Cuentos desde el Reino Peligroso (18 page)

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Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #Fantástico

BOOK: Cuentos desde el Reino Peligroso
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—Bestia vil —dijo—, debes traer hasta este lugar todas tus ilícitas riquezas, y después de compensar a todos aquellos a los que has hecho daño, nosotros nos repartiremos el resto equitativamente. Luego, si prometes solemnemente no volver a inquietar a nuestras tierras ni incitar a otro monstruo a molestarnos, te dejaremos regresar a casa con la cabeza y la cola íntegras. Y ahora harás juramentos tan solemnes de que vas a volver con el rescate que incluso la conciencia de un reptil se ha de sentir obligada a cumplirlos.

Crisófilax aceptó, después de unas muestras convincentes de sentir dudas. Hasta, lamentando su ruina, derramó lágrimas ardientes, que formaron humeantes charcos en el suelo; pero no lograron conmover a nadie. Hizo numerosos juramentos, solemnes y sobrecogedores, de que regresaría con todas sus riquezas para la fiesta de San Hilario y San Félix. Lo que le concedía un plazo de ocho días, tiempo demasiado corto para el viaje, como incluso los legos en geografía podían haber comprendido. Sin embargo, le permitieron marchar y lo escoltaron hasta el puente.

—Hasta nuestro próximo encuentro —dijo al cruzar el río—. Estoy seguro de que todos lo estaremos esperando con ansiedad.

—Nosotros, desde luego, sí —le contestaron.

Eran, a todas luces, unos estúpidos. Porque, aunque los compromisos que había contraído deberían haber lastrado su conciencia de remordimientos y de un gran temor a la desventura, él, ¡ay!, carecía en absoluto de conciencia. Y si falta tan lamentable en un ser de imperial linaje quedaba fuera de la comprensión de las mentes sencillas, al menos el párroco con toda su erudición debía haberla presumido. Quizá lo hizo. Era hombre de letras y podía, qué duda cabe, ver en el futuro con mayor profundidad que los demás.

El herrero movió la cabeza mientras regresaba a su herrería.

—Nombres de mal agüero —dijo—. Hilario y Félix. No me gusta cómo suenan.

El rey, por supuesto, supo con prontitud las nuevas. Se esparcieron por el reino como el fuego y no disminuyeron precisamente mientras se propalaban. El rey se sintió profundamente conmovido por varias razones, de las que las financieras no eran las menores; y decidió personarse enseguida en el pueblo de Ham, donde tan extraordinarias cosas parecían suceder.

Llegó cuatro días después de la partida del dragón, cruzando el puente sobre su caballo blanco y acompañado de una multitud de cortesanos, heraldos y un enorme tren de equipaje. Los vecinos se habían puesto sus mejores ropas y se alineaban en la calle para darle la bienvenida. El cortejo hizo alto en el descampado existente frente a la entrada de la iglesia. Egidio el granjero se arrodilló ante el rey cuando fue presentado; pero el rey le ordenó que se levantase, e incluso le dio unas palmaditas afectuosas en la espalda. Los caballeros simularon no darse cuenta de tal familiaridad.

El monarca ordenó que toda la gente acudiera al amplio pastizal que Egidio el granjero poseía junto al río; y cuando se hubieron reunido, incluso Garm, que también se sintió aludido, Augustus Bonifacius rex et basileus tuvo a bien dirigirse a ellos.

Les explicó con sumo celo cómo todas las riquezas del malvado Crisófilax le pertenecían a él en calidad de señor de aquellas tierras. No hizo mucho hincapié en su pretensión al título de soberano de la región montañosa, pretensión objetable; en todo caso, «no nos cabe duda —dijo— que todos los tesoros de ese reptil fueron arrebatados a nuestros antepasados. Pero somos, como todos sabéis, justos y generosos, y nuestro buen vasallo AEgidius recibirá una recompensa apropiada. Tampoco quedarán sin una muestra de nuestra estimación nuestros leales súbditos de estas tierras, desde el párroco hasta el niño más pequeño. Estamos muy complacidos con Ham. Aquí al menos el pueblo tenaz e incorruptible conserva todavía el antiguo valor de nuestra raza». Mientras el rey hablaba, sus caballeros comentaban la última moda en sombreros.

Los lugareños hicieron reverencias y cortesías, y le dieron las gracias con gran respeto. Pero en aquel momento todos deseaban haber cerrado el trato con el dragón en las diez libras y haber mantenido el asunto en silencio. Conocían al rey lo suficiente como para estar seguros de que, en el mejor de los casos, su estima no alcanzaría aquella cifra. Garm comprobó que no se había mencionado para nada a los perros. Egidio el granjero era el único que se sintió feliz de verdad. Estaba seguro de recibir alguna recompensa, y muy contento, ¡no faltaba más!, de haber salido con bien de un asunto tan feo y con su reputación más alta que nunca entre sus paisanos.

El rey no se marchó. Plantó sus reales en el campo de Egidio y se dispuso a esperar hasta el 14 de enero, intentando pasarlo lo mejor posible en aquel villorrio miserable alejado de la capital. Durante los tres días siguientes la comitiva real terminó con la casi totalidad del pan, mantequilla, huevos, pollos, tocino y cordero, y se bebió hasta la última gota de cerveza añeja que había en el lugar. Luego comenzaron a quejarse por la escasez de provisiones. El rey pagó con largueza por todo (en bonos que más tarde haría efectivos su Tesorería, que esperaba ver ricamente acrecentada en breve); así que la gente de Ham, que no conocía la verdadera situación de las arcas del Estado, estaba más que satisfecha.

Llegó el 14 de enero, festividad de San Hilario y San Félix, y todo el mundo estuvo despierto y preparado desde primeras horas. Los caballeros se revistieron de sus armaduras. El granjero se colocó la cota de malla artesana, y todos se sonrieron sin recato, hasta que vieron el ceño fruncido del rey. El granjero se ciñó también a Tajarrabos, que entró en la vaina con toda facilidad y allí permaneció. El párroco se quedó mirando la espada, y movió imperceptiblemente la cabeza. El herrero rompió a reír.

Llegó el mediodía. La gente estaba demasiado ansiosa como para prestarle mucha atención a la comida. La tarde pasó lentamente. Y Tajarrabos seguía sin dar muestras de saltar de la funda. Ninguno de los vigías de la colina ni los muchachos que habían trepado a las copas de los árboles más altos fueron capaces de distinguir, ni por tierra ni por aire, señal alguna que anunciase el regreso del dragón.

El herrero se paseaba silbando; pero sólo cuando se echó la noche y salieron las estrellas, el resto de los vecinos comenzó a sospechar que el dragón no tenía ninguna intención de volver. A pesar de todo, recordaban sus solemnes y extraordinarias promesas, y mantuvieron la esperanza. Sin embargo, cuando sonó la medianoche y concluyó el día señalado, su desengaño fue enorme. El herrero estaba encantado.

—Ya os lo advertí —dijo.

Pero no estaban aún convencidos.

—Después de todo, se encontraba muy malherido —dijeron algunos.

—No le dimos tiempo suficiente —dijeron otros.

—Hay una distancia enorme hasta las montañas, y traerá un montón de cosas. Quizá haya tenido que ir a buscar ayuda.

Pasó el día siguiente, y el siguiente. El desencanto era general. El rey estaba rojo de ira. Se habían agotado vituallas y bebidas, y los caballeros murmuraban abiertamente. Estaban ansiosos de volver a los placeres de la corte. Pero el rey necesitaba dinero.

Se despidió de sus leales súbditos, aunque con sequedad y despego; y canceló la mitad de los bonos de Tesorería. Con Egidio se mostró bastante frío, y lo despidió con una inclinación de cabeza.

—Tendrás noticias nuestras más adelante —dijo; y partió a caballo con sus nobles y heraldos.

Los más crédulos y simples pensaron que pronto llegaría desde la corte un mensaje reclamando a maese AEgidius ante el rey para, por lo menos, armarlo caballero. Al cabo de una semana se recibió el mensaje, pero su contenido era muy otro. Había tres copias firmadas: una para Egidio, otra para el párroco, y otra para que se clavase en la puerta de la iglesia. Sólo la dirigida al párroco fue de alguna utilidad, porque la escritura usada en la corte era muy peculiar y tan incomprensible para los aldeanos de Ham como los libros en latín. Pero el párroco la vertió al lenguaje común y la leyó desde el púlpito. Era corta y directa (para ser una carta real); el soberano tenía prisa.

Nos, Augustus B. A. A. A. B. y M. rex etcétera hacemos saber que hemos determinado, para seguridad de nuestros dominios, y para salvaguarda de nuestro honor, que el reptil o dragón que se hace llamar a sí mismo Crisófilax ell Rico debe ser encontrado y castigado convenientemente por su mala conducta, fechorías , felonías y sucio perjurio. Todos los caballeros a nuestro real servicio quedan, en consecuencia, obligados a armarse y estar prestos para esta empresa tan pronto como maes AEgidius A. J. Agrícola llegue a nuestra corte. Otrosí, como el dicho AEgidius se ha mostrado hombre fiel y muy capaz de enfrentarse a gigantes, dragones y otros enemigos de la paz del rey, le ordenamos, por tanto, que se ponga inmediatamente en camino y se una con toda presteza a nuestros caballeros.

La gente comentó que esto suponía un gran honor y el paso

previo a ser armado caballero. El molinero sentía envidia.

—Nuestro amigo AEgidius está escalando posiciones —dijo—. Espero que nos conozca cuando vuelva.

—Es posible que no vuelva nunca —dijo el herrero.

—Ya está bien, cara de penco —dijo Egidio el granjero completamente fuera de sí—. ¡A la porra con los honores! Si regreso, incluso la compañía del molinero será bienvenida. Pero aun así produce cierto alivio pensar que voy a dejar de veros por algún tiempo. —Y con esto se apartó de ellos.

No se le pueden poner excusas al rey, como se hace con los vecinos; así que corderos o no corderos, arar o no arar, leche o agua, tuvo que montar en su yegua torda y emprender la marcha. El párroco acudió a despedirlo.

—Espero que lleves una soga fuerte —dijo.

—¿Para qué? —dijo Egidio—. ¿Para ahorcarme con ella?

—¡Vamos! ¡Ánimo, maese AEgidius! —dijo el párroco—. Creo que puedes confiar en la buena suerte que tienes. Pero lleva también una soga, porque puedes necesitarla, si no me engañan mis previsiones. Y ahora, ¡adiós y regresa con bien!

—¡Ya! Y volver y encontrar toda la casa y las tierras hechas un desastre. ¡Malditos dragones! —dijo Egidio. Luego, poniendo un gran rollo de cuerda en un fardel junto a la silla, montó y partió.

No se llevó el perro, que se había mantenido toda la mañana fuera de su vista. Pero en cuanto se hubo marchado, Garm se arrastró hasta la casa y se quedó allí, aullando y aullando toda la noche, a pesar de la tunda de palos que recibió.

—¡Ay, ay! —gritaba—. Nunca volveré a ver a mi querido amo. Y era tan terrible y magnífico... Me gustaría haberle acompañado, ¡vaya que sí!

—¡Cierra la boca! —dijo la mujer del granjero— o no vivirás para comprobar si vuelve.

El herrero oyó los aullidos.

—Mal augurio —comentó complacido.

Pasaron muchos días y no hubo nada nuevo.

—Cuando no hay noticias, malo —dijo, y se puso a cantar.

Egidio el granjero llegó a la corte cansado y cubierto de polvo. Pero los caballeros, con sus pulidas armaduras y luciendo brillantes yelmos, se encontraban ya junto a sus caballos. La llamada del rey al granjero y su inclusión en la expedición habían molestado a los nobles, que se empeñaron en cumplir literalmente las órdenes recibidas y ponerse en marcha en cuanto Egidio llegara. El pobre hombre apenas tuvo tiempo para engullir unas sopas de vino antes de encontrarse de nuevo en camino. La yegua se sintió ofendida. Por fortuna no pudo expresar lo que pensaba del rey, que era algo altamente ofensivo.

Estaba ya bien entrado el día. «Demasiado tarde para comenzar ahora la caza del dragón», pensó Egidio. Pero no fueron muy lejos. Los caballeros, una vez en camino, no mostraban ninguna prisa. Cabalgaban a su capricho, mezclados en desordenada hilera, caballeros, escuderos, siervos y jamelgos cargados con el bagaje, y Egidio el granjero arrastrándose detrás sobre su cansada yegua.

Cuando llegó el atardecer, hicieron alto y montaron las tiendas. Nadie había tenido en cuenta al granjero, por lo que tuvo que tomar prestado lo que pudo. La yegua estaba indignada y se retractó de su alianza con la Casa de Augustus Bonifacius.

Al día siguiente cabalgaron durante toda la jornada. Al tercero percibieron en la distancia las inciertas e inhóspitas montañas. Al poco se encontraron en regiones en las que la soberanía de Augustus Bonifacius era poco más que nominal. Cabalgaron entonces con mayores precauciones, y se mantuvieron agrupados.

El cuarto día alcanzaron las Colinas Salvajes y los límites de las inquietantes tierras donde moraban, se decía, criaturas legendarias. De repente, uno de los que marchaban a la cabeza descubrió huellas ominosas sobre la arena, al lado de un riachuelo. Llamaron al granjero.

—¿De qué son, maese AEgidius? —le preguntaron.

—Huellas de dragón —contestó.

—¡Ponte a la cabeza! —dijeron ellos.

Así que cabalgaron hacia el oeste con Egidio el granjero al frente, y todas las anillas iban sonando sobre su jubón de cuero. Claro que poco importaba, porque todos los caballeros marchaban hablando y riendo, y un juglar que con ellos iba entonaba una canción. De cuando en cuando se unían todos al estribillo, y lo cantaban juntos, muy alto y recio. Resultaba enardecedor, porque la canción era buena: había sido compuesta muchos años antes, en aquellos tiempos en que las batallas eran más frecuentes que los torneos. Pero era una imprudencia: todas las criaturas de la región se enteraron de su llegada y en todas las cavernas del oeste los dragones aguzaron las orejas. Ya no había ninguna posibilidad de sorprender al viejo Crisófilax dormitando.

Cuando fortuitamente (o porque le vino en gana), se encontraron por fin bajo la sombra misma de la oscura montaña, la yegua de Egidio el granjero se puso a cojear. Habían comenzado a cabalgar por senderos empinados y pedregosos, ascendiendo con trabajo y creciente inquietud. Poco a poco se fue quedando rezagada en la fila, tropezando y renqueando con un aspecto tan patético y triste que al fin Egidio se sintió obligado a descabalgar y seguir a pie. Pronto se encontraron los últimos, entre las acémilas; pero nadie se enteró. Los caballeros iban discutiendo aspectos de protocolo y etiqueta que absorbían su atención. De otra forma hubieran notado que las huellas de dragón eran ahora numerosas y patentes.

Habían llegado, en efecto, a los lugares que Crisófilax recorría con frecuencia o en los que descansaba después de su ejercicio diario al aire libre. Las colinas más bajas y los ribazos de ambos lados del camino aparecían pisoteados y requemados. Había muy poca hierba y los retorcidos muñones de brezos y aliagas destacaban ennegrecidos sobre amplias zonas de ceniza y tierra calcinada. Aquellos parajes habían sido durante muchos años el campo de esparcimiento del dragón. Sobre ellos se alzaba una oscura pared montañosa.

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