Cuentos desde el Reino Peligroso (10 page)

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Authors: J.R.R. Tolkien

Tags: #Fantástico

BOOK: Cuentos desde el Reino Peligroso
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»¡Bien, bien! —dijo al fin, cuando estaba ya más tranquilo—. ¡Vivir para aprender! Pero Artajerjes es sumamente peculiar. ¿Quién podía saber que se iba a acordar de ti en medio de toda la excitación de la boda, y que iba a malgastar su más poderoso conjuro en un perro antes de iniciar la luna de miel, como si su primer hechizo no valiera más que un estúpido pequeño perro? Como si no bastara con rasgarle a uno la piel.

»¡Bien! De todos modos, no necesito averiguar qué hay que hacer —continuó Psámatos—. Sólo hay una posibilidad. Tienes que ir y encontrarlo y pedirle perdón. Pero, ¡palabra de honor!, esto no se lo voy a perdonar hasta que el mar sea dos veces más salado y la mitad de húmedo. ¡Vosotros dos, id a dar un paseo y volved dentro de media hora cuando esté de mejor humor!

Mew y Rover fueron a lo largo de la costa y subieron al acantilado, Mew volando lentamente y Rover trotando a la par, muy triste. Se detuvieron delante de la casa del padre del niño; y Rover incluso se acercó a la cancela y se sentó en un macizo de flores, debajo de la ventana del niño. Aún era muy temprano, pero él ladró y ladró, esperanzado. Los niños o aún dormían profundamente o no estaban en casa, pues nadie acudió a la ventana. Eso fue al menos lo que pensó Rover. Había olvidado que las cosas son diferentes en el mundo vistas desde el jardín trasero de la luna, y que el hechizo de Artajerjes seguía actuando sobre su tamaño y sobre la fuerza de sus ladridos.

Después de un rato, Mew lo llevó de nuevo, entristecido, a la ensenada. Allí lo esperaba una sorpresa absolutamente nueva. ¡Psámatos le estaba hablando a una ballena! Una ballena grandísima, Uin, la más vieja de las ballenas reales. Al pequeño Rover le pareció como una montaña; estaba sumergida en un charco profundo, con la enorme cabeza cerca del borde del agua.

—Lo siento, no pude conseguir nada más pequeño al recibir la noticia —dijo Psámatos—. Pero es muy confortable.

—¡Entra! —dijo la ballena.

—¡Adiós! ¡Entra! —dijo la gaviota.

—¡Entra! —dijo Psámatos—, ¡y date prisa! Y no muerdas y arañes dentro; eso podría hacer que Uin se pusiera a toser, y sería muy incómodo para ti.

Esto era casi tan malo como pedirle a uno que se lanzara al agujero, en los sótanos del Hombre de la Luna, y Rover se echó atrás, de modo que Mew y Psámatos tuvieron que empujarlo. Y lo empujaron, hay que decirlo, sin miramientos; y las mandíbulas de la ballena se cerraron con un chasquido.

Dentro estaba por cierto muy oscuro y olía a pescado. Rover se había sentado y temblaba; y entretanto (sin atreverse ni siquiera a rascarse las orejas) oyó, o creyó oír, los latigazos y los golpes de la cola de la ballena en las aguas; y sintió, o creyó sentir, que la ballena se sumergía más y más, siempre buscando el fondo del Profundo Mar Azul.

Pero cuando la ballena se detuvo y abrió otra vez la boca cuanto pudo (y complacida, pues las ballenas prefieren nadar con las mandíbulas muy abiertas y capturando una buena cantidad de alimento, aunque Uin era un animal considerado), Rover miró fuera; era muy profundo, inconmensurablemente profundo, pero en absoluto azul. Sólo había una luz de un color verde pálido; y Rover salió y se encontró en un sendero blanco de arena que serpenteaba a través de un oscuro y fantástico bosque.

—¡Adelante, siempre recto! No tienes que andar mucho —dijo Uin.

Rover siguió adelante en línea recta, tan recta como permitía el sendero, y pronto tropezó con la puerta de un gran palacio, hecho, así parecía, de piedra blanca y rosada que desprendía una luz pálida; y en las numerosas ventanas brillaban unas luces nítidas de tonos verdes y azules. Alrededor de los muros crecían enormes árboles de mar, más altos que las cúpulas del vasto palacio que se elevaba resplandeciente en las aguas oscuras. Los grandes troncos de los árboles se inclinaban y movían como hierbas, y la sombra de las incontables ramas estaban abarrotadas de peces dorados, peces plateados, y peces rojos, y peces azules y peces fosforescentes como pájaros. Pero los peces no cantaban. Las sirenas cantaban dentro del palacio. ¡Cómo cantaban! Y todas las hadas marinas cantaban a coro, y la música salía por las ventanas, cientos de criaturas marinas hacían sonar cuernos y flautas y caracolas.

Desde la oscuridad, debajo de los árboles, unos duendes marinos lo miraban sonrientes, y Rover siguió adelante tan deprisa como podía; tenía la sensación de que sus pasos eran lentos y se hundían profundamente en el agua. ¿Y por qué no se ahogaba? No lo sé, pero supongo que a Psámatos Psamátides se le había ocurrido algo (él sabía mucho más sobre el mar de lo que pensaba la mayoría de la gente, aunque si podía nunca metía en el agua ni un dedo del pie), mientras Rover y Mew habían ido a dar un paseo, y se había sentado y se había ido calmando poco a poco y había pensado un nuevo plan.

En cualquier caso, Rover no se ahogó; pero estaba deseando estar en algún otro sitio, incluso en el húmedo vientre de la ballena, ya antes de dirigirse hacia la puerta: aquellas formas y aquellas caras extrañas lo miraban desde los arbustos morados y la espesura esponjosa, junto al sendero que le pareció muy inseguro. Por fin llegó a la enorme puerta: una arcada dorada guarnecida de coral y una puerta de madreperla tachonada de dientes de tiburón. La aldaba era un anillo enorme con percebes incrustados, y todos los pequeños apéndices de los percebes colgaban hacia fuera; pero naturalmente Rover no la alcanzaba, ni podía moverla de ninguna manera. Así pues, ladró, y para sorpresa suya fue un ladrido muy sonoro. Al tercer ladrido la música de dentro calló, y se abrió la puerta.

¿Quién crees que abrió la puerta? El propio Artajerjes, vestido con lo que parecía una prenda de terciopelo color ciruela y pantalones de seda verde; y aún tenía una gran pipa en la boca, sólo que ahora, al soplar, lanzaba preciosas burbujas con los colores del arco iris en vez de humo de tabaco; pero no llevaba sombrero.

—¡Hola! —dijo—. ¡De modo que has vuelto! Pensé que no tardarías en cansarte del viejo P-sámatos (y bufó para emitir una exagerada P). Él no puede hacerlo todo. Bueno, ¿a qué has venido? Estamos en una fiesta y has interrumpido la música.

—Por favor, señor Ertejerjes, quiero decir, Artajerjes —empezó a decir Rover, más bien atropelladamente y procurando ser muy educado.

—¡Oh, no te preocupes por la correcta pronunciación! ¡No me importa! —dijo el brujo más bien enojado—. Venga la explicación, y que sea corta; no tengo tiempo para largos galimatías. —Estaba bastante abrumado por su propia importancia (con extranjeros), desde su matrimonio con la hija del rico rey de los mares, y su destino en el Pacífico y el Atlántico como Mago (la gente lo llamaba en forma abreviada PAM, cuando no estaba delante)—. Si quieres verme para hablar de algo urgente, es mejor que vengas y esperes en la sala; puedo encontrar un momento después del baile.

Cerró la puerta detrás de Rover y salieron juntos. El perrito se encontró en un inmenso espacio oscuro bajo una cúpula débilmente iluminada. Había arcadas puntiagudas cubiertas, todas ellas, con algas marinas, y la mayoría estaban a oscuras; pero había una rebosante de luz, y de ella salía una música sonora, una música que parecía continuar y continuar indefinidamente, sin repetirse nunca ni parar nunca para un descanso.

Rover se cansó pronto de esperar, así que fue hasta la puerta iluminada y miró a través de las algas. Entonces vio un amplio salón de baile con siete cúpulas y diez mil columnas de coral, iluminado con la magia más pura y lleno de agua caliente y rutilante. Allí todas las ninfas marinas de cabellos dorados y todas las sirenas de cabellos oscuros danzaban mientras cantaban; no danzando sobre sus colas, sino nadando maravillosamente, arriba y abajo, adelante y atrás, en las aguas claras.

Nadie advirtió la nariz del perrito que husmeaba a través de las algas marinas de la puerta, de modo que, al cabo de un rato, Rover entró cautelosamente. El suelo era de arena plateada y capullos rosados de mariposa, todos abiertos y moviéndose en el agua levemente arremolinada, y Rover se abrió camino cuidadosamente entre ellos, siempre pegado a la pared, hasta que una voz dijo de repente encima de él:

—¡Qué perrito tan lindo! Es un perrito de tierra, no de mar, estoy segura. ¡No entiendo cómo ha podido llegar hasta aquí una cosa tan pequeñita!

Rover levantó los ojos y vio a poca distancia encima de él una bellísima dama de mar con un gran peine negro en los cabellos dorados; le colgaba la cola, pues estaba sentada en una repisa, remendando los calcetines verdes de Artajerjes. Naturalmente se trataba de la nueva señora Artajerjes (conocida comúnmente como la Princesa Pam; era bastante popular, mucho más de lo que se podía decir de su marido). En este momento, Artajerjes estaba sentado a su lado, y tuviera o no tuviera tiempo para largas monsergas, estaba escuchando la de su esposa. O la había estado escuchando antes de que apareciera Rover. La señora Artajerjes puso fin a su monserga y a su costura, tan pronto como vio a Rover, y tras deslizarse hacia abajo lo capturó y lo llevó al asiento. Éste era en realidad un asiento de ventana y estaba situado en el primer piso (una ventana interior); en las casas marinas no hay escaleras y, por la misma razón, tampoco paraguas; y tampoco hay mucha diferencia entre ventanas y puertas.

Pronto, la dama de mar volvió a instalar en el asiento, confortablemente, su hermoso (y bastante voluminoso) cuerpo y puso a Rover en su regazo; inmediatamente se oyó un horrible gruñido debajo de la ventana.

—¡Estáte quieto, Rover! ¡Estáte quieto, perrito bueno! —dijo la señora Artajerjes. Pero no hablaba con Rover, hablaba con un perro de mar blanco, que en contra de lo que ella decía apareció ahora, gruñendo y rezongando y removiendo el agua con unos pies pequeños, y azotándola con la cola larga y plana y lanzando burbujas por la afilada nariz.

—¡Qué cosa tan pequeña y horrible! —dijo el perro recién llegado—. ¡Mira ese miserable rabo. ¡Mírale las patas! ¡Mírale el ridículo pelo!

—Mírate a ti —dijo Rover desde el regazo de la dama del mar—, y no querrás volver a hacerlo. ¿Quién te puso Rover? ¡Un cruce entre un pato y un renacuajo que pretende ser un perro! —De lo cual se puede ver que desde el primer momento se gustaron.

Ciertamente, pronto se hicieron grandes amigos, tal vez no exactamente como Rover y el perro de la luna, pues la estancia de Rover bajo el mar fue más corta y las profundidades no son un lugar tan divertido como la luna para los perros pequeños; de hecho están llenas de sitios oscuros y horribles adonde nunca ha llegado la luz y nunca llegará, pues no serán desvelados hasta que se extinga toda la luz. Allí viven criaturas horribles, demasiado viejas para la imaginación, demasiado poderosas para los hechizos, demasiado grandes para medirlas. Artajerjes ya lo sabía. El puesto de PAM no es el más agradable del mundo.

—¡Ahora empezad a nadar y divertios! —dijo la esposa, cuando terminó la disputa perruna y los dos animales se pusieron a olfatearse recíprocamente—. ¡No os preocupéis de los peces de fuego, no mordáis a las anémonas, no os dejéis atrapar por las almejas; y volved para la cena!

—Por favor, yo no sé nadar —dijo Rover.

—¡Vaya por Dios! ¡Qué engorro! —dijo la dama del mar—. ¡Venga, Pam! —Hasta el momento ella era la única que lo llamaba así a la cara—. ¡Aquí hay algo que realmente puedes hacer, por fin!

—¡Sí, querida! —dijo el brujo, deseoso de complacerla y contento de poder mostrar que efectivamente era un mago, y no un funcionario absolutamente inútil (en el lenguaje marino los llaman lapas). Del bolsillo de su chaleco sacó una pequeña varita (en realidad era una pluma, pero ya no servía para escribir: los pobladores del mar utilizan una extraña tinta viscosa que no sirve para las plumas) y se la entregó a Rover.

A pesar de lo que algunos decían, Artajerjes era por derecho propio un mago muy bueno (de lo contrario, Rover no habría vivido nunca estas aventuras), tal vez de una especie de arte menor pero que aun así requería mucha práctica. En cualquier caso, tras el primer movimiento, el rabo de Rover empezó a moverse como la cola de un pez y las patas como si tuvieran membranas, y el pelo se le hizo más y más impermeable. Cuando terminó el cambio, enseguida se adaptó; y comprobó que nadar era bastante más fácil de aprender que volar, y casi tan agradable, y no tan fatigoso, a menos que uno quisiera ir hacia abajo.

Lo primero que hizo, después de un recorrido de prueba alrededor del salón de baile, fue morder al otro perro en el rabo. En broma, por supuesto; pero broma o no, al momento se organizó casi una pelea, pues el perro de mar era un poco quisquilloso. Rover se salvó escapando a toda prisa; y además tuvo que ser ágil y rápido. ¡Válgame Dios! Hubo entonces una persecución entrando y saliendo por las ventanas, a lo largo de oscuros pasillos, alrededor de las columnas, hasta las cúpulas y alrededor de ellas, con lo que al final el perro de mar quedó exhausto, y también su mal carácter, y los dos se sentaron juntos encima de la cúpula más alta, junto al asta de la bandera. En él ondeaba el estandarte del rey de los mares, una tela hecha de algas marinas, verde y escarlata, adornada con perlas.

—¿Cómo te llamas? —dijo el perro de mar después de una pausa en silencio—. ¿Rover? —contestó él mismo—. Ese es mi nombre, y por lo tanto no puede ser el tuyo. A mí me lo pusieron primero.

—¿Cómo lo sabes?

—¡Pues claro que lo sé! Puedo ver que tú eres sólo un cachorro, y apenas si llevas cinco minutos aquí abajo. Yo llevo una eternidad, cientos de años. Creo que soy el primero de todos los perros que se llaman Rover.

»Mi primer amo fue un rover, un auténtico vagabundo, un pirata que navegaba con su barco por las aguas del norte; era un barco muy largo, con velas rojas, y en la proa llevaba tallado un dragón, lo llamaban
Gusano Rojo
, y me gustaba mucho. Me gustaba, a pesar de que yo sólo era un cachorro, y el pirata no me tenía muy en cuenta, pues no era suficientemente grande para ir de caza con él, y él no llevaba perros en el barco. Un día me fui con él sin que me lo pidiera. Se despidió de su mujer, soplaba el viento, y los hombres estaban empujando el
Gusano Rojo
sobre los rodillos para meterlo en el agua. Alrededor del cuello del dragón había espuma blanca, y de repente tuve la sensación de que si no me iba con él, ya nunca más volvería a verlo. Salté a bordo como pude y me oculté detrás de un barril de agua; y no me encontraron hasta que ya estábamos lejos de la costa y apenas si se veían las señales de tierra.

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