Cuentos desde el Reino Peligroso (13 page)

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Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #Fantástico

BOOK: Cuentos desde el Reino Peligroso
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5

L
a Ballena fue a parar a una costa tranquila, lejos, muy lejos, de la ensenada de Psámatos; sobre esto Artajerjes tenía las ideas más peregrinas. Mientras la señora Artajerjes y la ballena permanecían allí, el brujo (con Roverandom en el bolsillo) caminó unos cuatro kilómetros hasta el pueblo costero más próximo para adquirir un traje viejo y un sombrero verde y un poco de tabaco, a cambio del precioso traje de terciopelo (que produjo una gran sensación en las calles). Adquirió también una silla de baño para la señora Artajerjes (no debemos olvidar que ella tenía cola).

—Por favor, señor Artajerjes —dijo Roverandom una vez más, cuando estaban sentados nuevamente en la playa por la tarde. El brujo fumaba su pipa apoyado de espaldas contra la ballena, con una expresión más feliz que tiempo atrás, y nada ocupado—. ¿Qué hay de mi forma primitiva, si no le importa? ¡Y también de mi tamaño, por favor!

—¡Oh, muy bien! —dijo Artajerjes—. Pensé que podía echar una cabezada antes de empezar a ocuparme; pero no me importa. ¡Vamos allá! ¿Dónde está mi...? —Y se detuvo en seco. Acababa de recordar de repente que había quemado y tirado todos los hechizos que tenía al fondo del Profundo Mar Azul.

Estaba realmente muy contrariado. Se puso de pie, hurgó en los bolsillos de los pantalones, y en los bolsillos del chaleco, y en los bolsillos de la chaqueta dentro y fuera, y en ningún sitio encontró un mínimo rastro de magia. (Por supuesto que no, pobre viejo; estaba tan alterado que hasta había llegado a olvidar que una o dos horas antes había comprado el traje que llevaba puesto en la tienda de un prestamista. Lo cierto es que el traje había pertenecido a un mayordomo de cierta edad, o al menos él se lo había vendido al prestamista, y ante todo había vaciado los bolsillos, de manera bastante concienzuda.)

El brujo se sentó y se secó la frente con un pañuelo morado, nuevamente con expresión de profundo abatimiento.

—¡Lo siento realmente mucho, muchísimo! —dijo—. Nunca quise dejarte así para siempre; pero ahora no veo cómo podría ayudarte. ¡Que te sirva de lección y no vuelvas a morder los pantalones de brujos amables y simpáticos!

—¡Eso es una estupidez! —dijo la señora Artajerjes—. ¡Brujos amables y simpáticos, sin duda! No hay brujo amable y simpático si no le devuelves al momento la forma y el tamaño al perrito; y es más, regresaré al fondo del Profundo Mar Azul y no volveré nunca más a tu lado.

El pobre Artajerjes pareció casi tan preocupado como en las ocasiones en que la serpiente de mar provocaba algún problema.

—¡Querida! —dijo—. Lo siento muchísimo, pero le puse al perro mi hechizo más poderoso (permanente e irreversible) después de que Psámatos empezara a entrometerse (¡maldito sea!) y sólo para demostrarle que no podía hacerlo todo, y que no quiero que un mago de pacotilla venga a inmiscuirse en mis pequeños juegos. Al fin me olvidé por completo de poner a salvo el antídoto cuando estaba haciendo limpieza allí abajo. Normalmente lo guardaba en una pequeña bolsa negra que colgaba de la puerta de mi taller.

»¡Válgame Dios! Estoy seguro de que estarás de acuerdo conmigo en que lo hacía sólo para divertirme un poco —dijo Artajerjes, volviéndose a Roverandom, al tiempo que la nariz se le enrojecía y alargaba a causa del dolor.

Mientras tanto seguía diciendo «válgame Dios, válgame Dios» y moviendo la cabeza y la barba; y en ningún momento se dio cuenta de que Roverandom no le prestaba atención y que la ballena se hacía la distraída. La señora Artajerjes se había levantado y había ido a recoger su equipaje, y ahora se reía sosteniendo en la mano una vieja bolsa negra.

—¡Deja ya de menear la barba y ponte a trabajar! —dijo la señora Artajerjes.

Pero cuando el brujo vio la bolsa quedó tan sorprendido que por un momento no pudo hacer otra cosa que mirarla con su boca de viejo muy abierta.

—¡Ven aquí! —dijo su esposa—. Es tu bolsa, ¿no? La recogí, con varias cositas mías, del horrible montón de trastos que dejaste en el jardín. —Abrió la bolsa para mirar dentro y la varita que era la pluma mágica del brujo salió fuera de un salto junto con una nube de un humo singular que se retorció en formas extrañas y caras curiosas.

Entonces Artajerjes se puso nervioso.

—¡Venga, dámelo! ¡Lo estás malgastando! —gritó; y agarró a Roverandom por la nuca y en un periquete lo metió en la bolsa, entre pataleos y ladridos. Luego volteó la bolsa tres veces mientras sostenía la pluma en la otra mano.

—¡Gracias! ¡Esto funcionará estupendamente! —dijo, y abrió la bolsa.

Se oyó un golpe fuerte y seco, ¡y ya está! ¡y mirad! La bolsa había desaparecido; allí sólo estaba Rover tal como era antes de conocer al brujo aquella mañana en el césped. Bueno, tal vez no exactamente igual; ahora era un poco más grande, pues tenía unos meses más de vida.

De nada sirve intentar describir la emoción de Rover, o lo ridículo y pequeño que le parecía todo, incluida la ballena; ni lo fuerte y feroz que se sentía. Por un momento miró con nostalgia los pantalones del brujo; pero como no quería que la historia empezara de nuevo, después de correr de alegría un kilómetro en redondo y aturdido con sus ladridos, volvió junto a él y le dijo:

—¡Gracias! —y aún añadió—: Me alegro de haberlo conocido — expresión que sin duda era muy cortés.

—¡Está bien! —dijo Artajerjes—. Y ésta va a ser la última vez que utilice mi magia. Me retiro. Y en cuanto a ti, será mejor que vuelvas a casa. Como no me queda magia para enviarte a casa, tendrás que volver a pie. Pero eso no es malo para un perro joven y fuerte.

Así, Rover dijo adiós, y la ballena guiñó un ojo y la señora Artajerjes le dio un trozo de pastel; y eso fue lo último que vio de ellos durante mucho tiempo. Mucho, muchísimo después, cuando visitaba un lugar de la costa donde nunca había estado, se enteró de lo que les había ocurrido, pues se encontraban allí. Naturalmente, no la ballena, pero sí el brujo, ya retirado, y su esposa.

Se habían instalado en un pueblo de la costa, y Artajerjes, con el nombre de señor A. Pam, había abierto una tienda de cigarrillos y chocolate cerca de la orilla del mar, pero tenía mucho, muchísimo cuidado de no tocar nunca el agua (ni siquiera el agua fresca, y esto no le parecía un castigo). Era una pobre actividad para un brujo, pero al menos procuraba limpiar la suciedad que los clientes dejaban en la playa; y ganaba un buen dinero con «Pam's Rock», que era un caramelo muy rosado y pegajoso. Es posible que contuviera un último residuo de magia, pues a los niños les gustaba tanto que se lo comían incluso después de que se les cayera en la arena.

Pero la señora Artajerjes, mejor debería decir la señora A. Pam, ganaba mucho más dinero. Alquilaba tiendas de baño y carromatos, y daba clases de natación, volvía a casa en una silla de baño tirada por caballitos blancos y de noche se ponía las joyas del rey de los mares, y se hizo muy famosa, de modo que nadie aludía nunca a su cola.

Sin embargo, mientras tanto Rover recorre caminos y carreteras, dejándose guiar por la nariz, obligada a conducirlo al fin a casa, como corresponde a las narices de todos los perros.

«No todos los sueños del Hombre de la Luna llegan a ser verdad, como dijo él mismo —pensó Rover mientras seguía andando—. Este ha sido evidentemente uno que no es verdad. Ni siquiera conozco el nombre del lugar donde viven los niños, y es una lástima.»

La tierra seca era a menudo, pensaba Rover, un lugar tan peligroso para un perro como la luna o el océano, aunque mucho más aburrido. Junto a él pasaban los motores, uno tras otro, llenos (pensaba Rover) de la misma gente; todos yendo a gran velocidad (y todos entre polvo y olores) a algún sitio.

«No creo que la mitad de ellos sepa a dónde va, o por qué va», rezongó Rover cuando empezó a toser y a ahogarse; y tenía cansadas las patas de tanto caminar por las duras, oscuras y negras carreteras. Por este motivo se adentró en los campos y tuvo muchas aventuras agradables con pájaros y conejos de manera imprevista y más de una divertida pelea con otros perros y varias huidas apresuradas cuando tropezaban con perros más grandes que él.

Y así, después de semanas o meses desde que empezó el cuento (él no sabría decirlo), regresó por fin a la cancela de su jardín. ¡Y el niño estaba jugando en la hierba con la pelota amarilla! ¡Y el sueño se hizo realidad, en contra de lo que había pensado!

—¡Roverandom! —gritó el niño Dos con alegría.

Y Rover se tendió y suplicó, y se encontró sin voz para ladrar, y el niño lo besó en la cabeza, y entró rápidamente en la casa, gritando:

—¡Ha vuelto mi perrito suplicante! ¡Ahora es grande y de verdad!

El niño se lo explicó todo a su abuela. ¿Cómo iba a saber Rover que había pertenecido a la abuela del niño durante todo el tiempo? Cuando lo embrujaron sólo había estado con la abuela un mes o dos. Pero me pregunto qué habían sabido de todo eso Psámatos y Artajerjes.

La abuela (sin duda muy sorprendida de ver a su perro con tan buen aspecto y de que no lo hubiese aplastado ningún coche, ni destrozado algún camión) no entendía absolutamente nada de lo que estaba contando el niño, a pesar de que le dijo exactamente todo lo que sabía, una y otra vez. Con muchas dificultades la abuela (naturalmente era un poco dura de oído) entendió que al perro había que llamarlo Roverandom, y no Rover, porque el Hombre de la Luna así lo decía («¡Qué ideas tan extrañas tiene el niño!»); y que después de todo el perro no le pertenecía a ella sino al niño Dos, pues la mamá lo había llevado a casa con los camarones («Muy bien, querido, si así te gusta; pero pensaba que yo se lo había comprado al sobrino del jardinero»).

Evidentemente, no te he contado todos los detalles de la discusión entre el niño y su abuela; fue larga y complicada, como ocurre a menudo cuando las dos partes tienen razón. Todo lo que necesitas saber es que después de esto lo llamaron Roverandom y que, efectivamente, perteneció al niño, y cuando terminó la visita de los niños a la abuela, volvió a casa, donde una vez se había sentado en la cómoda. Por supuesto, ya nunca más volvió a hacerlo. Unas veces vivían en el campo y otras, la mayor parte del tiempo, en una casa blanca sobre el acantilado, junto al mar.

Llegó a conocer muy bien al viejo Psámatos, pero nunca lo bastante como para suprimir la P, aunque sí lo bastante, cuando se convirtió en un perro grande y digno, para desenterrarlo de la arena y despertarlo y tener muchas, muchas conversaciones con él. Roverandom llegó a ser sabio, y gozaba de una inmensa reputación local, y tuvo toda suerte de nuevas aventuras (muchas de las cuales el niño compartió).

Pero las que te he contado fueron probablemente las más inusuales y las más emocionantes. Sólo Tinker dice que no se cree una palabra. ¡Gato celoso!

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