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Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #Fantástico

Cuentos desde el Reino Peligroso (32 page)

BOOK: Cuentos desde el Reino Peligroso
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No podía evitar ser amable. «Me gustaría tener más carácter», se decía algunas veces, queriendo expresar su deseo de que los problemas de otras personas no le afectasen. Pasó algún tiempo sin que le molestaran mucho. «Cueste lo que cueste —solía decir—, acabaré este cuadro, mi obra maestra, antes de que me vea obligado a emprender ese maldito viaje.» Pero comenzaba a darse cuenta de que no podría posponerlo indefinidamente. El cuadro tenía que dejar de crecer y había que terminarlo. Un día, Niggle se plantó delante de su obra, un poco alejado, y la contempló con especial atención y desapasionamiento. No tenía sobre ella una opinión muy definida, y habría deseado tener algún amigo que lo orientase. En realidad no le satisfacía en absoluto, y sin embargo la encontraba muy hermosa, el único cuadro verdaderamente hermoso del mundo. En aquellos momentos le hubiera gustado verse a sí mismo entrar en el cobertizo, darse unas palmaditas en la espalda y decir (con absoluta sinceridad): «¡Realmente magnífico! Para mí está muy claro lo que te propones. Adelante, y no te preocupes por nada más. Te conseguiremos una subvención oficial para que no tengas problemas».

Sin embargo, no había subvención. Y él era muy consciente de que necesitaba concentrarse, trabajar, un trabajo serio e ininterrumpido, si quería terminar el cuadro, incluso aunque no lo ampliase más. Se arremangó y comenzó a concentrarse. Durante varios días intentó no preocuparse por otros temas. Pero se vio interrumpido de forma casi continua. En casa las cosas se torcieron; tuvo que ir a la ciudad a formar parte de un jurado; un conocido cayó enfermo; el señor Parish sufrió un ataque de lumbago y no cesaron de llegar visitas. Era primavera y les apetecía un té gratis en el campo. Niggle vivía en una casita agradable, a varias millas de la ciudad. En su interior los maldecía, pero no podía negar que él mismo los había invitado tiempo atrás, en el invierno, cuando a él no le había parecido una interrupción ir de tiendas y tomar el té en la ciudad con sus amistades. Trató de endurecer su corazón, pero sin resultado. Había muchas cosas a las que no tenía cara para negarse, las considerase obligaciones o no; y había ciertas cosas que se veía obligado a hacer, pensara lo que pensase. Algunas de las visitas dieron a entender que el huerto parecía bastante descuidado y que podría recibir la visita de un inspector. Desde luego, pocos tenían noticia de su cuadro; pero aunque lo hubiesen sabido, tampoco habría mucha diferencia. Dudo que hubiesen pensado que era muy importante. Me atrevería a decir que no era muy bueno, aunque tuviera algunas partes logradas. El árbol, sobre todo, era curioso. En cierto modo, muy original. Igual que Niggle, aunque él era también un hombrecillo de lo más común, y bastante simple.

Llegó por fin el momento en que el tiempo de Niggle se volvió sumamente precioso. Sus amistades, allá lejos en la ciudad, comenzaron a recordar que el pobre hombre debía hacer un penoso viaje, y algunos calculaban ya cuánto tiempo, como máximo, podría posponerlo. Se preguntaban quién se quedaría con la casa y si el huerto presentaría un aspecto más cuidado.

Había llegado el otoño, muy húmedo y ventoso. El hombre se encontraba en el cobertizo. Estaba subido en la escalera, tratando de plasmar el reverbero del sol poniente sobre la nevada cumbre de una montaña que había visualizado justo a la izquierda y al extremo de una rama cargada de hojas. Sabía que se vería obligado a marcharse pronto; quizás al comienzo del nuevo año. Sólo tenía tiempo de terminar el cuadro, y aun así no de modo definitivo: había algunos puntos donde sólo tendría tiempo para esbozar lo que pretendía.

Llamaron a la puerta.

—¡Adelante! —dijo con brusquedad, y bajó de la escalera.

Era su vecino Parish: el único cercano, pues los demás vivían a bastante distancia. No sentía, sin embargo, un aprecio especial por él, porque a menudo se veía en apuros y precisaba ayuda, y en parte también porque no le interesaba nada la pintura, al tiempo que no cesaba de criticarle el huerto. Cuando Parish lo contemplaba (lo que ocurría con frecuencia) veía sobre todo malas hierbas; y cuando miraba los cuadros de Niggle (rara vez), sólo veía manchas verdes y grises, y líneas negras que se le antojaban completamente sin sentido. No le importaba hablar de las hierbas (era su deber de vecino), pero se abstenía de dar cualquier opinión sobre los cuadros. Pensaba que era una postura muy agradable, y no se daba cuenta de que, aun siéndolo, no resultaba suficiente. Un poco de ayuda con las hierbas (y quizás alguna alabanza para los cuadros) habría sido mejor.

—Bien, Parish, ¿qué hay? —dijo Niggle.

—Ya sé que no debería interrumpirlo —dijo Parish, sin echar una sola mirada al cuadro—. Estará usted ocupadísimo, estoy seguro. — Niggle había pensado decir algo por el estilo, pero perdió la oportunidad.

Todo lo que dijo fue:

—Sí.

—Pero no tengo ningún otro a quien acudir —añadió Parish.

—Así es —dijo Niggle con un suspiro: uno de esos suspiros que son un comentario personal, pero que en parte dejamos aflorar—. ¿En qué puedo ayudarlo?

—Mi mujer lleva ya algunos días enferma y estoy empezando a preocuparme —dijo Parish—. Y el viento se ha llevado la mitad de las tejas de mi casa y me entra la lluvia en el dormitorio. Creo que debería llamar al doctor y a los albañiles, pero ¡tardan tanto en acudir! Pensaba si no tendría usted algunas maderas y lienzos que no le hagan falta, aunque sólo sea para poner un parche y poder tirar un día o dos más. —Fue entonces cuando dirigió la mirada al cuadro.

—¡Vaya, vaya! —dijo Niggle—. Sí que tiene mala suerte. Espero que lo de su esposa sólo sea un constipado. Enseguida voy y le ayudo a trasladarla al piso bajo.

—Muchas gracias —dijo Parish con notable frialdad—, pero no es un constipado; es una calentura. No lo hubiera molestado por un simple catarro. Y mi mujer ya guarda cama en el piso bajo: con esta pierna no puedo andar subiendo y bajando bandejas. Pero ya veo que está ocupado. Lamento de veras la molestia. Tenía esperanzas de que pudiese perder el tiempo preciso para ir a avisar al médico, viendo la situación en que me hallo; y al albañil también, si de verdad no le sobran lienzos.

—No faltaba más —dijo Niggle, aunque otras palabras se le agolpaban en el ánimo, donde en aquel momento había más debilidad que amabilidad—. Podría ir; iré, si está tan preocupado.

—Lo estoy y mucho. ¡Ojalá no padeciera esta cojera! —dijo Parish.

Así que Niggle fue. Ya veis, aquello resultaba de lo más curioso. Parish era su vecino más cercano; los demás quedaban bastante lejos. Niggle tenía una bicicleta, y Parish no; ni siquiera podía montar: era cojo de una pierna, una cojera seria que le causaba muchos dolores; merecía la pena tenerlo en cuenta, igual que su expresión desabrida y su voz quejumbrosa. A su vez, Niggle tenía un cuadro y apenas tiempo para terminarlo. Parecía lógico que fuese Parish el que tuviese aquello en cuenta, no Niggle.

Parish, sin embargo, no se tomaba en serio la pintura, y Niggle no podía cambiar aquel hecho.

—¡Maldita sea! —rezongó para sí mientras sacaba la bicicleta.

Había humedad y viento, y la luz del día estaba ya desvaneciéndose.

«Hoy se acabó el trabajo para mí», pensó Niggle. Y mientras pedaleaba, no cesó de echar pestes para sus adentros ni de ver pinceladas en la montaña y en la vegetación inmediata, que, en un principio, había imaginado primaveral. Sus dedos se crispaban sobre el manillar. Ahora que ya no estaba en el cobertizo intuyó perfectamente la forma de tratar aquella brillante línea de hojas que enmarcaba la lejana silueta de la montaña. Pero pesaba en su corazón una congoja, una especie de temor de que nunca tendría ya la oportunidad de intentarlo.

Niggle encontró al médico, y dejó una nota donde el albañil, que ya había cerrado para irse a descansar junto al fuego de su chimenea. Niggle se empapó hasta los huesos, y cogió también él un resfriado. El médico no se dio tanta prisa como Niggle. Llegó al día siguiente, lo que le resultó mucho más cómodo, pues para entonces ya había, en casas vecinas, dos pacientes a los que atender. Niggle estaba en cama con fiebre alta, y en su cabeza y en el techo tomaban forma maravillosos entramados de hojas y ramas. No le fue de ningún consuelo saber que la señora Parish sólo tenía catarro, y que ya lo estaba superando. Volvió la cara hacia la pared, y buscó refugio en las hojas.

Permaneció en cama algún tiempo. El viento seguía soplando y se llevó otro buen número de tejas de la casa de Parish, y también algunas de la de Niggle. En el tejado aparecieron goteras. El albañil seguía sin presentarse. Niggle no se preocupó; al menos, durante un día o dos. Luego se arrastró fuera de la cama para buscar algo de comer (Niggle no tenía mujer). Parish no volvió. La humedad se le había metido en la pierna, que le dolía, y su mujer estaba muy ocupada recogiendo el agua y preguntándose si —ese señor Niggle— no se habría olvidado de avisar al albañil. Si ella hubiera entrevisto la más mínima posibilidad de pedirle prestado algo que les fuese útil, habría enviado allí a Parish, le doliese o no la pierna; pero no se le ocurrió nada, de modo que se olvidaron del vecino.

Al cabo de unos siete días, Niggle volvió con pasos inseguros hasta el cobertizo. Intentó subirse a la escalera, pero la cabeza se le iba. Se sentó y contempló el cuadro; aquel día no había hojas en su imaginación ni vislumbres de montañas. Podía haber pintado un desierto arenoso que se perdía allá a lo lejos, pero le faltaron energías.

Al día siguiente se sintió mucho mejor. Subió a la escalera y empezó a pintar. Había comenzado ya a enfrascarse en el trabajo cuando oyó una llamada en la puerta.

—¡Maldita sea! —dijo Niggle; aunque le hubiera dado igual responder con educación—: ¡Adelante! —porque de todas maneras la puerta se abrió. En esta ocasión entró un hombre de buena estatura, un perfecto desconocido.

—Esto es un estudio privado —dijo Niggle—. Estoy ocupado, ¡váyase!

—Soy inspector de inmuebles —dijo el hombre, manteniendo en alto sus credenciales de forma que Niggle las pudiera ver desde la escalera.

—¡Oh! —dijo.

—La casa de su vecino está muy descuidada —dijo el Inspector.

—Ya lo sé —dijo Niggle—. Les dejé una nota a los albañiles hace bastante tiempo, pero no han venido. Luego yo caí enfermo.

—Ya —dijo el Inspector—. Pero ahora no está enfermo.

—Pero yo no soy el albañil. Parish debió presentar una reclamación al Ayuntamiento y conseguir ayuda del Servicio de Urgencias.

—Están ocupados con daños más importantes que cualquiera de éstos —dijo el Inspector—. Ha habido inundaciones en el valle y numerosas familias se han quedado sin hogar. Usted debía haber ayudado a su vecino a hacer unos arreglos provisionales y evitar así perjuicios cuya reparación fuese más costosa. Lo dicta la ley. Tiene aquí cantidad de materiales: lienzo, madera, pintura impermeable.

—¿Dónde? —preguntó Niggle, indignado.

—Ahí —dijo el Inspector señalando el cuadro.

—¡Mi cuadro! —exclamó Niggle.

—Me temo que sí —dijo el Inspector—, pero primero son las casas. La ley es la ley.

—Pero no puedo... —Niggle no dijo más, porque en ese momento entró otro hombre. Se parecía mucho al Inspector, casi como un doble, alto, vestido de negro.

—Vamos —dijo—. Soy el chófer.

Niggle bajó la escalera tambaleándose. Parecía haberle vuelto la fiebre y la cabeza se le iba. Sintió frío en todo el cuerpo.

—¿Chófer? ¿Chófer de quién? —murmuró—. ¿Chófer de qué?

—Suyo y de su coche —dijo el hombre—. Hace tiempo que el vehículo estaba pedido. Por fin ha llegado. Lo está esperando. Ya sabe usted que hoy sale de viaje.

—Eso es —dijo el Inspector—. Tiene que marcharse. Mal comienzo para un viaje, dejar las cosas sin terminar. Pero, en fin, al menos ahora podremos dar alguna utilidad a este lienzo.

—¡Dios mío! —dijo el pobre Niggle, echándose a llorar—. Ni siquiera está terminado.

—¿No lo ha acabado? —dijo el chófer—. Bueno, de cualquier forma, y por lo que a usted respecta, ya está todo hecho. ¡Vámonos!

Niggle salió en completo silencio. El chófer no le dio tiempo a hacer las maletas, pues según él las debía haber preparado antes e iban a perder el tren. Todo lo que Niggle pudo recoger fue una bolsa en el vestíbulo. Se dio cuenta de que sólo contenía una caja de pinturas y un cuadernillo con sus propios apuntes: ni comida ni ropas. Llegaron a tiempo para tomar el tren. Niggle se sentía cansado y adormecido; a duras penas fue consciente de lo que pasaba cuando lo empujaron dentro de un compartimiento. No le importaba mucho; había olvidado para qué o hacia dónde se suponía que iba. El tren penetró casi enseguida en un negro túnel.

Niggle despertó en una amplia estación, débilmente iluminada. Un maletero iba gritando a lo largo del andén; pero no voceaba el nombre de la estación, sino «¡Niggle!»

Niggle bajó a toda prisa y se dio cuenta de que había olvidado el maletín. Dio media vuelta, pero el tren ya se alejaba.

—¡Ah! —dijo el maletero—. Es usted. ¡Sígame ¡Cómo! ¿No tiene equipaje? Tendrá que ir al asilo.

Niggle se sintió muy enfermo y cayó desmayado en el andén. Lo subieron a una ambulancia y se lo llevaron a la enfermería del asilo. No le gustó nada el tratamiento. La medicación que le daban era amarga. Los enfermeros y celadores eran fríos, silenciosos y estrictos; y nunca veía a otras personas, salvo a un médico muy severo que lo visitaba de cuando en cuando. Más parecía encontrarse en una cárcel que en un hospital. Tenía que realizar un trabajo pesado, de acuerdo con un horario establecido: cavar, carpintería, y pintar de un solo color simples tableros. Nunca se le permitió salir, y todas las ventanas daban al interior. Lo mantenían a oscuras durante horas y horas, «para que pueda meditar», decían. Perdió la noción del tiempo. Y no parecía que empezase a mejorar, al menos si por mejorar entendemos encontrar algún placer en realizar las cosas. Ni siquiera ir a dormir se lo proporcionaba.

Al principio, durante el primer siglo o así (yo me limito simplemente a exponer sus impresiones), solía preocuparse sin ningún sentido por el pasado. Mientras permanecía echado en la oscuridad, se repetía una y otra vez lo mismo: «¡Ojalá hubiera visitado a Parish durante la mañana que siguió al ventarrón! Era mi intención. Hubiera sido fácil volver a colocar las primeras tejas sueltas. Seguro que entonces la señora Parish no habría cogido aquel catarro. Y yo tampoco me habría resfriado. Habría dispuesto de una semana más». Pero con el tiempo fue olvidando para qué había deseado aquellos siete días. A partir de entonces, si se preocupó de algo fue de sus tareas en el hospital. Las planeaba con antelación, pensando cuánto tiempo le llevaría evitar que se resquebrajase aquel tablero, a justar una puerta o arreglar la pata de la mesa. Parece fuera de duda que llegó a ser bastante servicial, si bien nadie se lo dijo nunca. Aunque, claro, no era ésta la razón por la que retuvieron tanto tiempo al pobrecillo. Debían haber estado esperando a que mejorase, y juzgaban la «mejoría» de acuerdo con un extraño y peculiar sistema médico.

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