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Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #Fantástico

Cuentos desde el Reino Peligroso (20 page)

BOOK: Cuentos desde el Reino Peligroso
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—¿A qué se debe todo ese ruido? —preguntó el rey—. Ordenad a la gente que se vaya a sus casas y que guarden decentemente el luto. Esto parece un mercado de aves.

—El dragón ha vuelto, señor —le contestaron.

—¿Qué? —dijo el rey—. Reunid a todos los caballeros, o lo que quede de ellos.

—No hay necesidad, milord —contestaron—. Con maese AEgidius a sus espaldas, el dragón es la docilidad misma. Por lo menos, así se nos ha informado. Las noticias acaban de llegar y son contradictorias.

—¡Dios bendito! —dijo el rey, visiblemente aliviado—. Y pensar que habíamos ordenado celebrar pasado mañana un oficio fúnebre por ese individuo. ¡Que lo supriman! ¿Hay alguna noticia de nuestro tesoro?

—Los informes hablan de una auténtica montaña, señor — contestaron.

—¿Cuándo llegará? —preguntó el rey con ansiedad—. Un buen hombre ese AEgidius. ¡Pasadle a nuestra presencia en cuanto llegue!

Se produjo una cierta demora a la hora de responder. Por último, alguien se armó de valor y dijo:

—Perdonad, señor, pero hemos oído que el granjero se ha desviado hacia su casa. Sin duda se apresurará a presentarse aquí tan pronto como se halle convenientemente ataviado.

—Sin duda —dijo el rey—. Pero ¡mal haya su atuendo! No tenía excusa para irse a casa sin rendir cuentas. Estamos muy disgustados.

La primera oportunidad llegó y pasó, al igual que muchas otras. De hecho, Egidio llevaba ya una semana larga en casa y la corte no había recibido aún noticias o mensajes suyos.

Al décimo día la ira del rey estalló.

—¡Mandad traer a ese individuo! —dijo; y fueron a buscarlo. Costaba un día de duro cabalgar llegar a Ham, y otro tanto volver.

—¡No quiere venir, señor! —anunció un tembloroso mensajero al cabo de dos días.

—¡Rayos del cielo! —tronó el rey—. ¡Mandadle que se presente el próximo martes, o lo meteré en prisión de por vida!

—Perdonad, señor, pero aun así se niega a venir —explicó un acongojadísimo mensajero tras regresar solo el martes.

—¡Diez mil truenos! —exclamó el rey—. ¡Encerrad inmediatamente a ese individuo! Mandad ahora mismo a unos cuantos hombres para que traigan encadenado a ese patán —gritó a los que se encontraban a su alrededor.

—¿Cuántos...? —tartamudearon—. Está el dragón y... Tajarrabos y...

—¡Y majaderías y bobadas! —dijo el rey.

Luego mandó traer su caballo blanco, reunió a sus caballeros (o lo que quedaba de ellos) y una compañía de hombres de armas, y partió al galope con fiera rabia. Toda la gente salió de sus casas sorprendida.

Pero Egidio el granjero se había convertido en algo más que un héroe: era el ídolo local; y la gente no vitoreó al paso de los caballeros y hombres de armas, aunque aún se descubrieron ante el rey. A medida que se acercaban a Ham el ambiente se hacía más sombrío; en algunos pueblos los vecinos se encerraron en sus casas y no se dejaron ver.

Aquello transformó la ira ardiente del rey en fría cólera. Su aspecto era torvo cuando llegó al galope hasta el río tras el que se encontraban Ham y la casa del granjero. Había pensado prender fuego al lugar. Pero allí estaba Egidio el granjero, en el puente, sobre su yegua torda y con Tajarrabos al puño. No había nadie más a la vista, a excepción de Garm, echado sobre el camino.

—¡Buenos días, señor! —dijo Egidio, alegre como unas pascuas y sin esperar a que le dirigiesen la palabra.

El rey le lanzó una fría mirada.

—Tus maneras no son las más apropiadas ante Nos —dijo—, pero eso no te excusa de presentarte cuando se te llama.

—No pensaba hacerlo, señor. Eso es todo —dijo Egidio—. Tengo asuntos propios en los que ocuparme, y ya he desperdiciado mucho tiempo en vuestro servicio.

—¡Diez mil truenos! —contestó el rey, otra vez rojo de ira—. ¡Al diablo contigo y tu insolencia! Después de esto no obtendrás recompensa alguna y serás muy afortunado si escapas a la horca. Porque te haré ahorcar a menos que supliques nuestro perdón aquí y ahora y nos devuelvas la espada.

—¿Cómo? —dijo Egidio—. Reconozco que ya he recibido mi premio. «Lo que se da no se quita», decimos aquí. Y estoy seguro de que Tajarrabos está mejor en mis manos que en las de vuestra gente. Y, por cierto, ¿a qué se debe tanto caballero y soldado? Si venís de visita, con menos hubieseis sido bien recibidos. Si queréis llevarme, os harán falta muchos más.

El rey se sofocó; los caballeros se pusieron muy colorados y bajaron los ojos al suelo. Algunos de los hombres de armas que se encontraban a espaldas del monarca se permitieron una sonrisa.

—¡Dame mi espada! —gritó el rey, recuperando la voz, pero olvidando el plural mayestático.

—¡Dadnos vuestra corona! —dijo Egidio: una afirmación inusitada, como nunca hasta entonces se había oído en todos los días del Reino Medio.

—¡Rayos del cielo! ¡Atrapadlo y atadlo! —gritó el rey justamente encolerizado por lo que había oído—. ¿A qué esperáis? ¡Prendedlo o matadlo!

Los soldados avanzaron.

—¡Socorro, socorro, socorro! —aulló Garm.

Justo en aquel momento de debajo del puente asomó el dragón. Había permanecido sumergido, oculto en el extremo más lejano. A la sazón dejaba escapar un terrible chorro de vapor, pues había tragado muchos galones de agua. Inmediatamente se formó una densa niebla en la que sólo se veían los ojos rojos del dragón.

—¡Volved a casa, estúpidos —bramó—, o acabaré con vosotros! En el paso montañoso yacen fríos ya muchos caballeros, y pronto habrá más en el río. ¡Todos los corceles y hombres del rey! —rugió.

Entonces saltó hacia adelante y clavó su garra en la blanca montura del monarca, que salió galopando como los diez mil truenos que su amo mencionaba tan a menudo. Los otros caballos lo siguieron con la misma celeridad: algunos ya se las habían visto antes con el dragón y no guardaban buen recuerdo. Los hombres de armas se dispersaron como Dios les dio a entender en todas las direcciones menos la de Ham.

El caballo blanco, que sólo tenía algunos rasguños, no logró ir muy lejos. El rey lo obligó pronto a dar la vuelta. Todavía podía gobernar su caballo; y nadie iba a decir que temía a alguien en este mundo, hombre o dragón. Para cuando volvió, ya se había disipado la niebla, al igual que los caballeros y soldados. Ahora las cosas presentaban otro aspecto, con el rey completamente solo dirigiendo la palabra a un resuelto granjero, que para colmo contaba con Tajarrabos y el dragón.

Pero la entrevista no sirvió de nada. El granjero Egidio era obstinado. No estaba dispuesto a ceder, aunque tampoco a luchar, pormás que el rey lo retó a combate singular allí y en aquel momento.

—No, milord —dijo riéndose—. Volved a casa y calmaos. No quiero haceros daño, pero será mejor que os marchéis o no podré responder por el dragón. ¡Buenos días!

Y así dio fin la Batalla del Puente de Ham. El rey no vio nunca ni un penique del tesoro ni recibió disculpa ninguna de Egidio el granjero, que comenzaba a tener un concepto más elevado de sí mismo. Lo que es más, desde aquel día terminó la influencia del Reino Medio en aquella zona. En un radio de muchas millas la gente aceptó a Egidio como señor. El rey, con todos sus títulos, no pudo conseguir ni un solo hombre que luchase contra el rebelde AEgidius, que había pasado a ser el ídolo del país y protagonista de baladas; y resultó imposible silenciar todas las canciones que celebraban sus gestas. La preferida era aquella que recordaba, en cien pareados épico-cómicos, el encuentro sobre el puente.

Crisófilax permaneció largos años en Ham para beneficio de Egidio, porque todo el mundo respeta al que posee un dragón domesticado. Se le había acomodado, con permiso del párroco, en el granero de los diezmos, donde lo custodiaban los doce robustos jóvenes. De esta forma nació el primero de los títulos de Egidio: Dominus de Domito Serpente, que en lengua vulgar quiere decir Señor del Reptil Domado. Como tal se le reconoció en muchos lugares; pero aún pagaba un tributo simbólico al rey: seis rabos de buey y un jarro de cerveza, que debía entregar el día de San Matías, aniversario del encuentro en el puente. Al poco, sin embargo, cambió el título de Señor por el de Conde, y el Condado del Reptil Domado fue en verdad muy extenso.

Después de algunos años se convirtió en el Príncipe Julius AEgidius y dejó de pagar el tributo. Porque Egidio, que era in-mensamente rico, se había construido un palacio de gran magnificencia y había reunido un poderoso contingente de hombres de armas. Tenía una apariencia elegante y galana, ya que su atuendo era el mejor que podía encontrarse en el mercado. Cada uno de los doce garridos mozos ascendió a capitán. Garm tenía un collar de oro, y mientras vivió pudo vagar a sus anchas, feliz y orgulloso, e insufrible para sus congéneres. Esperaba que los demás perros le otorgasen el respeto que engendraba el temor y magnificencia de su amo. La yegua torda vivió en paz el resto de sus días, sin dejar nunca entrever sus pensamientos.

Por fin Egidio llegó a rey, por supuesto, rey del Pequeño Reino. Fue coronado en Ham con el nombre de AEgidius Draconarius; pero se le conocía más bien como el Buen Egidio del Dragón. Como la lengua vernácula se puso de moda en la corte, no utilizó el latín en ninguno de sus discursos. Su mujer resultó una reina de amplio relieve y majestad, y llevó con mano firme la economía doméstica. No había modo de buscarle la vuelta a la Reina Águeda; y se comprende, si se tiene en cuenta el volumen de la dama.

Y así Egidio se hizo por fin viejo y venerable, con una barba blanca que le llegaba hasta los pies y una corte respetable (en la que el mérito con frecuencia recibía su recompensa) y una orden de caballería completamente nueva: los Guardianes del Dragón, con este animal por emblema. Los doce jóvenes garridos fueron los miembros fundadores.

Hay que admitir que en gran medida Egidio debió su engrandecimiento a la suerte, aunque también demostró sentido común a la hora de sacarle partido. Tanto la fortuna como el buen sentido lo acompañaron hasta el fin de sus días para cumplido beneficio de sus amigos y vecinos. Compensó con munificencia al párroco, e incluso el herrero y el molinero tuvieron su parte. Porque Egidio podía permitirse el lujo de ser generoso. Pero tan pronto como llegó a rey, dictó una ley severísima contra las profecías de mal agüero e hizo de la molienda un monopolio real. El herrero cambió su trabajo por el de enterrador, pero el molinero se convirtió en un obsequioso servidor de la Corona. El párroco llegó a obispo y estableció su sede en la iglesia de Ham, tras una adecuada ampliación.

Aquellos que viven todavía en las tierras del Pequeño Reino encontrarán en esta historia el verdadero origen de los nombres que algunas ciudades y pueblos tienen en nuestro tiempo. Pues los entendidos en estas materias nos informan que Ham, la ciudad principal del nuevo reino, a causa de una natural confusión entre el Señor de Ham y el Señor de Tame, fue al fin conocida por este último nombre, que retiene hasta el día de hoy; Thame sin una h es un error injustificable. Los Draconarii (guardianes del dragón) edificaron en honor de éste, origen de su fortuna y fama, una gran mansión a unas cuatro millas al oeste de Tame, sobre el lugar en que Egidio y Crisófilax se habían encontrado por primera vez. En todo el reino se conoció aquel lugar como Aula Draconaria, o en lengua vernácula Palacio del Dragón, en recuerdo del rey y su estandarte.

La faz de la tierra ha cambiado desde entonces y han surgido y se han eclipsado muchos reinos; han caído los árboles y los ríos han modificado su curso; sólo quedan las montañas y aun éstas erosionadas por los vientos y las lluvias... Pero en los días de que habla esta historia el Palacio del Dragón fue Sede Real y el estandarte con su figura ondeaba sobre los árboles. Y la vida transcurrió allí alegre y feliz mientras Tajarrabos permaneció sobre la tierra.

Epílogo

U
na y otra vez Crisófilax pedía la libertad; y su alimentación resultaba demasiado costosa, ya que continuaba creciendo, pues los dragones lo hacen a lo largo de toda su vida, lo mismo que los árboles. Así que después de unos cuantos años, cuando Egidio ya se sintió seguro en el trono, dejó al pobre reptil volver a su casa. Se separaron con manifestaciones de mutua estima y un pacto de no agresión por ambas partes. En lo más negro de su corazón el dragón sentía por Egidio toda la simpatía que uno de su especie puede sentir hacia los demás. Después de todo estaba Tajarrabos. Podían haberle quitado la vida con facilidad, e incluso todo su botín. Porque resultaba que aún tenía un buen montón de riquezas en su cueva, como Egidio había sospechado.

Emprendió su vuelo de regreso hacia las montañas, lento y trabajoso, pues las alas se le habían entumecido con tan larga inactividad, y su tamaño y su caparazón habían crecido enormemente. Una vez en casa echó a la calle a un joven dragón que había tenido la temeridad de establecerse en ella mientras Crisófilax estaba fuera. Se cuenta que el fragor de la pelea se oyó por toda Venedotia.

Cuando terminó de devorar con gran satisfacción a su derrotado oponente, se sintió mejor y se mitigaron las cicatrices de su humillación, y durmió durante un largo período. Despertó por fin súbitamente e inició la búsqueda del mayor y más estúpido de los gigantes, que había comenzado todo el asunto una noche de verano, hacía ya mucho tiempo. Le dijo lo que pensaba de él, y el pobre individuo se quedó todo apabullado.

—Un trabuco, ¿eh? —dijo rascándose la cabeza—. Yo creí que eran tábanos.

Finis

o en idioma vernáculo

FIN

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