninguna volvió a prestarle la menor atención.

Aparte de las prostitutas y el dueño, no había nadie más en La Anguila. Era una bodega grande, llena de recovecos y nichos oscuros que proporcionaban intimidad. Se llevó el vino a uno de ellos y se sentó a esperar con la espalda contra la pared.

Contempló el fuego que ardía en la chimenea. La mujer roja era capaz de ver el futuro en las llamas, pero Davos Seaworth solo veía sombras del pasado: los barcos incendiados, la cadena de fuego, las formas verdes que rasgaban el vientre de las nubes y, por encima de todo, la Fortaleza Roja. Davos era un hombre sencillo que había ascendido gracias al azar, a la guerra y a Stannis. No comprendía por qué los dioses se habían llevado a cuatro muchachos jóvenes y fuertes como sus hijos y en cambio habían perdonado al cansado padre. Algunas noches pensaba que había sido para que salvara a Edric Tormenta, pero el bastardo del rey Robert ya estaba a salvo en los Peldaños de Piedra, y él seguía vivo.

«¿Acaso los dioses me tienen reservada alguna otra misión? —se preguntó—. Si es eso, puede que se trate de Puerto Blanco.» Probó el vino y, acto seguido, vació media copa en el suelo.

A medida que se hacía de noche fueron llegando marineros que ocuparon los bancos de La Anguila. Davos pidió más vino al dueño, que se lo llevó junto con otra vela.

—¿Queréis algo de comer? Tenemos empanada de carne.

—¿Qué clase de carne?

—La normal. Es buena.

Las prostitutas se echaron a reír.

—Si la carne normal fuera gris —señaló una.

—Cierra el puto pico; tú bien que te la comes.

—Yo me como cualquier mierda, pero eso no quiere decir que me guste.

Davos apagó la vela en cuanto el dueño se alejó, y volvió a sentarse entre las sombras. Cuando corría el vino, aunque fuera tan malo como aquel, los marineros eran los seres más chismosos del mundo. Solo tenía que escuchar.

Casi todo lo que oyó era lo mismo que había descubierto en Villahermana, de labios de lord Godric o gracias a los clientes del Vientre de la Ballena. Tywin Lannister había muerto, asesinado por su hijo el enano, dejando un cadáver tan maloliente que durante días no hubo nadie capaz de entrar en el Gran Septo de Baelor. A la señora del Nido de Águilas la había asesinado un bardo y Meñique gobernaba el Valle, pero Yohn Bronce había jurado poner fin a aquello. Balon Greyjoy también había muerto, y sus hermanos estaban enfrentados por el Trono de Piedramar. Sandor Clegane se había convertido en un proscrito que saqueaba y asesinaba en las tierras del Tridente. Myr, Lys y Tyrosh se habían enfrentado en otra guerra. Una revuelta de esclavos arrasaba el este.

Otras noticias que oyó le resultaron más interesantes. Robett Glover estaba en la ciudad, también tratando de reunir un ejército. Lord Manderly había hecho oídos sordos a sus súplicas: según él, Puerto Blanco estaba harto de guerras. Mala cosa. Los Ryswell y los Dustin habían sorprendido a los hombres del hierro en el río Fiebre y habían prendido fuego a sus barcoluengos. Aún peor. Y el Bastardo de Bolton cabalgaba hacia el sur con Hother Umber para aliarse con ellos en un ataque contra Foso Cailin.

—El Mataputas en persona —aseguró un hombre que acababa de transportar un cargamento de pieles y leña Cuchillo Blanco abajo—, con trescientos lanceros y un centenar de arqueros. Seguro que a estas alturas ya se les han unido hombres de Hornwood, y también de Cerwyn.

Aquello fue lo peor de todo.

—Si sabe qué le conviene, lord Wyman tendrá que enviar hombres a la batalla —comentó el anciano sentado al final de la mesa—. Ahora, lord Roose es el Guardián y Puerto Blanco le debe lealtad; es una cuestión de honor.

—¿Qué sabrán de honor los Bolton? —bufó el propietario de La Anguila mientras servía más vino parduzco.

—Lord Wyman no irá a ninguna parte; ese cabrón está demasiado gordo.

—Tengo entendido que está enfermo, que no hace más que dormir y llorar. No puede ni salir de la cama, de tan mal que está.

—De tan gordo que está, querrás decir.

—Qué tendrá que ver que esté gordo o esté flaco —replicó el propietario—. Los leones tienen a su hijo.

Nadie mencionó al rey Stannis. Ninguno de los presentes parecía saber que su alteza había acudido al norte para colaborar en la defensa del Muro. En Guardiaoriente no se hablaba más que de salvajes, espectros y gigantes, pero allí ni siquiera se pensaba en ellos. Davos se inclinó hacia delante para que lo iluminara la luz del fuego.

—Creía que los Frey habían matado a su hijo —comentó—. Eso se decía en Villahermana.

—Sí, mataron a ser Wendel —corroboró el propietario—. Sus huesos reposan en el Septo de las Nieves rodeados de velas. Pero ser Wylis sigue prisionero.

«De mal en peor. —Sabía que lord Wyman había tenido dos hijos, pero creía que ambos habían muerto—. Si el Trono de Hierro tiene a uno de rehén… —Davos había tenido siete hijos y había perdido a cuatro en el Aguasnegras, y sabía que haría cualquier cosa que le exigieran hombres o dioses con tal de proteger a los tres que le quedaban. Steffon y Stannis estaban a miles de leguas de la guerra, a salvo de todo peligro, pero Devan se encontraba en el Castillo Negro de escudero del rey—. El rey cuya causa depende de Puerto Blanco.»

La conversación de los marineros se había centrado en los dragones.

—Estás como una puta cabra —dijo un remero de la
Danzarina de Tormentas
—. El Rey Mendigo lleva años muerto. Un señor dothraki de los caballos le cortó la cabeza.

—Eso es lo que nos han contado —replicó el viejo—. Pero ¿y si es mentira? Murió a medio mundo de aquí, si es que murió. ¿Quién sabe? Si un rey quisiera matarme a mí, a lo mejor me convenía hacerme el muerto. Ninguno de los presentes ha visto el cadáver.

—Tampoco he visto el cadáver de Joffrey, ni el de Robert —gruñó el propietario de La Anguila—. Puede que también estén vivos. Y puede que Baelor el Santo haya estado echando una siestecita todos estos años.

—Pero el príncipe Viserys no era el único dragón. ¿Cómo sabemos que mataron de verdad al hijo del príncipe Rhaegar? Era un niño de teta.

—Y también había una princesa, ¿no? —apuntó una prostituta, la misma que había dicho que la carne era gris.

—Dos —corrigió el anciano—. Una era la hija de Rhaegar, y la otra, su hermana.

—Daena —aportó el que transportaba mercancía por el río—. La hermana era Daena de Rocadragón. ¿O Daera?

—Daena era la esposa del viejo rey Baelor —dijo el remero—. Trabajé en un barco al que habían puesto su nombre, el
Princesa Daena.

—Si era la esposa del rey, sería reina.

—Baelor no tuvo reina, era santo.

—Eso no quiere decir que no se casara con su hermana —señaló la prostituta—, solo que no se acostó con ella. Cuando lo eligieron rey la encerró en una torre, igual que a sus otras hermanas. Eran tres.

—Daenela —zanjó el propietario—. Se llamaba Daenela. La hija del Rey Loco, quiero decir, no la puñetera esposa de Baelor.

—Daenerys —dijo Davos—. Le pusieron Daenerys en honor a la Daenerys que se casó con el príncipe de Dorne durante el reinado de Daeron II. No sé qué sería de ella.

—Yo sí —intervino el que había sacado a colación los dragones, un remero braavosi que vestía un chaleco de lana oscura—. Cuando íbamos rumbo a Pentos, atracamos junto a un mercante llamado
Ojos Negros,
y estuve en una taberna con el cocinero del capitán. Me contó un cuento sobre una muchachita flacucha que habían visto en Qarth, que intentaba comprar pasaje a Poniente para ella y sus tres dragones. Tenía el pelo de plata y los ojos violeta. «Yo mismo la llevé ante el capitán —me juró aquel hombre—, pero no quiso ni oír hablar del asunto. Me dijo que se sacaba más beneficio del clavo y el azafrán, y que las especias no prendían las velas.»

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