Egidio iba preocupado por su yegua; pero contento de la excusa que le proporcionaba para no continuar tan destacado. No le había complacido en absoluto encabezar semejante cabalgata en aquellos lugares amenazadores y hostiles. Poco después se sintió mucho más contento aún, y tuvo razones para dar gracias a su fortuna (y a su yegua). Porque justo hacia mediodía (era la fiesta de la Candelaria y el séptimo día de viaje) Tajarrabos saltó de la vaina y el dragón de sucubil.
Sin aviso ni formalidad alguna, avanzó reptando para presentar batalla. Se abalanzó rugiente sobre ellos. Lejos de sus dominios no se había mostrado demasiado valiente, a pesar de su antiguo e imperial linaje. Pero ahora lo embargaba la ira, porque estaba luchando a las puertas mismas de su casa y en defensa de todos sus tesoros. Salió tras el reborde de una montaña como un torrente de rayos, con el estruendo de una galerna y una ráfaga de fuego relampagueante.
La discusión sobre el protocolo quedó cortada en seco. Todos los caballos se apartaron a uno u otro lado, y algunos de los jinetes acabaron desmontados. Las acémilas, la impedimenta y los siervos dieron media vuelta y salieron corriendo. Ellos no albergaban duda alguna sobre el orden de prioridades.
De pronto, una nube de humo los envolvió a todos y desde su interior el dragón cargó contra la cabeza de la fila. Varios caballeros resultaron muertos, sin tener ocasión de poder lanzar un desafío formal. Y varios otros derribados con caballo y todo. En cuanto a los demás, sus corceles decidieron por ellos, dando media vuelta y saliendo disparados, llevándose a sus dueños de buen grado o por fuerza. Bien es cierto que la mayoría lo estaba deseando.
Pero la vieja yegua torda no se movió. Puede que temiera romperse las patas en el pedregoso y empinado sendero. Quizá se encontraba demasiado cansada para salir corriendo. Además, estaba profundamente convencida de que un dragón, cuando utiliza las alas, es más peligroso detrás de ti que delante, y se necesitaba más velocidad que un caballo de carreras para que la huida tuviese éxito. Por otro lado, ella había visto a este Crisófilax en ocasiones anteriores y recordaba cómo lo había perseguido por los campos y el río, allá en su tierra, hasta que cayó dominado en la calle mayor del pueblo. De forma que afianzó bien las cuatro patas y relinchó. Egidio el granjero estaba todo lo pálido que su tez le permitía, pero se mantuvo a su lado; no veía qué otra cosa podía hacer.
Y así sucedió que el dragón, al cargar línea abajo, se encontró de sopetón a su viejo enemigo con Tajarrabos en la mano. Aquello era lo último que esperaba. Se desvió a un lado, como un enorme murciélago, y se desplomó sobre el ribazo próximo al camino. Allí se presentó la yegua torda, olvidada casi de su cojera. Egidio, más envalentonado, se había encaramado a su lomo con toda premura.
—Perdonad —dijo—, pero ¿estabais buscándome, por casualidad?
—Ni mucho menos —dijo Crisófilax—. ¡Quién iba a pensar en encontraros aquí! Sólo había salido a volar un rato.
—Entonces ha sido nuestra buena suerte la que nos ha guiado — dijo Egidio—. Y es un placer para mí, porque yo sí os estaba buscando. Es más, tenemos un asuntillo pendiente; varios, para ser más precisos.
El dragón pegó un bufido. Egidio levantó la mano para res-guardarse del ardiente vapor, y con un destello Tajarrabos se proyectó hacia adelante, peligrosamente próxima al hocico del dragón Crisófilax.
—¡Eh! —gritó, dejando de resoplar. Comenzó a temblar, retrocedió y se le heló todo su fuego interior—. ¿No habréis venido, supongo, a matarme, buen maese? —siseó.
—No, no —dijo el granjero—. Yo no he dicho nada de matar. — La yegua torda dio un respingo.
—¿Qué hacéis, entonces, si me permitís la pregunta, con todos estos caballeros? —dijo Crisófilax—. Ellos siempre matan dragones, si no los matamos nosotros primero a ellos.
—Yo no estoy haciendo nada ni tengo nada que ver con toda esa gente —dijo Egidio—. Y de todas formas, están ya todos muertos o se han dado a la fuga. ¿Qué pasa con lo que prometisteis en Epifanía?
—¿Qué de qué? —dijo Crisófilax con ansiedad.
—Lleváis casi un mes de retraso —dijo Egidio—, y el plazo está vencido. He venido a cobrar. Deberíais pedirme perdón por todas las molestias que he tenido que aguantar.
—Desde luego, desde luego —dijo él—. Desearía que no os hubieseis molestado en venir.
—Esta vez te costará hasta la última moneda, y sin trucos de mercachifle —dijo Egidio—, o morirás, y yo colgaré tu piel de la torre de la iglesia para que sirva de escarmiento.
—¡Qué crueldad! —respondió el dragón.
—Un trato es un trato —dijo Egidio.
—¿No puedo quedarme con un anillo o dos y una pizca de oro por pagar en efectivo?
—Ni un botón de hojalata —dijo Egidio.
Y así estuvieron durante un rato, regateando y discutiendo como la gente en el mercado. Sin embargo, el final fue el que os habréis imaginado; porque, digan lo que digan, pocos habían conseguido engañar nunca a Egidio el granjero en un regateo.
El dragón se vio obligado a regresar a pie a su cubil, pues Egidio se puso a su costado, manteniendo muy cercana a Tajarrabos. El sendero, que zigzagueaba montaña arriba, era tan estrecho que apenas cabían los dos. La yegua subía justo detrás y parecía muy pensativa.
Eran cinco millas, todo un paseo de dura marcha. Y Egidio caminaba con esfuerzo, soplando y resoplando, pero sin quitarle ojo al dragón. Por fin llegaron a la boca de la cueva, en el lado oeste de la montaña. Era enorme, negra y amenazadora, y sus puertas de cobre giraban sobre grandes pilares de hierro. Era patente que en tiempos hacía mucho olvidados había sido una morada rica y ostentosa, pues los dragones no levantan tales construcciones ni cavan semejantes galerías, sino que habitan, cuando les es posible, en los mausoleos y criptas de señores poderosos y gigantes de antaño. Las puertas de esta profunda mansión se abrieron de par en par, y a su sombra hicieron alto. Hasta entonces Crisófilax no había tenido oportunidad de escapar, pero al verse a las puertas de casa dio un salto y se dispuso a precipitarse dentro.
Egidio el granjero lo golpeó de plano con la espada.
—¡Ojo! —le dijo—. Antes de que entres quiero decirte una cosa. Si no sales pronto y con algo que merezca la pena, entraré a buscarte y para empezar te cortaré la cola.
La yegua dio un resoplido. No podía imaginarse a Egidio bajando solo a la madriguera de un dragón ni por todo el oro del mundo. Pero Crisófilax estaba dispuesto a creerlo a la vista del brillo y filo de Tajarrabos. Y es posible que tuviese razón, y que la yegua, con toda su sabiduría, no hubiese comprendido aún la transformación de su amo. Egidio estaba ayudando a su propia suerte, y tras dos encuentros comenzaba a imaginarse que no había dragón capaz de hacerle frente.
Y bien, allí estaba Crisófilax otra vez al cabo de poquísimo tiempo, con veinte libras de a doce onzas en oro y plata y un cofre de anillos, collares y otras alhajas.
—Aquí está —dijo.
—¿Dónde? —inquirió Egidio—. Esto no es ni la mitad del pago, si es a lo que te refieres. Y juraría que tampoco la mitad de lo que posees.
—¡No, no, por supuesto! —dijo el dragón, bastante inquieto al comprobar que el ingenio del granjero parecía haberse agudizado desde que se vieron en el pueblo—. ¡Claro que no! Pero no puedo sacarlo todo de una vez.
—Ni de dos, aseguraría yo —dijo Egidio—. Entra de nuevo, y vuelve rápido, o te haré probar el acero de Tajarrabos.
—¡No! —protestó el dragón. Y se lanzó cueva adentro, volviendo a salir a toda velocidad.
—Aquí tenéis —dijo Crisófilax, colocando en el suelo una enorme cantidad de oro y dos cofres de diamantes.
—Ahora inténtalo otra vez —dijo el granjero—. Pero inténtalo con más ganas.
—¡Qué crueldad, qué crueldad! —dijo el dragón mientras volvía al interior una vez más.
Para entonces, la yegua torda comenzaba a mosquearse por su cuenta.
«¿Quién va a llevar a casa toda esa carga tan pesada, me pregunto yo?», pensaba. Y echó una mirada tan larga y triste a las talegas y cofres que el granjero adivinó su inquietud.
—No te preocupes, muchacha —dijo—. Obligaremos al viejo reptil a hacer el porte.
—¡Piedad! —dijo el dragón, que había alcanzado a oír aquellas palabras cuando salía de la cueva por tercera vez, más cargado que nunca y con gran cantidad de ricas joyas semejantes a fuegos rojos y verdes—. ¡Piedad! Llevar todo esto será mi muerte, y no podría cargar un solo fardo más así me matéis.
—Entonces hay todavía más, ¿no es cierto? —dijo el granjero.
—Sí. Lo suficiente como para seguir viviendo con dignidad.
Por una vez, cosa extraordinaria, se acercaba a la verdad, y le resultó provechoso.
—Si me dejáis lo que queda —dijo con gran astucia—, seré siempre vuestro amigo. Y llevaré todo este tesoro a casa de vuestra señoría, y no a la del rey. Y lo que es más, os ayudaré a conservarlo.
Sacó entonces el granjero un palillo de dientes con la mano izquierda, y se tomó un minuto de profunda reflexión.
—¡De acuerdo! —dijo al fin, mostrando una discreción laudable.
Un caballero se habría mantenido en sus trece para conseguir todo el botín, y lo hubiera logrado, aunque cargando además con una maldición. Era casi seguro que, si Egidio empujaba al reptil a la desesperación, éste se revolvería al final y presentaría batalla, con o sin Tajarrabos. En cuyo caso Egidio, de no resultar él mismo muerto, se vería obligado a matar a su hipotética acémila y dejar la mayor parte de sus ganancias en la montaña.
Bien, ya había tomado la decisión. El granjero se llenó los bolsillos de joyas, no fuese a salir algo mal, y colocó una pequeña carga sobre la yegua. Todo lo demás lo ató a la espalda de Crisófilax en cofres y talegas, hasta que éste pareció el carro de mudanzas de palacio. No había posibilidad de que se escapara volando, porque la carga era demasiado grande y Egidio le había amarrado las alas.
«Esta cuerda ha resultado ser extremadamente útil, en medio de todo», pensó, y se acordó con gratitud del párroco.
De modo que el dragón salió trotando entre soplido y resoplido, con la yegua pisándole los talones y el granjero enarbolando la brillante y amenazadora Tajarrabos. No se atrevió a intentar ningún truco.
A pesar de la carga, la yegua y el dragón fueron más veloces al regreso que la cabalgata a la venida. Porque Egidio el granjero tenía prisa (y no era la razón de menos peso que escasease la comida en sus alforjas). Tampoco confiaba mucho en Crisófilax, después de haber quebrantado juramentos y compromisos solemnes, y se preguntaba cuánto más podría avanzar de noche sin peligro de muerte o de pérdidas irreparables. Pero antes de que oscureciese la suerte lo favoreció una vez más, porque dieron alcance a media docena de siervos y acémilas que habían salido huyendo y ahora se encontraban perdidos en las Colinas Salvajes. Sorprendidos al verle, escaparon llenos de temor; pero Egidio los llamó a voces.
—¡Eh, muchachos! —dijo—. ¡Volved! Tengo un trabajo para vosotros, y buenas soldadas mientras dure este viaje.
Entraron, pues, a su servicio, contentos de tener un guía y de que su sueldo llegase ahora con mayor regularidad de lo que había sido costumbre. A partir de entonces la cabalgata la formaron siete hombres, seis acémilas, una yegua y un dragón; y Egidio comenzó a sentirse como un lord y a hincharse como un pavo. Se detuvieron lo menos posible. Por la noche Egidio amarró el dragón a cuatro estacas, una para cada pata, y organizó turnos de tres hombres para que lo vigilasen. La yegua torda durmió con un ojo abierto, no fuera que los hombres intentasen por su cuenta algún truco.
Al cabo de tres días llegaron a los límites de su propio territorio, y su llegada causó un estupor y conmoción como pocas veces se había visto de costa a costa. En la primera aldea en que pararon les sirvieron comida y bebida gratis, y la mitad de los mozos quisieron unirse al cortejo. Egidio escogió una docena de jóvenes de buen porte. Les prometió sueldos saneados y les compró las mejores monturas que pudo encontrar. Comenzaba a pensar en el futuro.
Tras descansar allí un día, partió de nuevo seguido de su renovada escolta. Cabalgaban entonando canciones en su honor, que, aunque improvisadas, a él le sonaban a música celestial. Algunas gentes lo aclamaban y otras se alborozaban. Era un espectáculo alegre y sorprendente a la vez.
Al poco, Egidio el granjero viró hacia el sur y puso rumbo a su casa sin llegarse a la corte ni enviar ningún mensaje. Pero la noticia del regreso de maese AEgidius se extendió como un incendio bajo el viento del oeste, y causó gran sorpresa y confusión. Porque su llegada coincidió con los últimos ecos de un decreto real, que ordenaba a todas las villas y pueblos guardar luto por la pérdida de aquellos valientes caballeros en el paso de las montañas.
Por doquiera que Egidio iba se olvidaba el luto, se lanzaban las campanas al vuelo y la gente se agolpaba a la vera del camino, gritando y agitando gorros y pañuelos. Y abucheaban de tal forma al pobre dragón que empezó a arrepentirse del trato que había hecho. Aquello resultaba de lo más humillante para alguien de antiguo e imperial linaje. Cuando llegaron a Ham, todos los perros le ladraron con desprecio; todos menos Garm, que sólo tenía ojos, orejas y nariz para su amo. La verdad es que casi perdió la cabeza, e iba dando volteretas a todo lo largo de la calle.
Ham, por supuesto, deparó al granjero una bienvenida ex-traordinaria; pero probablemente nada le agradó más que encontrar al molinero sin una pulla que llevarse a la boca, y al herrero completamente desorientado.
—Aquí no se ha terminado todo. Recordad mis palabras —dijo.
Pero no encontró nada peor que pronosticar y movió la cabeza con pesadumbre. Egidio, con sus seis hombres, la docena de garridos mozos, el dragón y demás, subió colina arriba y allí permaneció durante algún tiempo. Sólo el párroco recibió una invitación para visitarlo en casa.
Pronto llegaron las noticias a la capital y la gente, olvidando el luto oficial e incluso sus propios quehaceres, se echó a la calle. Todo eran voces y algarabía.
El rey se encontraba en su mansión, mordiéndose las uñas y mesándose la barba. Entre el desconsuelo y la rabia (y la preocupación financiera) se había puesto de un humor tan negro que nadie se atrevía a hablarle. Por fin el jolgorio de la calle llegó a sus oídos. Aquello no sonaba a lamentaciones ni a llanto.