—En resumidas cuentas, una cosa horrible —gruñó—. Estoy seguro de que no quiero verla. Supongo que ahora te vas a aburrir en el lado blanco, y teniéndome sólo a mí para ir de paseo, en vez de a todos tus amigos de dos patas. Es una lástima que el brujo persa sea tan terco y ahora no puedas volver a casa.
Roverandom se sintió más bien herido; y le dijo de nuevo, una y otra vez, al perro de la luna que estaba contentísimo de estar otra vez en la torre, y que nunca se aburriría en el lado blanco. Pronto los dos decidieron ser nuevamente buenos amigos y hacer montones y montones de cosas juntos; y, aun así, lo que el perro de la luna había dicho cuando estaba de mal humor resultó ser verdad. No fue culpa de Roverandom, quien hizo todo lo posible para que no se viera, pero en cierto modo ninguna de las aventuras o exploraciones le parecía tan excitante como las que habían hecho antes, y pensaba constantemente en lo bien que se lo pasaba en el jardín con su amo, el pequeño Dos.
Visitaron el valle de los gnomos blancos de la luna (en forma abreviada, gnomos lunares) que van de un lado a otro montados en conejos, y hacen tortitas con copos de nieve, y cultivan pequeños manzanos dorados no más grandes que botones de oro. Pusieron cristales rotos y clavos de estaño delante de las guaridas de algunos de los dragones más pequeños (mientras dormían), y permanecieron despiertos hasta medianoche para oírlos rugir de rabia, como ya te he dicho, los dragones acostumbran a tener la barriga blanda, y cada noche salen a beber a las doce, sin hablar ya de las horas intermedias.
A veces los perros se atrevían incluso a hostigar a las arañas, mordiendo las telarañas y liberando los rayos de luna, y remontando el vuelo justo a tiempo, mientras las arañas les lanzaban cuerdas con lazo desde lo alto de las colinas. Pero durante todo el tiempo Roverandom estuvo buscando al cartero Mew y el periódico
Noticias del Mundo
(dedicado casi todo a asesinatos y partidos de fútbol, como sabe incluso un perro pequeño; pero a veces se encuentra una buena noticia escondida en un rincón).
Roverandom se perdió la siguiente visita de Mew, pues estaba de excursión, pero cuando volvió el viejo aún continuaba leyendo las cartas y las noticias (y también parecía de un excelente buen humor, sentado en el tejado con los pies colgando del borde, fumando la enorme pipa blanca de arcilla, lanzando nubes de humo como una máquina de tren y sonriendo con su redonda cara de viejo).
Roverandom sintió que no podía aguantar más.
—Tengo una pena en mi corazón —dijo—. Quiero volver junto al niño para que su sueño sea cierto.
El viejo dejó su carta (trataba de Artajerjes y era muy divertida) y se quitó la pipa de la boca.
—¿Tienes que irte? ¿No puedes quedarte? ¡Tan rápido! ¡Ha sido un placer conocerte! Tienes que dejarte caer por aquí algún otro día. ¡Me complacerá verte cuando se te ocurra! —dijo de un tirón, conteniendo el aliento.
»¡Muy bien —siguió diciendo en un tono más sensato—. Artajerjes ya está preparado.
—¿Cómo? —preguntó Roverandom, realmente entusiasmado de nuevo.
—Se ha casado con una sirena y se ha ido a vivir al fondo del Profundo Mar Azul.
—¡Espero que ella le remiende mejor los pantalones! Un remiendo de algas marinas hará juego con su sombrero verde.
—¡Mi querido perrito! Cuando se casó llevaba un traje completamente nuevo, verde como las algas marinas, con botones rosados de coral y charreteras de anémonas de mar; ¡y le quemaron el viejo sombrero en la playa! Sámatos se cuidó de todo. ¡Oh! Sámatos es muy profundo, tan profundo como el Profundo Mar Azul, y espero que arregle así, a su gusto, montones de cosas, además de lo tuyo, mi querido perrito.
»¡Me pregunto cómo va a terminar todo! Artajerjes tiene en estos momentos veinte o veintiún años, me parece; y monta un gran alboroto por cosas muy pequeñas. Es muy obstinado, sin duda. En otro tiempo era un mago bastante bueno, pero se ha convertido en un ser malhumorado y en un fastidio permanente. Cuando llegó y desenterró al viejo Sámatos con una azada de madera en plena tarde y lo sacó de su agujero por las orejas, el Samatista pensó que las cosas habían ido demasiado lejos, y no me sorprende. "Tanto alboroto, precisamente en mi mejor hora de dormir, y todo por culpa de un miserable pequeño chucho": eso es lo que me escribe, y no tienes por qué ruborizarte.
»Cuando se calmaron, invitó a Artajerjes a una fiesta de sirenas, y así fue como ocurrió todo. Se llevaron a Artajerjes para tomar un baño a la luz de la luna, y nunca más volvió a Persia, ni siquiera a Pershore. Se enamoró de la hija del rico rey de los mares, ya no muy joven pero encantadora, y una noche después se casaron.
»Probablemente eso no esté mal, tampoco. Durante algún tiempo no ha habido un mago residente en el océano. Proteo, Poseidón, Tritón, Neptuno y todos los demás se convirtieron hace mucho tiempo en pececillos o mejillones, y en cualquier caso nunca se interesaron mucho por las cosas que ocurrían fuera del Mediterráneo; les gustaban demasiado las sardinas. También el viejo Niord se retiró hace mucho tiempo. Por supuesto, él no podía prestar mucha atención a los asuntos después de ese estúpido matrimonio con la giganta; recuerda que ella se enamoró de él porque tenía los pies limpios (cosa muy conveniente en casa) y se desenamoró de él cuando ya era demasiado tarde, porque los tenía mojados. Ahora él está de capa caída, tengo entendido; pobre y adorable viejo chocho. Por culpa del combustible líquido agarró una tos horrible, y se ha retirado a la costa de Islandia para tener un poco de sol.
»Estaba el Viejo del Mar, por supuesto. Era primo mío, lo cual no rae enorgullece. En cierto modo era una carga, se resistía a andar y siempre quería que lo llevaran, tal como lo oyes. Eso fue su muerte. Estaba sentado encima de una mina flotante (si sabes lo que quiero decir) hace un año o dos, ¡justamente encima de uno de los botones! Ni siquiera mi magia pudo hacer algo en un caso así. Fue peor que lo de Humpty-Dumpty.
—¿Qué hay de Britania? —preguntó Roverandom, que después de todo era un perro inglés; aunque estaba realmente un poco aburrido de todo esto, y quería oír más cosas acerca de su brujo—. Yo creía que Britania mandaba en las olas.
—A decir verdad, ella nunca se moja los pies. Prefiere acariciar leones en la playa y sentarse en un penique con un tenedor en la mano, y en cualquier caso hay cosas de las que ocuparse además de las olas. Ahora tienen a Artajerjes, y espero que les sea útil. Se va a pasar los primeros años intentando cultivar ciruelas en pólipos, espero, si le dejan; y eso va a ser más fácil que mantener a raya a la población marina.
»¡Bien, bien, bien! ¿Dónde estaba yo? Por supuesto que puedes volver ahora, si quieres. De hecho, sin querer ser demasiado cortés, es hora de que vuelvas lo antes posible. El viejo Sámatos es tu primera llamada. No sigas mi mal ejemplo y no olvides las letras Ps cuando lo veas.
Mew apareció de nuevo al día siguiente, con más correo, un in-menso número de cartas para el Hombre de la Luna y fardos de publicaciones periódicas:
La Flora Marina, Semanario Ilustrado, Nociones Oceánicas, El Correo de los Mares, La Caracola y La Rociada Matutina
. Todas ellas llevaban exactamente las mismas (exclusivas) fotografías de la boda de Artajerjes en la playa una noche de luna llena, con el señor Psámatos Psamátides, el conocido financiero (título marino de respeto), haciendo muecas al fondo. Pero eran más bonitas que nuestras fotos, pues al menos eran de color; y la sirena era realmente muy bella (la cola quedaba dentro de la espuma).
Había llegado el momento de decir adiós. El Hombre de la Luna sonrió a Roverandom, y el perro de la luna se hizo el distraído. Roverandom tenía el rabo más bien caído, y todo lo que dijo fue:
—¡Adiós, perrito! ¡Cuídate, no te preocupes por los rayos de luna, no mates los conejos blancos y no comas demasiado en la cena!
—Tú también eres un perrito —dijo el Rover de la luna—. ¡Y deja de comerte los pantalones de los brujos!
Eso fue todo; y sin embargo, creo yo, Rover estuvo importunando constantemente al viejo Hombre de la Luna para que lo enviara de vacaciones a visitar a Roverandom y, en efecto, le ha permitido ir varias veces desde entonces.
Después, Roverandom volvió con Mew, y el Hombre de la Luna regresó a sus sótanos, y el perro de la luna se sentó en el tejado y vio cómo los dos se perdían de vista.
D
esde la Estrella Polar soplaba un viento frío cuando se acercaron al borde del mundo y el rocío gélido de las cataratas cayó sobre ellos. El camino de vuelta había sido más duro, pues entonces la magia del viejo Psámatos no demostró tener muchas prisas; y ellos se alegraron de poder descansar en la Isla de los Perros. Pero como Roverandom seguía con su tamaño de perro encantado no disfrutó mucho allí. Los otros perros eran demasiado grandes y alborotadores, y demasiado prepotentes; y los huesos de los árboles de hueso eran demasiado grandes y descarnados.
Era el amanecer del día después del día después de mañana cuando por fin divisaron los negros acantilados de la casa de Mew; y el sol era cálido detrás de ellos, y las cimas de las colinas de arena estaban ya secas y doradas en el momento en que bajaron hasta la ensenada de Psámatos.
Mew lanzó un pequeño grito y golpeó con el pico un trocito de madera que había en el suelo. Inmediatamente el trocico de madera se alzó en el aire y se convirtió en la oreja izquierda de Psámatos, a la que se unió la otra oreja, y pronto fue seguida por el resto de la fea cabeza y el cuello del mago.
—¿Qué queréis vosotros dos a estas horas del día? —gruñó Psámatos—. Es mi hora predilecta para dormir.
—¡Hemos vuelto! —dijo la gaviota.
—Y por lo que veo, tú has dejado que ella te trajera en su lomo —dijo Psámatos, volviéndose al perrito—. Después de escapar de la persecución del dragón debí pensar que un pequeño vuelo de vuelta a casa te iba a parecer casi un paseo.
—Pero por favor, señor —dijo Roverandom—. He dejado atrás mis alas; en realidad no me pertenecían. Y prefiero volver a ser un perro normal.
—¡Oh, está bien! Aun así, espero que lo hayas pasado bien como «Roverandom». Era tu deber. Ahora sólo puedes ser Rover de nuevo, si realmente quieres; y puedes ir a casa y jugar con tu pelota amarilla, y dormir en el sillón cuando tengas oportunidad, y descansar en las rodillas y ser de nuevo un respetable perrito ladrador.
—¿Qué hay del niño? —preguntó Rover.
—Pero tú, tonto, te escapaste y te fuiste corriendo a la luna —dijo Psámatos, fingiendo estar molesto o sorprendido, pero haciendo al mismo tiempo un picaro guiño de complicidad con un ojo—. Dije casa y casa quise decir. ¡No me vengas ahora a farfullar y discutir!
El pobre Rover farfullaba porque trataba de decir con toda cortesía «Señor P-sámatos». Al fin lo dijo.
—Por, P-Por favor, Señor P-P-Psámatos —dijo en el tono más conmovedor—. Por, por favor, p-perdóneme, pero he vuelto a verlo; y ahora no me escaparé; y en realidad yo le pertenezco, ¿no es así? Por lo tanto debo volver a su lado.
—¡Eso es una majadería y un disparate! ¡Por supuesto que ni le perteneces ni debes volver a su lado! Tú perteneces a la anciana señora que te compró primero, y tendrás que ir con ella. No se pueden comprar cosas robadas, y tampoco cosas embrujadas, como sabrías si conocieras la ley, pequeño y tonto perro. La madre del niño Dos se gastó seis peniques en ti, eso es todo. Y en cualquier caso, ¿de qué sirve vivir algo en sueños? —concluyó Psámatos con un guiño rotundo.
—Yo creía que algunos de los sueños del Hombre de la Luna se hacían verdad —dijo el pequeño Rover con tristeza.
—¡Oh! Está bien, eso es cosa del Hombre de la Luna. Mi cometido es devolverte enseguida a tu tamaño y enviarte de regreso a donde te corresponde. Artajerjes se ocupa ahora de otras cosas útiles, por lo tanto, no tiene que preocuparnos más. ¡Ven aquí!
Psámatos alzó a Rover y agitó una mano gorda sobre la cabeza del perrito, y... ¡no hubo ningún cambio!
Entonces, Psámatos se levantó de la arena, y Rover vio por primera vez que sus piernas eran como patas de conejo. Pateó y brincó, y lanzó arena al aire con los pies, y pisoteó las caracolas, y bufó como un perro faldero enfurecido; ¡y aun así no ocurrió absolutamente nada!
—Si esto es obra de un brujo de plantas marinas, ¡llénale de ampollas y verrugas! —juró—. Si es obra de un recolector de ciruelas persa, envásalo y prénsalo! —gritó, y continuó gritando hasta que se sintió cansado. Luego se sentó.