Danza de dragones (35 page)

Read Danza de dragones Online

Authors: George R. R. Martin

Tags: #Aventuras, Bélico, Fantástico

BOOK: Danza de dragones
8.23Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Dónde habéis aprendido a hacer eso? —rio Grif el Joven.

—Me enseñaron los titiriteros —mintió—. Mi madre me quería más que a ninguno de sus otros hijos, porque como era tan pequeño… Me dio pecho hasta los siete años. Eso ponía muy celosos a mis hermanos, así que me metieron en un saco y me vendieron a una compañía de titiriteros. Intenté huir, y el jefe de la compañía me cortó media nariz; así no tendría más remedio que ir con ellos y aprender a ser divertido.

La verdad era bastante diferente. Su tío le había enseñado unas cuantas piruetas cuando tenía seis o siete años, y Tyrion había aprendido con entusiasmo. Se pasó medio año dando volteretas alegremente por todo Roca Casterly, haciendo sonreír a septones, escuderos y criados por igual. Hasta Cersei se rió en un par de ocasiones al verlo.

Todo terminó bruscamente el día en que su padre regresó de un viaje a Desembarco del Rey. Aquella noche, durante la cena, Tyrion quiso sorprenderlo recorriendo sobre las manos la mesa principal en toda su longitud. Lord Tywin no se mostró nada satisfecho.

—Los dioses te hicieron enano; ¿es necesario que también seas bufón? Naciste león, no mono.

«Y ahora estás muerto, padre, así que daré tantas volteretas como quiera.»

—Tenéis talento para hacer sonreír a los demás —le dijo la septa Lemore mientras Tyrion se secaba los pies—. Deberíais dar las gracias al Padre, que otorga dones a todos sus hijos.

—Cierto es —reconoció con una sonrisa.

«Y cuando muera, haced el favor de enterrarme con una ballesta, para que pueda darle las gracias al Padre por sus dones, igual que se las di a mi padre terrenal.»

Aún tenía la ropa empapada tras el involuntario chapuzón, y la tela se le pegaba a los brazos y las piernas de la manera más incómoda. Mientras Grif el Joven se sentaba con la septa Lemore para que lo instruyera en los misterios de la fe, Tyrion se quitó las prendas mojadas y se puso otras secas.

Cuando volvió a cubierta, Pato lo recibió a carcajadas, lo que resultaba comprensible. Aquel atuendo no podía ser más cómico. Llevaba un jubón dividido a lo largo: el lado izquierdo era de terciopelo violeta tachonado de bronce, y el derecho, de lana amarilla con flores bordadas en verde. Los calzones estaban divididos de manera similar: la pernera derecha era verde, y la izquierda, de rayas rojas y blancas. Uno de los cofres que había enviado Illyrio estaba lleno de ropa de niño, polvorienta pero de buena factura. La septa Lemore había cortado cada prenda en dos partes y había cosido las mitades intercambiadas, para hacer rudimentarios disfraces de bufón. Grif se había empecinado en que Tyrion la ayudara a cortar y coser. Sin duda pretendía que fuera una experiencia humillante, pero Tyrion disfrutó con la aguja, y la compañía de Lemore siempre era grata, a pesar de su manía de reprenderlo cada vez que blasfemaba.

«Si Grif quiere hacerme pasar por bufón, le seguiré la corriente.» Sabía que, allá donde estuviera, lord Tywin Lannister contemplaría aquello con horror, y eso hacía la situación mucho más llevadera.

Su otra obligación no tenía nada de bufonesco.

«Pato tiene la espada; yo tengo pluma y pergamino.» Grif le había ordenado que recogiera por escrito todo cuanto supiera sobre los dragones. Era una tarea considerable, pero el enano le dedicaba tiempo todos los días, garabateando tan bien como podía, sentado con las piernas cruzadas en el altillo de la cabina.

Era mucho lo que Tyrion había leído sobre dragones a lo largo de los años. La mayor parte de esos relatos eran patrañas sin la menor credibilidad, y los libros que le había proporcionado Illyrio no eran los que él habría querido. Lo que le habría venido de maravilla era el texto íntegro de
Los fuegos del Feudo Franco,
la historia de Valyria narrada por Galendro. Pero en Poniente no se conocía ningún ejemplar completo, y hasta en el de la Ciudadela faltaban veintisiete pergaminos.

«Seguro que en la Antigua Volantis tienen una biblioteca. Puede que encuentre un ejemplar mejor allí, siempre que halle la forma de atravesar la Muralla Negra y llegar al centro de la ciudad.» Mucho menos esperanzado se sentía en el caso de
Dragones, anfipteros y guivernos. Historia antinatural,
del septón Barth. Barth, hijo de un herrero, llegó a mano del rey durante el reinado de Jaehaerys el Conciliador. Sus enemigos decían de él que tenía más de brujo que de septón, y Baelor el Santo, nada más ocupar el Trono de Hierro, ordenó que se destruyeran todos sus escritos. Diez años atrás, Tyrion había leído un fragmento de la
Historia antinatural
que, al parecer, se le había escapado a Baelor el Bienamado, pero tenía serias dudas de que la obra de Barth hubiera atravesado el mar Angosto. Y desde luego, era aún más improbable que encontrara el menor rastro del tomo fragmentario anónimo y ensangrentado cuyo título para unas veces
Sangre y fuego,
y otras,
La muerte de los dragones;
se decía que el único ejemplar existente se custodiaba bajo llave en una cripta de la Ciudadela.

Cuando el Mediomaestre apareció bostezando en cubierta, el enano se afanaba en plasmar en el pergamino todo lo que recordaba sobre los hábitos de apareamiento de los dragones, asunto sobre el que Barth, Munkun y Thomax tenían puntos de vista ciertamente distintos. Haldon se dirigió a popa para mear contra el ondulante reflejo del sol en el agua.

—¡Yollo! ¡Al anochecer llegaremos a la confluencia con el Rhoyne! —gritó el Mediomaestre.

—Me llamo Hugor. —Tyrion levantó la vista del pergamino—. A Yollo lo llevo en calzones. ¿Queréis que lo saque a jugar?

—Mejor no; podríais asustar a las tortugas. —La sonrisa de Haldon era afilada como la hoja de un puñal—. ¿Cómo dijisteis que se llamaba la calle de Lannisport donde habíais nacido?

—Era un callejón, no se llamaba de ninguna manera. —A Tyrion le provocaba un placer cáustico improvisar anécdotas de la pintoresca vida de Hugor Colina, también llamado Yollo, un bastardo de Lannisport.

«Las mejores mentiras son las que se condimentan con una pizca de verdad.» El enano sabía que su manera de hablar era propia de Poniente, y de alguien de alcurnia para más señas, así que Hugor debía de ser hijo ilegítimo de algún señor. Lo de Lannisport era porque conocía aquella ciudad mejor que Antigua o Desembarco del Rey, y además porque la mayoría de los enanos, hasta los que procedían de un entorno más agreste, acababan en las ciudades. En los pueblos y en el campo no había ferias ambulantes con monstruos ni espectáculos de titiriteros. Lo que sobraba eran pozos donde ahogar gatitos recién nacidos, terneros de tres cabezas y bebés como él.

—Ya veo que os empeñáis en emborronar pergaminos, Yollo. —Haldon se ató la lazada de los calzones.

—No todos podemos ser medio maestres. —A Tyrion le dolía la mano. Dejó la pluma y flexionó los dedos regordetes—. ¿Otra partidita de
sitrang?
—El Mediomaestre siempre lo derrotaba, pero era una forma como otra cualquiera de pasar el rato.

—Esta tarde. ¿Queréis estar con nosotros durante la lección de Grif el Joven?

—¿Por qué no? Alguien tendrá que corregiros cuando os equivoquéis.

La
Doncella Tímida
contaba con cuatro camarotes. Yandry e Ysilla compartían uno; Grif y Grif el Joven, otro, mientras que la septa Lemore y Haldon tenían camarotes individuales. El del Mediomaestre era el mayor de los cuatro. Una pared estaba forrada de estanterías y cubos llenos de pergaminos antiguos. En otra había estantes de ungüentos, hierbas y pócimas. Los rayos de luz dorada atravesaban el ondulado cristal amarillo del ojo de buey. El mobiliario comprendía un catre, un escritorio, una silla y un taburete, así como el tablero de
sitrang
del Mediomaestre, con sus piezas de madera tallada.

La primera parte de la clase se dedicaba a los idiomas. Grif el Joven hablaba la lengua común como si lo hubieran amamantado con ella, y dominaba el alto valyrio, los dialectos vulgares de Pentos, Tyrosh, Myr y Lys, y el lenguaje comercial de los marineros. El volantino era tan nuevo para él como para Tyrion, así que ambos aprendían cada día unas cuantas palabras mientras Haldon les corregía los errores. El meereeno era aún más complicado: también tenía raíces valyrias, pero las ramas estaban llenas de injertos del áspero idioma del Antiguo Ghis.

—Para hablar bien el ghiscario hay que meterse una abeja por la nariz —se quejó Tyrion. Grif el Joven se echó a reír.

—Otra vez —fue la única respuesta del Mediomaestre.

El muchacho obedeció, aunque en esa ocasión puso los ojos en blanco al ritmo del ceceo.

«Tiene mejor oído que yo —hubo de reconocer Tyrion—, pero me juego lo que sea a que yo tengo la lengua más flexible.»

Después de los idiomas llegaba la geometría. El muchacho no tenía tanta disposición para esa asignatura, pero Haldon era un maestro paciente, y Tyrion también resultaba útil. Los maestres de su padre en Roca Casterly le habían enseñado los misterios de cuadrados, círculos y triángulos, y recordarlos le había costado mucho menos de lo que imaginaba. Cuando llegó la hora de la historia, Grif el Joven empezaba a impacientarse.

—La última vez estuvimos hablando de Volantis —le dijo Haldon—. ¿Podéis explicarle a Yollo la diferencia entre un tigre y un elefante?

—Volantis es la más antigua de las Nueve Ciudades Libres, y la primera hija de Valyria —empezó el muchacho con tono aburrido—.

Después de la Maldición, los volantinos se consideraron herederos del Feudo Franco y gobernantes legítimos del mundo, pero no se pusieron de acuerdo sobre la manera de poner en práctica ese dominio. La Antigua Sangre era partidaria de la espada, mientras que los mercaderes y prestamistas optaban por el comercio. Se enfrentaron por el control de la ciudad, y las dos facciones fueron conocidas como los tigres y los elefantes, respectivamente.

»Los tigres ocuparon el poder durante casi un siglo tras la Maldición de Valyria, y el éxito los acompañó durante cierto tiempo. Una flota volantina tomó Lys; un ejército volantino capturó Myr, y durante dos generaciones, las tres ciudades se gobernaron desde dentro de la Muralla Negra. Esta situación llegó a su fin cuando los tigres trataron de devorar Tyrosh. Pentos entró en guerra del lado tyroshi, junto con el Rey de la Tormenta ponienti. Braavos le cedió a un exiliado lyseno cien navíos de guerra; Aegon Targaryen voló desde Rocadragón a lomos del Terror Negro, y tanto Myr como Lys se rebelaron. La guerra convirtió las Tierras de la Discordia en un erial, y liberó del yugo a las dos ciudades. No fue la única derrota que sufrieron los tigres: la flota que enviaron para hacerse con Valyria desapareció en el mar Humeante. Qohor y Norvos se libraron de los tigres en el Rhoyne cuando las galeras de fuego combatieron en el lago Daga. Los dothrakis atacaron desde el este para echar a los aldeanos de sus chozas y a los nobles de sus haciendas, hasta que entre el bosque de Qohor y los manantiales del Selhoru solo quedaron ruinas y hierbajos. Tras un siglo de guerra, Volantis había quedado deshecha, arruinada y despoblada, y fue entonces cuando se alzaron los elefantes. Desde entonces ocupan el poder. Hay años en que los tigres eligen a un triarca y hay años en que no, pero nunca más de uno, de modo que los elefantes llevan trescientos años gobernando la ciudad.

—Muy bien —asintió Haldon—. ¿Quiénes son los triarcas actuales?

—Malaquo es tigre, y Nyessos y Doniphos son elefantes.

—¿Qué lección nos enseña la historia de Volantis?

—Que si se quiere conquistar el mundo, más vale tener dragones.

Tyrion no pudo contener una carcajada. Más tarde, cuando Grif el Joven subió a cubierta para ayudar a Yandry con las velas y las pértigas, Haldon preparó el tablero de
sitrang
para echar una partida. Tyrion lo observó con sus ojos dispares.

—El chico es listo; lo estáis educando bien. Duele reconocerlo, pero ni la mitad de los señores de Poniente son tan leídos: idiomas, historia, canciones, sumas… Menudo potaje para un hijo de mercenario.

—En las manos adecuadas, un libro puede ser tan peligroso como una espada —señaló Haldon—. Esta vez, tratad de ponérmelo más difícil, Yollo. El
sitrang
se os da tan mal como las acrobacias.

—Espero a que os confiéis —replicó Tyrion. Empezaron a colocar las piezas a ambos lados de la pantalla divisoria de madera—. Creéis que me habéis enseñado a jugar, pero las apariencias engañan. Puede que aprendiera del mercachifle, ¿no os habéis parado a pensarlo?

—Illyrio no juega al
sitrang.

«No —pensó el enano—, juega al juego de tronos, y ni Grif ni Pato ni tú sois más que piezas que moverá adonde quiera y sacrificará cuando le convenga, igual que sacrificó a Viserys.»

—Entonces, la culpa la tenéis vos. Es cosa vuestra.

—Os echaré de menos cuando los piratas os corten el cuello, Yollo —rio el Mediomaestre.

—¿Dónde están esos famosos piratas? Empiezo a creer que os los habéis inventado Illyrio y vos.

—Abundan más en el tramo que va desde Ar Noy hasta los Pesares. Por encima de Ar Noy, los qohorienses dominan el río, y por debajo de los Pesares lo dominan las galeras de Volantis, pero el tramo intermedio es de los piratas. El lago Daga está lleno de islotes con cuevas escondidas y fortalezas secretas donde se ocultan. ¿Estáis preparado?

—¿Para vos? No os quepa duda. ¿Para los piratas? Ya no estoy tan seguro.

Haldon retiró la pantalla, y cada uno estudió la distribución de apertura del otro.

—Estáis aprendiendo —apuntó el Mediomaestre.

Tyrion estuvo a punto de coger su dragona, pero se lo pensó mejor. En la última partida la había movido demasiado pronto y la había perdido ante un trabuquete.

—Si al final nos encontramos con esos fabulosos piratas, puede que me una a ellos. Les diré que me llamo Hugor Mediomaestre. —Movió su caballería ligera hacia las montañas de Haldon.

—Hugor Medioseso os quedaría mejor.

—Me basta con la mitad de la sesera para rivalizar con vos. —Tyrion movió la caballería pesada para defender la ligera—. ¿Queréis apostar sobre el resultado?

—¿Cuánto? —inquirió el Mediomaestre con una ceja arqueada.

—No tengo monedas. Nos jugaremos nuestros secretos.

—Grif me cortaría la lengua.

Other books

The Right Call by Kathy Herman
Unstoppable by Ralph Nader
The Mythos Tales by Robert E. Howard
The Possessions of a Lady by Jonathan Gash
Amanda McCabe by The Rules of Love
The Red Fox: A Romance by Hunter, Kim
Edge of Midnight by Charlene Weir
Map of Bones by James Rollins