Tomaron luego las más pequeñas y las pusieron sobre el pecho del jubón, y situaron en la espalda las más gruesas y pesadas; finalmente, como aún seguían llegando anillas (tanto habían apremiado al pobre Sam), tomaron un par de calzones del granjero y también los cubrieron con ellas. Encaramado a una repisa, en un oscuro rincón de la herrería, el molinero encontró el viejo armazón de hierro de un yelmo y en el acto puso a trabajar al remendón del pueblo para que lo cubriese de cuero del mejor modo posible.
El trabajo les llevó lo que restaba de aquel día y todo el siguiente, que fue la víspera de Reyes o Epifanía, aunque no se hizo ningún caso de la fiesta. El granjero Egidio celebró la ocasión con más cerveza de la acostumbrada; pero el dragón, por fortuna, permaneció dormido. Por el momento había olvidado hambre y espadas.
El día de Epifanía, temprano, subieron la colina llevando el estrafalario resultado de aquel trabajo artesanal. Egidio estaba esperándolos. Ya no le quedaban excusas que oponer; así que se colocó el jubón de malla y los calzones. El molinero soltó una risita. Egidio se calzó sus botas altas y unas viejas espuelas; y también el yelmo recubierto de cuero. Pero en el último momento colocó sobre el yelmo un viejo sombrero de fieltro, y echó sobre el jubón su amplia capa gris.
—¿Qué propósito tiene eso, maese? —le preguntaron.
—Bueno —dijo Egidio—, si pensáis que se puede salir a cazar dragones tintineando y repicando como las campanas de Canterbury, yo no estoy de acuerdo. No me parece lógico anunciar al dragón antes de tiempo que vas a su encuentro. Y un yelmo es un yelmo, una invitación al combate. Quizá si el reptil ve sólo mi viejo sombrero por encima del seto pueda acercarme más a él antes de que comiencen los problemas.
Las anillas estaban cosidas de forma que la parte suelta de una montaba sobre la otra, y por supuesto tintineaban. La capa ayudó a amortiguar el ruido, pero el aspecto de Egidio era de lo más extravagante. Claro que no se lo dijeron. Le ciñeron con dificultad el cinturón y colgaron de él la vaina; aunque tuvo que llevar la espada en la mano, porque no se mantenía envainada si no se la agarraba con fuerza.
El granjero, que era un hombre justo hasta donde alcanzaban susluces, llamó a Garm.
—Chucho —dijo—, tú vienes conmigo.
El perro aulló.
—¡Socorro, socorro! —gritó.
—¡Calla ya! —ordenó Egidio—, o te lo haré pasar peor que a cualquier dragón. Conoces el olor de ese reptil y quizá por una vez resultes útil.
Luego el granjero reclamó su yegua torda. Esta le echó una mirada de asombro y bufó al ver las espuelas. Pero le permitió montar. Emprendieron la marcha sin mucho entusiasmo, cruzaron la villa al trote, y todos los vecinos aplaudieron y los vitorearon, la mayoría desde las ventanas. El granjero y su yegua pusieron la mejor cara que pudieron; pero Garm no tenía sentido del ridículo e iba con el rabo entre las piernas.
A la salida del pueblo cruzaron el puente que atraviesa el río. Cuando por fin quedaron fuera de la vista de sus conciudadanos, acortaron el paso. Sin embargo, dejaron muy pronto atrás las tierras de Egidio el granjero y de los demás vecinos de Ham, y llegaron a parajes que el dragón ya había visitado. Había árboles tronchados, setos quemados, hierba chamuscada, y el silencio era inquietante y ominoso.
El sol brillaba con esplendor y a Egidio le hubiera gustado tener el valor suficiente para desprenderse de una prenda o dos, y se preguntó si no había tomado algún trago de más. «Bonito fin para la Navidad y demás —pensó—. Y tendré suerte si no supone mi propio final.» Se secó la cara con un pañolón verde, no rojo, porque los trapos rojos enfurecen a los dragones, según había oído decir.
Pero no encontró al dragón. Recorrió muchos senderos, anchos y estrechos, y las tierras abandonadas de otros labradores, pero ni aun así encontró al dragón. Garm, por supuesto, no fue de ninguna utilidad. Se colocó justo detrás de la yegua y se negó a usar el hocico.
Llegaron por fin a un camino ondulado que había sufrido pocos daños y parecía tranquilo y apacible. Después de seguirlo casi una media milla, Egidio comenzó a preguntarse si no había cumplido ya con su deber y con todo lo que su reputación exigía. Acababa de decidir que ya había buscado durante un tiempo y espacio suficientes, y estaba pensando en volverse, ir a cenar y decir a sus amigos que el dragón había huido tan pronto como lo viera aparecer, cuando dobló un brusco recodo.
Allí estaba el dragón, tumbado, atravesado sobre un seto destrozado, y con la horrible cabeza en medio del sendero.
—¡Socorro! —gritó Garm, y dio un bote. La yegua se sentó súbitamente sobre las ancas y Egidio el granjero salió lanzado de espaldas a la cuneta. Cuando levantó la cabeza, allí estaba el dragón, completamente despierto, mirándolo.
—Buenos días —dijo el dragón—. Parecéis sorprendido.
—Buenos días —dijo Egidio—. Lo estoy.
—Perdonad —dijo el dragón. Había alargado una suspicaz oreja cuando captó el tintineo de las anillas al caer Egidio—. Perdonad mi pregunta, pero ¿me buscáis a mí, por casualidad?
—Ni mucho menos. ¡Quién iba a pensar en encontraros aquí! — replicó el granjero—. Sólo había salido a dar una vuelta.
Se arrastró a toda prisa fuera de la cuneta y se acercó a la yegua torda, que ya se encontraba sobre sus cuatro patas y mordisqueaba algunos yerbajos a la orilla del camino, aparentando una total indiferencia.
—Entonces ha sido una suerte que nos hayamos encontrado — dijo el dragón—. Es un placer. Ropas de fiesta, supongo. ¿La última moda, quizá? —Egidio había perdido su sombrero de fieltro y la capa gris aparecía abierta; pero él la mostró con orgullo.
—Sí —dijo—. El último grito; pero voy a buscar al perro. Andará tras los conejos, casi seguro.
—Lo dudo —dijo Crisófilax relamiéndose los labios (señal en él de regodeo)—. Creo que llegará a casa bastante antes que vos. Pero, por favor, proseguid vuestro viaje, maese... veamos..., me parece que no conozco vuestro nombre.
—Ni yo el vuestro —dijo Egidio—. Lo dejaremos así.
—Como queráis —dijo Crisófilax relamiéndose de nuevo y simulando cerrar los ojos.
Tenía un corazón malvado (como todos los dragones) y no muy valeroso (cosa también frecuente). Prefería una comida por la que no tuviese que luchar; pero después de su largo sueño se le había abierto el apetito. El párroco de Oakley había resultado correoso, y hacía años que no había probado un hombre rollizo. Decidió degustar ahora este plato fácil y sólo aguardaba a que el pobre tonto se descuidase.
Pero el pobre tonto no lo era tanto como parecía, y no apartó los ojos del dragón ni siquiera mientras intentaba montar. La yegua, sin embargo, tenía otras ideas, y coceó y respingó cuando Egidio trató de subir. El dragón se impacientaba, y se dispuso a saltar.
—Perdonad —siseó—. ¿No se os ha caído algo?
Un truco muy viejo, pero que dio resultado. Porque Egidio, ciertamente, había dejado caer algo. Cuando salió lanzado a la cuneta, soltó a Caudimordax (más conocida como Tajarrabos), que yacía aún allí junto al camino. Se agachó para tomarla, y el dragón saltó. Pero no con la rapidez de Tajarrabos. Tan pronto se encontró en manos del granjero, se abalanzó con un relampagueo directa a los ojos del dragón.
—¡Eh! —dijo éste, parándose en seco—, ¿qué tenéis ahí?
—Sólo Tajarrabos, la espada que me regaló el rey —repuso Egidio.
—Ha sido culpa mía —dijo el dragón—. Os ruego me perdonéis. —Se echó y se revolcó en el suelo, mientras el granjero Egidio iba recuperando su seguridad—. Creo que no habéis sido muy sincero conmigo.
—¿Cómo que no? —dijo Egidio—. Y además, ¿por qué tendría que serlo?
—Me habéis ocultado vuestro ilustre nombre y tratasteis de hacerme creer que nuestro encuentro era casual. Está claro, sin embargo, que sois un caballero de alto linaje. En otros tiempos, señor, los caballeros acostumbraban lanzar un reto en casos como éste, después del pertinente intercambio de títulos y credenciales.
—Quizá lo hacían, y quizá aún lo hagan —contestó Egidio, que empezaba a sentirse contento consigo mismo. A un hombre que ve un dragón de buen tamaño y noble casta humillado a sus pies se le puede excusar si se siente un tanto envanecido—. Pero estás cometiendo más de un error, viejo reptil. Yo no soy un caballero: soy AEgidius de Ham, granjero; y no puedo aguantar a los intrusos. Ya en ocasiones anteriores, y por menos daños de los que tú has causado, he disparado mi trabuco contra gigantes. Y no tengo por costumbre lanzar retos.
El dragón se alteró.
«¡Maldito sea aquel mentiroso gigante! —pensó—. Me ha engañado de la forma más simple. ¿Y qué demonios hace uno ahora con un aldeano atrevido y armado con una espada tan brillante y amenazadora?» No podía recordar precedentes de tal situación.
—Me llamo Crisófilax —dijo—. Crisófilax
el Rico
. ¿Qué puedo hacer por vuestra señoría? —añadió en tono conciliador, con un ojo en la espada, e intentando evitar una confrontación.
—Podéis quitaros de en medio, viejo bicho cornudo —contestó Egidio, intentando también evitar la pelea—. Sólo quiero verme libre de vos. Salid inmediatamente de aquí, volved a vuestra sucia guarida. —Dio un paso hacia Crisófilax, girando los brazos como si tratase de espantar pajarracos.
Aquello fue suficiente para Tajarrabos. Trazó círculos relampagueantes en el aire, y luego descendió, alcanzando al dragón en la articulación del ala derecha con un golpe sonoro que lo sacudió de arriba abajo. Por supuesto, Egidio sabía muy poco acerca de los métodos más apropiados para matar dragones o hubiera dirigido la espada hacia un punto más sensible; pero Tajarrabos lo hizo lo mejor que pudo en manos inexpertas. Para Crisófilax fue más que suficiente: no podría usar el ala durante varios días. Se levantó e intentó volar, dándose cuenta de que no era capaz. El granjero saltó a lomos de la yegua. El dragón echó a correr. La yegua hizo lo propio. El dragón entró a galope en un campo, soplando y resoplando. También la yegua. El granjero voceaba y gritaba como si estuviera presenciando una carrera de caballos. Y mientras, continuaba blandiendo su Tajarrabos. Cuanto más corría el dragón, más aturdido se encontraba, y siempre la yegua torda, a toda rienda, pegada a él.
Allá se fueron, batiendo con sus cascos caminos y sendas, a través de las brechas de las vallas, cruzando numerosos campos y vadeando numerosos arroyos. El dragón soltaba humo y resoplaba, perdido todo sentido de orientación. Al cabo, se encontraron de pronto en el puente de Ham, lo cruzaron con el estruendo de un trueno y entraron rugiendo en la calle mayor del pueblo. Allí Garm tuvo la desvergüenza de deslizarse desde una calleja lateral y unirse a la caza.
Todo el mundo se encontraba en las ventanas o en los tejados. Algunos reían y otros lanzaban vítores; y algunos golpeaban latas y sartenes y cacerolas. Otros tocaban cuernos y gaitas y pitos. El párroco había ordenado que tocaran las campanas de la iglesia. No se había organizado en Ham otro pandemónium como aquél hacía cientos de años.
Justo a la puerta de la iglesia, el dragón se dio por vencido. Se tumbó resollando en medio del camino. Garm llegó y le husmeó la cola, pero Crisófilax era ya incapaz de sentir vergüenza.
—Buenas gentes y valiente guerrero —resopló cuando Egidio el granjero llegó a su altura y mientras los aldeanos se agrupaban a su alrededor (a una distancia prudencial) con horcas, estacas y atizadores en las manos—. Buenas gentes, ¡no me matéis! Soy muy rico. Pagaré por todo el daño que haya hecho. Pagaré los funerales de todos los que haya matado, en particular el del párroco de Oakley. Tendrá un cenotafio regio, aunque era bastante delgado. A todos vosotros os regalaré una buena suma, si consentís en dejarme ir a casa a traerla.
—¿Cuánto? —dijo el granjero.
—Bueno —dijo el dragón, intentando calcular con rapidez. Vio que se trataba de mucha gente—. ¿Treinta y ocho peniques cada uno?
—¡Tonterías! —dijo Egidio.
—¡Una porquería! —dijo la gente.
—¡Carroña! —dijo el perro.
—¿Dos guineas de oro cada uno, y los niños la mitad? —dijo el dragón.
—Y para los perros ¿qué? —dijo Garm.
—¡Continuad! —dijo el granjero—. Somos todo oídos.
—¿Diez libras y una bolsa de plata por vecino, y un collar de oro para los perros? —dijo Crisófilax con ansiedad.
—¡Mátalo! —gritó la gente, que comenzaba a impacientarse.
—¿Una bolsa de oro para cada uno y diamantes para las damas? —se apresuró a añadir Crisófilax.
—Ahora empezáis a entrar en razón, aunque no del todo —dijo
Egidio el granjero.
—Te has vuelto a olvidar de los perros —dijo Garm.
—¿Bolsas de qué tamaño? —dijeron los hombres.
—¿Cuántos diamantes? —preguntaron sus mujeres.
—¡Dios mío, Dios mío! ¡Será mi ruina! —gimió el dragón.
—¡Os lo merecéis! —dijo Egidio—. Podéis elegir entre quedar arruinado o muerto donde estáis. —Blandió a Tajarrabos y el dragón se acobardó.
—¡Decídete! —gritó la gente, cada vez más atrevida y acercándose más.
Crisófilax disimuló; pero en su fuero interno soltó la risa: un espasmo silencioso que nadie percibió. El regateo había comenzado a divertirlo. Resultaba evidente que aquella gente quería obtener algo. Conocían muy poco los caminos del ancho y pérfido mundo; en realidad, no quedaba nadie con vida en todo el reino que tuviese una experiencia auténtica en el trato con los dragones y sus añagazas. Crisófilax estaba recuperando el aliento, y con él su sagacidad. Se pasó la lengua por el hocico.
—¡Estipulad la cantidad vosotros mismos! —dijo.
Todos comenzaron a hablar a la vez. Crisófilax escuchaba con interés. Sólo una voz le inquietaba: la del herrero.
—¡Nada bueno saldrá de todo esto, recordad mis palabras! — decía—. Los reptiles jamás regresan, digáis lo que digáis. Pero en cualquier caso, de esto no puede salir nada bueno.
—No entres en el trato, si no te gusta —le dijeron. Y así continuaron porfiando, sin hacer mayor caso del dragón.
Crisófilax levantó la cabeza; pero si había pensado saltar sobre ellos o escabullirse durante la discusión, se sintió defraudado. El granjero Egidio estaba junto a él, mordisqueando una paja y cavilando; pero con Tajarrabos en la mano y sin quitarle ojo al dragón.
—¡Sigue echado donde estás! —dijo—, o recibirás tu merecido, haya o no haya oro.
El dragón se aplastó contra el suelo. Por fin nombraron portavoz al párroco, quien se adelantó junto a Egidio.