Cuentos desde el Reino Peligroso (11 page)

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Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #Fantástico

BOOK: Cuentos desde el Reino Peligroso
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«Entonces, cuando me sacaron tirando del rabo, fue cuando me pusieron de nombre Rover. "¡Aquí tenemos un buen pirata!", dijo alguien. "Que caiga sobre él una extraña maldición y no vuelva nunca a casa", dijo otro, de mirada rara. Y ciertamente nunca más volví a casa; y ya no crecí más, a pesar de que me hice mucho más viejo y, naturalmente, mucho más sabio.

»En aquel viaje tuvo lugar una batalla naval, y yo corrí hasta la cubierta de proa mientras la flechas caían y las espadas golpeaban los escudos. Pero los hombres del
Cisne Negro
nos abordaron y arrojaron a los hombres de mi amo por la borda. El fue el último en abandonar el barco. Permaneció de pie junto a la cabeza del dragón, y luego se lanzó al agua con toda su armadura, y yo detrás de él.

»Llegó al fondo antes que yo, y las sirenas lo capturaron; pero yo les dije que lo llevaran rápidamente a tierra, pues si no volvía a casa muchos lo lamentarían. Ellas me sonrieron, y lo izaron y lo dejaron; y ahora algunos dicen que lo llevaron a la costa y algunos me hacen señas moviendo la cabeza. Uno no se puede fiar de las sirenas, como no sea para guardar sus propios secretos; en eso son mejores que las ostras.

»A menudo creo que en realidad lo enterraron en la arena blanca. Lejos de aquí aún se ve una parte del
Gusano Rojo
que los hombres del
Cisne Negro
hundieron entonces, o al menos estaba la última vez que pasé por allí. Alrededor y encima de él estaba creciendo un bosque de algas, sólo se salvaba la cabeza del dragón; en ella ni siquiera había percebes, y debajo se alzaba un montículo de arena blanca.

»Yo dejé aquellos lugares hace mucho tiempo. Poco a poco me fui convirtiendo en un perro de mar; en aquellos días, las mujeres de mar de cierta edad acostumbraban a hacer brujerías, y una de ellas me tenía mucho cariño. Ella fue la que me entregó como regalo al rey de los mares, el abuelo del que ahora reina, y desde entonces he estado en el palacio y sus alrededores. Eso es todo acerca de mí. Ocurrió hace cientos de años, y desde entonces he visto gran cantidad de mareas altas y mareas bajas, pero nunca he vuelto a casa. ¡Ahora cuéntame cosas de ti! Supongo que no vendrás del Mar del Norte, que en aquellos tiempos llamábamos Mar de Inglaterra, quiero creer que no, pero ¿conoces alguno de los viejos lugares de las Orkneys y sus inmediaciones?

Nuestro Rover tuvo que confesar que hasta entonces sólo había oído hablar del «mar», y no mucho.

—Pero he estado en la luna —dijo, y contó a su nuevo amigo tantas cosas acerca de ella como pudo explicarle y hacerle comprender.

El perro de mar disfrutó inmensamente con el cuento de Rover, y al final se creyó al menos la mitad.

—Una divertida historieta —dijo el perro de mar—, la mejor que he oído en mucho tiempo. Yo he visto la luna. Alguna vez subo a la superficie, ya sabes, pero nunca imaginé que fuera así. Bueno, ese perro del cielo es un caradura. ¡Tres Rovers! ¡Dos es ya malo, pero tres es imposible! Y no creo ahora mismo que sea más viejo que yo; si tuviera cien años, me llevaría una gran sorpresa.

Probablemente el perro de mar tenía razón. El perro de la luna, como ya observaste, exageraba mucho.

—Y en cualquier caso —siguió diciendo el perro de mar—, él se puso el nombre a sí mismo. A mí me lo pusieron.

—Y a mí también —dijo nuestro perrito.

—Y sin ninguna razón, y antes de que empezaras a merecerlo de algún modo. Me gusta la idea del Hombre de la Luna. Yo también te llamaré Roverandom; y si estuviera en tu lugar me quedaría con él. ¡Parece como si nunca supieras a dónde quieres ir! ¡Bajemos a cenar!

Fue una cena de pescado, pero Roverandom se adaptó enseguida; parecía adecuada para sus patas membranosas. Terminada la cena, recordó de repente por qué había recorrido todo el camino hasta el fondo del mar; y salió en busca de Artajerjes. Le encontró haciendo burbujas y convirtiéndolas en pelotas de verdad para los niños del mar.

—Por favor, señor Artajerjes, ¿me permitiría que lo molestase un momento? —empezó a decir Roverandom.

—¡Oh! ¡Fuera de aquí! —dijo el brujo—. ¿No ves que no quiero que me molesten? Ahora no, estoy ocupado. —Eso era lo que Artajerjes decía siempre a la gente que no le parecía importante. El sabía muy bien lo que quería Rover; pero no tenía prisa.

Así, Roverandom se alejó y se fue a la cama, o más bien se tendió en un racimo de algas que crecía encima de una alta roca del jardín. Debajo descansaba la vieja ballena; y si alguien te dice que las ballenas no bajan hasta las profundidades o que no se detienen allí y duermen durante horas, no tienes que preocuparte. La vieja Uin era excepcional en todos los sentidos.

—¿Bien? —dijo—. ¿Cómo has llegado hasta aquí? Veo que todavía tienes tamaño de juguete. ¿Qué pasa con Artajerjes? ¿No puede hacer nada por ti, o no quiere?

—Yo creo que puede —dijo Roverandom—. ¡Mira mi nuevo tamaño! Pero si intento hablar del tema del tamaño, empieza a decirme que está muy ocupado, y que no tiene tiempo para largas explicaciones.

—¡Uf! —dijo la ballena, y golpeó lateralmente un árbol con la cola; la sacudida estuvo a punto de arrojar a Roverandom fuera de la roca—. No creo que PAM tenga éxito en estos lugares; pero no debo preocuparme. Antes o después estarás perfectamente. Mientras tanto, mañana podrás ver montones de cosas nuevas. ¡Vete a dormir! ¡Adiós! —Y se alejó nadando hacia la oscuridad. Sin embargo, el relato que llevó a la ensenada enfureció al viejo Psámatos.

Todas las luces del palacio estaban apagadas. A través de aquellas aguas profundas y oscuras no llegaban ni la luna ni las estrellas. El verde se fue haciendo más y más sombrío, hasta que todo fue negro, y ya no hubo ninguna claridad, excepto cuando algún enorme pez luminoso pasaba lentamente entre las algas. Sin embargo, Roverandom durmió a pata suelta aquella noche, y la noche siguiente, y varias noches más. Y al día siguiente, y al otro, se puso a buscar al brujo y no lo encontró en ninguna parte.

Una mañana, cuando ya empezaba a sentirse completamente como un perro de mar y a preguntarse si se iba a quedar allí para siempre, el perro de mar le dijo:

—¡Ve a dar la murga a ese brujo! ¡O, mejor, no lo hagas! Déjalo en paz por hoy. ¡Vamos a dar un largo paseo a nado!

Partieron los dos perros, y el largo paseo a nado se convirtió en una excursión que duró dos días. En ese tiempo cubrieron una distancia terrorífica; tienes que recordar que eran seres encantados, y en los mares había pocas criaturas que se pudieran comparar con ellos. Cuando se cansaban de los acantilados y las montañas del fondo, y de las carreras que organizaban en las alturas medias, subían más y más, como dos kilómetros y pico, a través de las aguas; y cuando llegaban arriba, no se veía la tierra.

Alrededor de ellos el mar era terso y gris, y estaba en calma. Entonces, de repente se agitó y se puso oscuro en partes, bajo el impulso de una brisa leve, la brisa matutina. Rápidamente el sol apareció con estruendo sobre el borde del mar, tan rojo como si hubiera bebido vino caliente; y se elevó rápido por los aires y emprendió su viaje diario, haciendo que las crestas de las olas se volvieran doradas y verdes las sombras entre ellas. Un barco de vela se deslizaba sobre la línea del mar y el cielo, e iba en línea recta hacia el sol, de modo que los mástiles aparecían negros sobre el fondo de fuego.

—¿A dónde va ese barco? —preguntó Roverandom.

—¡Oh! A Japón, o a Honolulú, o a Manila, o a la Isla de Pascua, o a Thursday Island, o a Vladivostok, o algún otro sitio, supongo —dijo el perro de mar, cuyos conocimientos de geografía eran un poco escasos, a pesar de los cientos de años que decía haber estado vagando de un lado a otro—. Esto es el Pacífico, creo; pero no sé qué parte, aunque el cuerpo me dice que es una parte caliente. Es sobre todo una gran masa de agua. ¡Vamos a buscar algo de comer!

Cuando volvieron, algunos días después, Roverandom fue a buscar al brujo; pensaba que lo había dejado descansar el tiempo suficiente.

—Por favor, señor Artajerjes, ¿me permitiría que lo molestase...? —empezó a decir como de costumbre.

—¡No! ¡No me molestes! —dijo Artajerjes, incluso más categóricamente que de costumbre. Sin embargo, esta vez estaba en verdad ocupado. Las reclamaciones habían llegado por correo. Naturalmente, como puedes imaginar, en el mar había muchas cosas que iban mal; eran cosas que ni siquiera el mejor PAM del océano podía evitar, y se suponía que con algunas de ellas no tenía absolutamente nada que ver. Una y otra vez caen restos de naufragios sobre el tejado de la casa de alguien; en el lecho marino se producen explosiones (¡oh, sí, allí hay volcanes y toda esa clase de trastornos que tenemos nosotros, y exactamente tan malos como los nuestros!) y los bancos de peces de colores, o los lechos de anémonas, o una sola y única madreperla, o los famosos jardines de roca y coral despiertan la codicia de alguien; o peces salvajes tienen una pelea en un camino real y lesionan a varias criaturas; o unos tiburones penetran distraídamente por la ventana del comedor y echan a perder los alimentos de mediodía; o los monstruos, oscuros, nefandos, de los negros abismos hacen cosas horribles y malignas.

Los moradores del mar siempre han soportado todo esto, pero no sin quejas. Les gusta quejarse. Por supuesto, acostumbran a escribir cartas a
Flora Marina, Semanario Ilustrado, El Correo del Mar y Nociones Oceánicas
; pero ahora tenían un PAM y le seguían escribiendo igualmente, y culpándolo de todo lo que ocurría, incluso de que las langostas domésticas les pellizcaban la cola. Decían que la magia de PAM era inadecuada (como efectivamente lo era en ocasiones) y que había que reducirle el salario (lo que era cierto pero poco amable); y que era demasiado corpulento para las botas que llevaba (cosa que también se acerca a la verdad, aunque tendrían que decir zapatillas, pues era demasiado vago para llevar botas a menudo); y decían montones de cosas con el propósito de abrumar a Artajerjes cada mañana, y de manera especial los lunes. Los lunes siempre era peor (con varios cientos de sobres); y como esta vez era lunes, Artajerjes arrojó una piedra a Roverandom y éste se escabulló como un camarón de la red.

Cuando salió al jardín y comprobó que aún no había cambiado de forma se puso muy contento; y se atrevió a decir que si no se hubiera apartado oportunamente, el brujo lo habría convertido en una babosa de mar, o lo habría enviado al fondo del más allá (dondequiera que esté), o incluso a la Olla (que está en el fondo del mar más profundo). Estaba muy molesto y fue a decírselo al Rover de mar.

—En todo caso será mejor que le des tiempo hasta que pase el lunes —le aconsejó el perro de mar—. Y si yo estuviera en tu lugar eliminaría de un tirón todos los lunes. ¡Ven y volvamos a nadar un poco!

Después de esto, Roverandom concedió al brujo un descanso tan largo que casi se olvidaron de ellos mismos; no exactamente: los perros no olvidan rápidamente las piedras arrojadas contra ellos. Pero de acuerdo con todas las apariencias, Roverandom había pasado a ser un animal mimado de palacio. Siempre estaba fuera con el perro de mar, y a menudo otras criaturas de mar iban con ellos. No eran tan alegres como los niños reales de dos piernas en opinión de Roverandom (pero naturalmente Roverandom no pertenecía realmente al mar y por lo tanto no era un juez adecuado), pero hacían que se sintiera contento; y habrían podido retenerlo allí para siempre y hasta habrían conseguido que olvidara a Dos, si no hubiera sido por las cosas que ocurrieron después. Cuando las expliquemos podrás ver si Psámatos tuvo o no tuvo que ver con estos hechos.

De todos modos, había muchos de estos niños entre los que escoger. El viejo rey de los mares tenía cientos de hijas y miles de nietos, y todos vivían en el mismo palacio; y todos estaban encariñados con los dos Rovers, al igual que la señora Artajerjes. Era una lástima que Roverandom nunca pensara en contarle la historia que había vivido; ella sabía cómo había que tratar a PAM, cualquiera que fuera su humor. Pero, naturalmente, en ese caso Roverandom habría vuelto antes a casa y se habría quedado sin ver muchas cosas. Con la señora Artajerjes y algunos de los niños de mar visitó las Grandes Cuevas Blancas, donde se almacenan y esconden todas las joyas que se pierden en el mar, y muchas que siempre han estado en el mar, naturalmente junto con perlas y más perlas.

Otra vez fueron a visitar las pequeñas hadas de mar en las pequeñas casitas de cristal del fondo del mar. Las hadas de mar rara vez nadan, pero se mueven cantando sobre el lecho del mar en sitios planos, o conducen carruajes de caracola tirados por peces diminutos; otras veces montan a horcajadas en pequeños cangrejos verdes con bridas de finos hilos (cosa que, por supuesto, no impide que los cangrejos se muevan lateralmente como han hecho siempre); y tienen problemas con los duendes de mar que son más grandes, y horribles y pendencieros, y no hacen otra cosa que perseguir y cazar peces y correr al galope montados en caballitos de mar. Los duendes pueden permanecer un buen rato fuera del agua, y cuando hay borrasca juegan a moverse sobre las olas. Eso también lo pueden hacer algunas hadas de mar, pero prefieren las cálidas y tranquilas noches de verano en costas solitarias (y, en consecuencia, se las ve muy rara vez).

Otro día reapareció la vieja Uin, pero esta vez llevó de paseo a los dos perros; para ellos fue como montar en una montaña móvil. Estuvieron ausentes durante días y días; y sólo volvieron del extremo oriental del mundo porque no tuvieron más remedio.

Allí, la ballena se elevó y lanzó un surtidor de agua tan alto que gran parte de ella fue a caer directamente fuera del mundo, por encima del extremo.

Otra vez los llevó al otro lado (o tan cerca de él como pudo), y fue un viaje todavía más largo y más emocionante, el más maravilloso de todos los viajes de Roverandom, como dijo más tarde, cuando se hizo más viejo y más sabio. Sería como mínimo tanto como explicar otra historia si te contara todas sus aventuras en las Aguas Inexploradas y lo que vieron en tierras desconocidas para la geografía; después atravesaron los Mares Sombríos y llegaron a la gran Bahía del País Hermoso (como lo llamamos), más allá de las Islas Mágicas; y contemplaron el último Occidente de las Montañas del Hogar de los Elfos y la luz de Faéry sobre las olas. Roverandom creyó ver un retazo de la ciudad de los Elfos en la colina verde debajo de las Montañas, un destello blanco en la lejanía; pero Uin se volvió a sumergir tan deprisa que Roverandom no estaba seguro. Si tenía razón, era una de las contadísimas criaturas de dos o cuatro extremidades que podía recorrer nuestras tierras y decir que había visto la otra tierra, a pesar de estar muy lejos.

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