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Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #Fantástico

Cuentos desde el Reino Peligroso (16 page)

BOOK: Cuentos desde el Reino Peligroso
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—¡Ah, tan lejos! —dijo Egidio con profundo alivio—. He oído comentar que hay gente muy rara por aquellos lugares. Allí tenía que haber sido. Que se las arreglen como puedan. Deja de fastidiarme con tales historias. ¡Lárgate!

Garm se marchó y comentó por todo el pueblo lo ocurrido. No se olvidó de mencionar que su amo no había mostrado el menor sobresalto.

—Se quedó impertérrito y siguió con el desayuno.

A la puerta de sus casas los vecinos lo comentaron con regocijo.

—Como en las viejas épocas —decían—. Y justo cuando llega la Navidad. Tan a tiempo. ¡Qué contento se va a poner el rey! Estas fiestas tendrá en su mesa una cola auténtica.

Pero al día siguiente llegaron más noticias. Parecía que el dragón era excepcionalmente grande y feroz. Estaba causando grandes estragos.

—¿Y los caballeros del rey? —comenzó a preguntarse la gente.

Otros se habían hecho ya la misma pregunta. Mensajeros de las villas más afectadas por la presencia de Crisófilax llegaban cada día ante el rey, y preguntaban repetidamente y en el tono más elevado que su atrevimiento les permitía:

—¿Qué es de vuestros caballeros, señor?

Pero los caballeros no hacían nada. Oficialmente no sabían nada del dragón. Así que el rey tuvo que hacerles llegar de forma oficial la noticia y pedirles que pasasen a la acción tan pronto como lo juzgasen pertinente. Se vio desagradablemente sorprendido cuando comprendió que nunca les venía bien y que cada día posponían su intervención.

Sin embargo, las excusas de los caballeros eran bien convincentes. En primer lugar, el cocinero real ya tenía preparada la cola de dragón para aquellas Navidades, pues era el tipo de persona que cree que las cosas han de hacerse con tiempo. No sería elegante ofenderlo presentándose en el último minuto con una cola auténtica. Era un servidor muy valioso.

—¡Dejad en paz la cola! ¡Cortadle la cabeza y terminad de una vez con él! —gritaban los mensajeros de los pueblos más afectados.

Pero aquí estaba ya la Navidad, y por desgracia había un gran torneo programado para el día de San Juan: se había invitado a caballeros de numerosos reinos, que acudían para competir por un valioso trofeo. De ninguna forma podía pensarse en desperdiciar las oportunidades de los caballeros del Reino Medio al enviar a los mejores hombres a cazar un dragón antes de que el torneo hubiese terminado.

Luego estaba la fiesta de Año Nuevo.

Pero cada noche el dragón se desplazaba, y cada desplazamiento lo acercaba más y más a Ham. La noche de Año Nuevo la gente pudo ver llamaradas a lo lejos. El dragón se había instalado como a unas diez millas en un bosque que ahora ardía a placer. Era un dragón fogoso cuando le venía en gana.

Después de aquello, la gente comenzó a volver su mirada al granjero Egidio y a cuchichear a sus espaldas, cosa que le hacía sentirse muy molesto; con todo, simulaba no enterarse. Al día siguiente el dragón se aproximó varias millas más. El mismo Egidio comenzó a criticar en voz alta el escándalo de los caballeros del rey.

—Me gustaría saber qué hacen para ganarse el pan —dijo.

—A nosotros también —dijeron todos en Ham.

Pero el molinero añadió:

—Tengo entendido que a algunos aún los hacen caballeros por méritos propios. Después de todo, aquí nuestro buen AEgidius es también en cierta forma un caballero. ¿Acaso no le envió el rey una carta con su sello y una espada?

—Se necesita algo más que una espada para ser caballero —dijo Egidio—. Tienes que ser armado y todo eso, según tengo entendido. De cualquier modo, yo tengo mis propios asuntos que atender.

—¡Oh!, pero seguro que el rey te armaría, si se lo pedimos — dijo el molinero—. Vamos a hacerlo antes de que sea demasiado tarde.

—¡Ni hablar! —dijo Egidio—. La caballería no es para los de mi clase. Soy granjero y estoy muy ufano de serlo: un hombre sencillo y honrado, y los hombres honrados no hacen buen papel en la corte, dicen. Eso te va mejor a ti, maese molinero.

El párroco se sonrió, aunque no por la contestación del granjero, porque él y el molinero siempre estaban devolviéndose las pullas como enconados enemigos que eran, según se decía en Ham. Lo había asaltado de repente una idea que lo entusiasmó. Pero de momento no dijo nada. El que no parecía tan entusiasmado era el molinero, que frunció el ceño.

—Simple, desde luego —dijo—, y honrado quizá. Pero ¿es preciso estar en la corte y ser caballero para matar un dragón? Valor es todo lo que se necesita, como ayer mismo se lo oí decir a maese AEgidius. ¿No os parece que él es tan valiente como cualquier caballero?

Todos los presentes gritaron «¡por supuesto que no!» a la primera pregunta; y a la segunda, «¡claro que sí! ¡Tres hurras por el héroe de Ham!».

El granjero Egidio regresó a casa bastante inquieto. Se estaba dando cuenta de que cuando se alcanza cierta reputación, se hace preciso mantenerla, y que esto puede resultar incómodo. Dio una patada al perro y escondió la espada en un armario de la cocina. Hasta entonces había estado colgada sobre la chimenea.

Al día siguiente el dragón se dirigió hacia el vecino pueblo de Quercetum (Oakley en lengua vulgar). No sólo devoró ovejas, vacas y uno o dos niños de tierna edad, sino que se comió también al párroco. De forma harto imprudente el cura había intentado disuadirlo de seguir por los senderos del mal. Aquel suceso produjo una tremenda conmoción. Todos los habitantes de Ham, con su propio párroco a la cabeza, subieron a la colina y se presentaron ante el granjero Egidio.

—Dependemos de ti —dijeron; y se quedaron a su alrededor mirándolo hasta que la cara del granjero se puso más roja que su barba.

—¿Cuándo vas a entrar en acción?

—Bueno, hoy no puedo hacer nada. Y no se hable más —dijo—. Tengo un trabajo enorme, porque está enfermo mi vaquerizo y... Ya veré.

Se marcharon. Pero al atardecer corrió el rumor de que el dragón se encontraba incluso más cerca, así que todos volvieron.

—Dependemos de ti, maese AEgidius —dijeron.

—Ya, ya —les contestó—. En estos momentos me es prácticamente imposible. La yegua se ha mancado y las ovejas están ya en época de parir. Me ocuparé de ello en cuanto pueda.

Así que se fueron de nuevo, no sin ciertos murmullos y cuchicheos. El molinero hacía bromas a su costa. El párroco se quedó y no hubo manera de deshacerse de él. Se invitó a cenar y dejó caer algunas indirectas. Incluso quiso saber qué había sido de la espada e insistió en verla.

Yacía ésta sobre la balda de un armario en el que cabía con apreturas, y tan pronto como Egidio el granjero la sacó ella misma se desenvainó como un rayo, y el granjero dejó caer la vaina como si estuviera al rojo. El párroco se puso en pie de un salto, volcando la cerveza. Levantó con sumo cuidado la espada y trató de volverla a la funda, pero no llegaba a entrar ni un solo palmo: volvía a salirse limpiamente en cuanto apartaba la mano de la empuñadura.

—¡Dios mío! ¡Qué cosa más extraña! —dijo el párroco, y se puso a observar con detenimiento funda y hoja.

Él era un hombre culto, mientras que el granjero sólo podía reconocer con dificultad las letras unciales y no era capaz de leer con seguridad ni su propio nombre. Debido a ello, nunca había prestado atención a las extrañas letras que se podían apreciar borrosamente sobre la vaina y la espada. Por lo que respecta al armero del rey, estaba tan acostumbrado a las runas, nombres y otros símbolos de poder y prestancia inscritos en las espadas y sus fundas que no se había preocupado mucho por ellas; en cualquier caso, pensó que era una antigualla.

Pero el párroco las contempló durante largo rato y arrugó el entrecejo. Verdad es que había esperado encontrar alguna inscripción en la espada o en la vaina, y en realidad ésta era la idea que se le había ocurrido el día anterior; mas ahora estaba sorprendido por lo que veía, porque eran letras y signos (ciertamente), aunque no podía entender ni jota.

—Hay una inscripción en la vaina y algunos signos... mmm... epigráficos pueden verse también sobre la hoja —dijo.

—¿De verdad? —dijo Egidio—. ¿Y qué pueden significar?

—Los caracteres son arcaicos y la lengua bárbara —dijo el párroco para ganar tiempo—, será necesario un estudio más detenido.

Le rogó que le prestara aquella noche la espada, a lo que el granjero accedió encantado.

Cuando el párroco hubo regresado a casa, tomó de su biblioteca un montón de libros de consulta y se quedó trabajando durante buena parte de la noche. La mañana trajo la noticia de que el dragón se encontraba aún más cerca. Todos los vecinos de Ham echaron el cerrojo a sus puertas y cerraron las ventanas; y los que tenían bodegas bajaron a ellas y allí se quedaron sentados, temblando a la luz de las velas.

Pero el párroco se deslizó fuera y fue de puerta en puerta diciendo a todo el que quería oírlo a través de una rendija o del ojo dela cerradura lo que había descubierto en su estudio.

—Nuestro buen AEgidius —decía— es ahora, por la gracia del rey, el poseedor de Caudimordax, la famosa espada que los romances populares casi siempre llaman Tajarrabos.

Los que oían este nombre abrían por lo general la puerta. Conocían la fama de Tajarrabos, pues aquella espada había pertenecido a Bellomarius, el más poderoso exterminador de dragones de todo el reino. Algunas crónicas lo consideraban tatarabuelo materno del rey. Eran innumerables las baladas y leyendas de sus hechos, que, aunque olvidados en la corte, aún se recordaban en las aldeas.

—Esta espada —dijo el párroco— no puede permanecer enfundada mientras haya un dragón en un radio de cinco millas; y no hay duda de que, blandida por la mano de un valiente, ningún dragón podría resistírsele.

La gente comenzó a recobrar los ánimos; algunos incluso abrieron las ventanas y asomaron la cabeza. Al final el párroco convenció a unos pocos para que se le uniesen; pero sólo el molinero iba de verdad contento. Ver a Egidio metido en un buen aprieto compensaba, en su opinión, el riesgo.

Subieron la colina, no sin dirigir ansiosas miradas hacia el norte, más allá del río. No había señal del dragón. Probablemente estuviera durmiendo: se había estado hartando durante toda la Navidad.

El párroco (y el molinero) aporrearon la puerta del granjero. No hubo respuesta, así que aporrearon más fuerte. Por fin apareció Egidio, el rostro todo enrojecido. También él había pasado sentado gran parte de la noche, bebiendo una buena cantidad de cerveza; y continuó con ella tan pronto se levantó.

Todos se arracimaron a su alrededor, llamándole Buen AEgidius, Osado Ahenobarbus, Gran Julius, Fiel Agrícola, Orgullo de Ham, Héroe de la Región. Y hablaron de Caudimordax, de Tajarrabos, de la Espada Que No Se Podía Enfundar, Muerte o Victoria, la Gloria de la Caballería Rural, la Espina Dorsal del País, Dechado de Ciudadanos, hasta que la cabeza del granjero se hizo irremisiblemente un lío.

—¡Basta ya! ¡De uno en uno! —dijo cuando tuvo oportunidad—. ¿Qué significa todo esto? ¿Qué significa todo esto? Estoy muyocupado, ¿entendéis?

De modo que dejaron que el párroco explicara la situación. Entonces tuvo el molinero el placer de ver al granjero en el mayor apuro que podía desearle. Pero las cosas no salieron exactamente como esperaba. Por un lado, Egidio había trasegado un montón de cerveza; por otro, mostró un curioso sentido de orgullo y envalentonamiento cuando supo que, en realidad, su espada era Tajarrabos. En su niñez le habían gustado mucho las leyendas sobre Bellomarius, y antes de llegar a la madurez había deseado algunas veces poseer la espada maravillosa de un héroe. Se le ocurrió, pues, de improviso que podía blandir a Tajarrabos y salir a dar caza al dragón. Pero se había pasado toda la vida regateando, de modo que hizo un esfuerzo más para dar largas al asunto.

—¡Cómo! —dijo—. ¿Yo cazando dragones? ¿Con estas calzas viejas y este chaleco? Los enfrentamientos con dragones precisan de algún tipo de armadura, según tengo entendido. En esta casa no hay ninguna. Y no hay más que hablar —dijo.

Todos estuvieron de acuerdo en que el caso era un tanto peliagudo; enviaron, pues, a buscar al herrero. El herrero movió la cabeza. Era un hombre lento, sombrío, al que apodaban Sam
el Solead
, aunque su verdadero nombre era Fabricius Cunctator. Nunca silbaba mientras hacía su trabajo, a no ser que se hubiese producido un desastre después de que él lo hubiera predicho (una helada en mayo, por ejemplo). Como se pasaba el día entero anunciando catástrofes de todo tipo, pocas ocurrían sin que las hubiese anticipado; de forma que se apuntaba los aciertos. Era su mayor placer. Resultaba natural, por lo tanto, que se mostrase remiso a hacer nada que pudiera evitarlas. Volvió a mover la cabeza.

—No puedo hacer una armadura de la nada —dijo—. Y, además, no es mi especialidad. Es mejor que llaméis al carpintero y que le haga un escudo de madera. No es que le vaya a servir de mucho ante el fuego del dragón.

Se les puso la cara larga; pero el molinero no era persona que abandonase fácilmente su plan de enviar a Egidio contra el dragón, si estaba dispuesto a ir; o bien, si al final se negaba, hacer estallar la pompa de su reputación en la localidad.

—¿Qué tal una cota de malla? —preguntó—. Siempre es una ayuda; y no necesita ser muy elegante; se trata de hacer un trabajo, no de exhibirse en la corte. ¿Qué fue de tu viejo jubón de cuero, amigo AEgidius? En la fragua hay un montón de anillas y eslabones. Supongo que ni maese Fabricius sabe lo que hay por allí tirado.

—No sabes lo que dices —dijo el herrero, animándose poco a poco—. Si en lo que piensas es en una auténtica cota de malla, entonces no hay nada que hacer; se necesita toda la habilidad de los gnomos, cada anilla enlazada a otras cuatro, y todo eso. Incluso aunque yo fuera capaz de hacerlo, tendría que estar semanas trabajando. Y para entonces todos nosotros estaríamos ya en la fosa —dijo— o cuando menos en la panza del dragón.

Y mientras el herrero comenzaba a sonreír, los demás se retorcían las manos abatidos. Pero estaban ya tan asustados que no querían dejar de lado el plan del molinero, y se volvieron a él en busca de consejo.

—Bueno —dijo—. He oído que en otros tiempos los que no podían comprarse las brillantes corazas fabricadas en las Tierras del Sur solían coser sobre un jubón de cuero anillas de hierro, y se conformaban con eso. Veamos lo que se puede hacer en este sentido.

Así que Egidio tuvo que desempolvar su viejo jubón, y al herrero se lo mandó a su fragua a toda prisa. Buscaron allí por todos los rincones y dieron vuelta al montón de chatarra, cosa que no se hacía en años. Al final encontraron, todo perdido de herrumbre, un buen número de pequeñas anillas desprendidas de alguna vieja cota, tal como las había descrito el herrero. Sam, más sombrío y disgustado a medida que la tarea parecía garantizar alguna esperanza, fue obligado a ponerse a trabajar en seguida, reuniendo, ordenando y limpiando las anillas; y cuando se vio con claridad que no eran suficientes para una persona tan ancha de pecho y espaldas como maese AEgidius, cosa que él hizo notar con satisfacción, le obligaron a deshacer viejas cadenas y convertir los eslabones en anillas tan finas como dio de sí su habilidad con el martillo.

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